El aroma a baños de tomillo al volver de un domingo en el campo, el de
las tostadas quemadas por la mañana o el de la pastilla Heno de Pravia del
lavabo de casa. También el tufo de los tubos de escape de los autobuses o el
olor a cera e incienso de los domingos. El metro, el metro también huele. Todos
ellos son los dulces olores de mi
infancia.
Luego llegaron las luchas de perfumes en casa de mi amiga, a saber si
eran de hombre o de mujer, y entre gritos de guerra y risas nos perfumábamos
para las noches de marcha en Pachá o en Oh Madrid o donde fuese. Y de vuelta,
un tremendo olor a tabaco en el pelo. Ese pelo largo y abundante que tenía que
meterse en la cama conmigo. Y llegó el olor a Paco Rabanne, que pasó a ser
Eternity, mezclado con el del aceite de motor que había que mezclar con la
gasolina. Y, si el placentero sonido del piano de mi madre a la hora de la
siesta oliese, también habría que apuntarlo; pero no, no hule. Eran momentos de
fuertes emociones, de grandes contrastes que olían a una adolescencia que se
marchaba para dar paso a la madurez. Fueron los años salados.
Y llegaron los días de Nenuco y pañales, de mucho trabajo y poco sueño.
Olor a independencia, a vida nueva. También de proyectos, viajes con sus mil y
un olores. Y como resultado, un sabor agridulce.
Ciertamente mi vida huele como el mejor de los rámenes. Y es que dicen
los cocineros que, para que un plato sea perfecto, tiene que tener los cuatro
sabores: dulce, salado, ácido y amargo, y que al mezclarse hacen que la comida
sea deliciosa.
Pero, ¿sabéis que existe un quinto sabor, que es el sabor umami? Es el
equivalente, en sabores, al sexto sentido. Pues ha sido este, el sabor umami,
el que ha dado perfecto olor a cada etapa de mi vida.
Almudena
Pascual©
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