Al abrir los ojos
aquella mañana, sintió el calor de los rayos de sol que entraban directamente
por la ventana. La casa guardaba silencio. Se desperezó y se levantó. Pasó por
cada habitación para comprobar que todo el mundo seguía durmiendo. Aún era
temprano y no quería despertar a nadie, así que bebió un poco de agua en la
cocina y salió a la calle.
Hacía fresco, y el gallo
más próximo era de esos perezosos que reniegan de sus instintos al mínimo
atisbo de sobreesfuerzo. Se dio prisa en llegar a la casa que había dos calles
más allá. Saltó la portilla con energía y fue por la parte de atrás, donde la
ventana de la cocina siempre estaba entreabierta. Al cruzarla, aspiró el olor a
lavanda tan característico que inundaba cada rincón. Subió por las escaleras
sin hacer ruido, y entró en la habitación del final de un largo pasillo lleno
de cuadros y fotografías.
La penumbra se apoderaba
del lugar, iluminado apenas por unas pequeñas rendijas de luz que entraban
entre las tupidas cortinas de color salmón. En la cama, estaba ella. Dormía. Se
sentó a su lado para contemplarla. Los tirabuzones de color plateado que se
escaparon durante la noche de su trenza reposaban sobre su rostro y sus
hombros. Su gesto amable no cambiaba ni dormida, ni enferma. Porque le quedaba
poco, tan solo un par de suspiros. Él lo presentía; no superaría la semana.
Estaba demasiado mayor y débil, aunque hasta a él le costaba creerlo. Ella
siempre había sido muy fuerte; desde que la conocía, jamás le habían fallado
las fuerzas para ayudar a quien lo necesitase; para trabajar, para dar su
cariño a todo el mundo. Siempre sonreía. Su bondad iluminaba más que el propio
sol. Pero ahora moría y fue inevitable que las lágrimas de su amigo cayeran
tímidamente y en completo silencio.
Decidió irse. Para él,
esa había sido su despedida. Corrió escaleras abajo y pretendía salir por la
misma ventana por la que había entrado, pero al hacerlo tiró un pequeño jarrón
con lavanda, que se desparramó por la encimera. Miró la planta, se acercó y la
olió cerrando los ojos. Recordó cuando era pequeño: ella le había cuidado con
amor, le daba dulces cada vez que le veía. Le visitaba casi todos los días y
siempre preguntaba por toda la familia. Le encantaba cuando ella pasaba sus
suaves manos por su cabeza, cuando ella dejaba que durmiera en su regazo en
silencio. Habían crecido, y la dramática nostalgia lo embargó: todo acabaría en
tan solo un momento, sumiéndose en la soledad; él y el olor a lavanda.
Cogió una de las
pequeñas flores y volvió a subir a la habitación. Dejó la flor en la anciana
mano que reposaba sobre el estómago. Estaba triste, roto, desesperanzado.
Lloraba de nuevo, no podía remediarlo. La miró un segundo; ella sonreía
dormida. Estaba mayor, pero seguía siendo muy hermosa. No pudo más y se
desplomó a su lado. De su interior, se produjo un lamento que la sobresaltó. Despertando
de golpe e incrédula, lo miró, y se le partió el corazón. Le atrajo hacia sí y
le acarició suavemente, todo lo que le permitieron las fuerzas.
–No llores, pequeño, la
vida es así. Gracias por ser uno de mis mejores amigos. Jamás pensé que… –tosió
fuertemente y él se asustó– que un gato pudiera sentir más que muchas personas.
Te quiero, pequeño.
Quedaron tendidos en
aquella cama durante largos minutos, llorando en silencio. Un par de horas más
tarde, los encontraron allí; seguían juntos, inmóviles, con el corazón parado.
Ella murió por la vejez y él, por el dolor de perder el mayor amor que había
podido sentir.
Dicen, después de los
años, que aquella vieja casa de pueblo, ya abandonada, aún huele a lavanda.
Alba Ortega García©
No hay comentarios:
Publicar un comentario