(La hija de El Trenzas)
Preparad para sus hijos el matadero a
causa de la iniquidad de sus padres.
Isaías 14:21
La
hija de El Trenzas nació con una rareza
genética: tenía un ojo de color verde y el otro amarillo, que le conferían un
aspecto siniestro. Era aplicada y pacífica, aunque solitaria y esquiva: las
demás niñas le tenían miedo. Resultaba difícil sostener su mirada inquietante,
incluso para los mayores.
Sus padres la creían dormida.
Susurraban, sentados a la pequeña mesa de la cocina, cubierta con un mantel de
tela de hule a cuadros blancos y colorados. Pero ella los escuchaba, agazapada
en la escalera. Con seis años, sabía más ellos de lo que ellos pensaban.
–La
cosa se está poniendo fea, María. Esos cabrones están estrechando el cerco.
–Lo
sé, pero lo que dices es terrible.
–Lo
es, pero hazme caso, es mejor así. La botella la dejo escondida bajo el segundo
tablón del fregadero. No nos pueden pillar vivos, María. Si nos cogen, nos lo
sacan todo. Nadie aguanta los interrogatorios. Y luego nos dan garrote vil, así
que ya me dirás qué coño de sentido tiene. Si vienen a por nosotros, nos lo bebemos
y se acabó. Esto aguanta muchos años sin pasarse, así que seguirá siendo
efectivo si algún día lo necesitamos.
–Pero,
¿y la niña?
–Si
se da el caso, la niña estará bien con tu hermana. No tenemos alternativa.
Créeme, María, no dejes que te cojan viva.
–Está
bien. ¡Señor, cómo se está complicando todo!
–Si
me detuvieran por ahí y no me diera tiempo a hacer nada, te llenas con él una
taza de café y te la bebes lo antes posible. El resto lo dejas donde estaba,
por si acaso lo necesita alguno de los otros. No esperes a que vengan a por ti.
Me obligarán a cantar y te delataré a ti y a todos los demás. No podré hacer
nada, ¿lo entiendes? Me arrancarán los ojos, si hace falta, pero no pararán
hasta que cante. Y cantaré. Todos cantan. Nadie puede aguantar los
interrogatorios. Júrame que lo harás.
–Te
lo juro. Esperemos no tener que llegar a eso.
–Recuerda:
bajo el segundo tablón del fregadero. No nos pueden coger vivos.
A
El Trenzas lo cogieron vivo. En plena
calle. Cuatro hombres de paisano salieron de Dios sabe dónde dando gritos, lo
lanzaron violentamente al suelo, lo esposaron, lo metieron a golpes en un furgón
que apareció enseguida y desaparecieron todos en él. Los curiosos formaron
corros:
–¡Han detenido a El Trenzas! Les he oído cómo decían que
por terrorista.
–¿El Trenzas un terrorista? ¡Madre mía del amor hermoso, quién lo hubiera
dicho! Hoy ya no te puedes fiar de nadie.
–Ya decía yo que esos
no podían ser trigo limpio. ¿Quién pare una niña así?
–Los ojos son el espejo
del alma. No hay más que hablar.
A las pocas horas, El Trenzas cantó. Esa misma noche, echaron
abajo con un ariete la puerta de su casa y entraron en tropel dando gritos
feroces. Una mujer yacía muerta en el suelo de la cocina y una niña lloraba
junto a ella. Sobre el mantel de tela de hule con cuadros blancos y colorados,
una taza de café, vacía, despedía un penetrante olor a almendras podridas
mezclado con algo parecido a un fuerte aguardiente.
La vida para la hija de
El Trenzas fue a partir de entonces
un suplicio. En el colegio, nadie se acercaba a ella. Con una mezcla de miedo,
asco y repulsión, apartaban la mirada de aquellos ojos que delataban la
intervención del Maligno. Cuando a su padre lo ajusticiaron con el garrote vil,
la insultaban por la calle y le decían que llegaría el día en que también a
ella la mandarían al infierno, de donde jamás debió salir. Su tía, con quien
vivía desde que quedó huérfana, no pudo soportar más la presión de la calle y
la mandó a un internado muy lejos, donde nadie la conociera. No resultó. Poco
tardaron en reconocer aquellos ojos singulares, y la vida allí, encerrada en la
institución, fue aún más despiadada con ella.
Su mirada diabólica
había quedado en la memoria colectiva y cuando, años más tarde, trató de
encontrar trabajo, la delataba enseguida. Nadie quería tratos con la hija de El Trenzas, el sanguinario terrorista
ajusticiado, y de su mujer, otra terrorista que se quitó su propia vida antes
de que le dieran su merecido. La prensa sensacionalista la acosaba por todas
partes, ansiosa de una noticia sórdida y, sobre todo, de una fotografía de sus
ojos infernales. No tenía trabajo, ni amistades, ni familiares que la
quisieran. Se escondía y sobrevivía como podía, desplazándose continuamente en
un afán infructuoso porque no la reconocieran. Y se derrumbó y acabó por creer
que tenía alguna culpa y que quizá tuvieran todos razón y fuera ella una
criatura del diablo.
Una mujer de
veintitantos años, vencida, amargada, ajada hasta el punto de aparentar más del
doble de su edad, sacó de un bolsillo de su abrigo una llave vieja, oxidada, y
abrió con esfuerzo la puerta de la casa antigua, deshabitada desde aquellas
fechas aciagas en que ocurrieron los terribles hechos de su infancia. En su
cabeza resonaban unas palabras de su padre: “bajo el segundo tablón del
fregadero”. Apartando las telarañas que se habían adueñado del recinto, levantó
el tablón y sacó la botella. La limpió y la miró a contraluz. Estaba casi llena
de un líquido oscuro que seguía traslúcido gracias a su alto contenido en
alcohol. La abrió y un fuerte olor a almendras podridas inundó el cuarto. Limpió
con su falda una vieja taza de café y se sentó a la mesa, sobre la que un sucio
y sobado mantel de hule mostraba aún unos desvaídos cuadros blancos y
colorados. Volvió a mirar a través del recipiente durante unos segundos,
hipnotizados sus ojos imperfectos por la pócima liberadora. Llenó con ella la taza…
¡y se la bebió de un trago!
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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