viernes, 10 de diciembre de 2021

EL PAÑUELO FLOREADO

 


 

8 a.m. Habían llegado puntuales a la cita. Una celadora los guió a la habitación 314: Oncología. Menos mal que nadie ocupaba la cama 2. Nadie le increparía esta vez: “Y a usted, ¿quién le ha dado vela en este entierro?” (Sí, había osado irrumpir en conversación ajena).  

            Unas la rasuraron, otras la despojaron de su bonito vestido granate (era del color de la sangre) y de las prendas interiores, excepto de la braguita, color marfil, de encajes. Les costó desposarla: la alianza se resistía; al final, el hilo de pita consiguió retirarla. Respetaron el esmalte sanguíneo de los dedos de los pies; era lo único que le daba resplandor, ya que nada áureo colgaba de su cuello. Rápidamente le pusieron una bata blanca de florecillas azules (algo ajadas) –¡ella, que había portado cinco camisones preciosos... (un arco iris)!–; pero se calló la boca, se dejó hacer. Llegó una celadora con su traje pantalón rosa, tan menudita..., mas de un brío inimaginable; no obstante, tuvo que frenar y esperar a que se detuviera algún ascensor... (era media mañana: mucho trasiego de enfermos en el Hospital Central de Vitoria):

            –Hasta luego y buena suerte –y apresuradamente, se marchó.

Ella observó la antesala del quirófano: una luz blanca, suave; un fuerte olor a éter. Apareció la anestesista, con cara sonriente; sin embargo, su momentánea tranquilidad fue rota por la silueta de un hombre: ¿sería el  cirujano? ¡No, por favor, aquel esperpento con un pañuelo floreado, al estilo de las chicas del anuncio de compresas Ausonia! Seguro que todavía seguía con el jet lag en sus ojos y en su pulso. Mejor abrirle el abdomen de lado a lado que hacer incisiones; es decir, evitar la laparoscopia, para que los orificios no fueran cuatro surtidores de sangre.

            Llamó al timbre:

–Por favor, quiero ir al servicio. Por favor, por favor, quiero orinar...

Ante la  negativa de la celadora, suplicó con lágrimas en los ojos. Acudió una mujer vestida de azul:

–Quiero orinar, ¡por el amor de Dios!, se lo suplico, ayúdeme a ir al váter.

La paciente ATS le mostró la botella medio llena...

–Tranquilícese –le dijo, mientras le acariciaba la mano (la cara no, pues la tenía casi cubierta por la mascarilla de rigor).

La paciente se acordó de José, de cómo, en su obcecación, reventó la sonda que tenía en la próstata (lo trasladaron desde el sanatorio de Artxanda, en Bilbao, hasta el hospital de Cruces). Cuando volvió, sedado hasta las cejas, no pronunció palabra, ni su reloj de pulsera incordió –clip, clap; clip, clap; clip clap...– a los intolerantes enfermos.

Los ayes de la recién laparoscopiada eran mortecinos. La celadora, sin dilación, cada cuatro horas, le administraba ora un paracetamol, ora un Nolotil, con un sorbo de agua.

Amaneció el 23 de octubre: 24 horas de suplicio. “Retírenle la sonda”, dijo el hippy hawaiano. Durante horas, la paciente fue sintiendo los coletazos imaginario-reales.

            24 de octubre, a las 13h. Entró el cirujano con su indumentaria verde y su pañuelo floreado:

El alta –y sonriente, le ofreció un dossier de hojas amarillas.

Medio levitando, el ángel equivocado lamentó su escrutinio (¡qué  desconsideración!).  Con un apetito voraz de todas las glándulas salivares al abordaje, la mujer saboreaba, a placer, el plato de la merluza a la marinera... Se abrió la puerta. El nuevo acompañante le espetó al cirujano:

–Y a usted, ¿quién le ha dado vela en este entierro?

La incrédula mujer dejó de rebañar el plato; escuchaba, medio catatónica, las cancerosas palabras del hippy hawaiano:

–Lo siento, me he equivocado: estos son sus papeles.

 

                                                San Vicente de la Barquera, a 7 de diciembre de 2021

                                                 Isabel Bascaran©

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