lunes, 16 de enero de 2023

SOLA LAVANDA

 


 

Al abrir los ojos aquella mañana, sintió el calor de los rayos de sol que entraban directamente por la ventana. La casa guardaba silencio. Se desperezó y se levantó. Pasó por cada habitación para comprobar que todo el mundo seguía durmiendo. Aún era temprano y no quería despertar a nadie, así que bebió un poco de agua en la cocina y salió a la calle.

Hacía fresco, y el gallo más próximo era de esos perezosos que reniegan de sus instintos al mínimo atisbo de sobreesfuerzo. Se dio prisa en llegar a la casa que había dos calles más allá. Saltó la portilla con energía y fue por la parte de atrás, donde la ventana de la cocina siempre estaba entreabierta. Al cruzarla, aspiró el olor a lavanda tan característico que inundaba cada rincón. Subió por las escaleras sin hacer ruido, y entró en la habitación del final de un largo pasillo lleno de cuadros y fotografías.

La penumbra se apoderaba del lugar, iluminado apenas por unas pequeñas rendijas de luz que entraban entre las tupidas cortinas de color salmón. En la cama, estaba ella. Dormía. Se sentó a su lado para contemplarla. Los tirabuzones de color plateado que se escaparon durante la noche de su trenza reposaban sobre su rostro y sus hombros. Su gesto amable no cambiaba ni dormida, ni enferma. Porque le quedaba poco, tan solo un par de suspiros. Él lo presentía; no superaría la semana. Estaba demasiado mayor y débil, aunque hasta a él le costaba creerlo. Ella siempre había sido muy fuerte; desde que la conocía, jamás le habían fallado las fuerzas para ayudar a quien lo necesitase; para trabajar, para dar su cariño a todo el mundo. Siempre sonreía. Su bondad iluminaba más que el propio sol. Pero ahora moría y fue inevitable que las lágrimas de su amigo cayeran tímidamente y en completo silencio.

Decidió irse. Para él, esa había sido su despedida. Corrió escaleras abajo y pretendía salir por la misma ventana por la que había entrado, pero al hacerlo tiró un pequeño jarrón con lavanda, que se desparramó por la encimera. Miró la planta, se acercó y la olió cerrando los ojos. Recordó cuando era pequeño: ella le había cuidado con amor, le daba dulces cada vez que le veía. Le visitaba casi todos los días y siempre preguntaba por toda la familia. Le encantaba cuando ella pasaba sus suaves manos por su cabeza, cuando ella dejaba que durmiera en su regazo en silencio. Habían crecido, y la dramática nostalgia lo embargó: todo acabaría en tan solo un momento, sumiéndose en la soledad; él y el olor a lavanda.

Cogió una de las pequeñas flores y volvió a subir a la habitación. Dejó la flor en la anciana mano que reposaba sobre el estómago. Estaba triste, roto, desesperanzado. Lloraba de nuevo, no podía remediarlo. La miró un segundo; ella sonreía dormida. Estaba mayor, pero seguía siendo muy hermosa. No pudo más y se desplomó a su lado. De su interior, se produjo un lamento que la sobresaltó. Despertando de golpe e incrédula, lo miró, y se le partió el corazón. Le atrajo hacia sí y le acarició suavemente, todo lo que le permitieron las fuerzas.

–No llores, pequeño, la vida es así. Gracias por ser uno de mis mejores amigos. Jamás pensé que… –tosió fuertemente y él se asustó– que un gato pudiera sentir más que muchas personas. Te quiero, pequeño.

Quedaron tendidos en aquella cama durante largos minutos, llorando en silencio. Un par de horas más tarde, los encontraron allí; seguían juntos, inmóviles, con el corazón parado. Ella murió por la vejez y él, por el dolor de perder el mayor amor que había podido sentir.

Dicen, después de los años, que aquella vieja casa de pueblo, ya abandonada, aún huele a lavanda.

 

Alba Ortega García©

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