Ahora o nunca, tenía que hacerlo. Tras
el empacho, por séptima vez, de “Hacia rutas salvajes”, estaba decidido: había
que volar y abandonar el nido.
Dejo una nota a mis padres,
diciéndoles que si alguna vez me volvían a ver sería convertido en algún tipo
de héroe o estrella de las finanzas. Y por supuesto, deseándoles un feliz año
nuevo.
Salgo de la casa, con una minúscula
mochila y trecientos euros, que no es mucho, pero pensaba buscarme la vida. Una
vez fuera, percibo el penetrante olor de la hierba recién cortada, respiro
hondo para no olvidar ese aroma, me giro y hago una peineta a mi casa de toda
la vida.
Me encauzo hacia la gasolinera del
centro comercial donde había quedado con los del BlaBlaCar —sí ya sé que no es
muy aventurero, pero de alguna forma tenía que empezar—. De camino, al pasar
junto a un Burger King, me entra gusa y hago mi primer avituallamiento para
apretarme un doble Whopper y unos Nuggets.
Seat León negro a la vista. Me acerco
y sale un tipo en chándal y riñonera con el pelo recortado por los laterales a
lo futbolista y me dice que pase dentro, que van con prisa. Entro y en el
asiento del copiloto va postrada una jíbara igualmente uniformada con chándal,
moño informal y unos aros colgando de sus lóbulos más grandes que mi mano.
—Esta es la Jenny, o la moños, chaval, mi piba de toda la
vida, ¿verdad que sí, mi moñis? —y le toca una teta al son de ¡moc, moc!— ¡Qué
haría yo sin ti, mi moñitos!
—Ponte el cinto, que salimos.
Suena a todo volumen una mezcla de
electro-latino, reguetón y trap que por momentos era vomitiva. Pero lo peor no
era eso, sino que llevaban un ambientador de coche colgando del retrovisor que,
en conjunción con el hedor a nicotina que exhalaba la mugrienta tapicería,
hacía aquello insoportable. A los 100 km aproximadamente, no podía más; les
dije que parasen, que me estaba mareando, pero como el volumen estaba tan alto
y coreaban todas las canciones, los muy cabrones, no me escuchaban. Yo
aguantaba con toda mi alma, me entraron arcadas y vomité, pero pude contenerlo dentro
de la boca totalmente llena durante unos minutos. Y estos seguían con el “dale
más gasolina, porque le gusta la gasolina”. Me entraron más arcadas, pero en mi
boca ya no cabía ni un escupitajo. Aquello fue una explosión, como si hubiese
estallado una olla a presión. Los trozos de hamburguesa y pollo se esparcieron
por todo el habitáculo, especialmente sobre el parabrisas, que prácticamente se
quedó opaco, y aderezaron las cabezas, moños y chándales de los respectivos.
—¡HIJO DE PUTAAAAA! ¡TE VOY A MATAR!
Tiraron del freno de mano y dimos un
par de trompos hasta que el coche se detuvo. Salió el prenda con un machete en
la mano, y la choni me abrió la puerta con señal unívoca de que tenía que
salir. Me agarra del pelo y, arrastrándome, me patean entre los dos, me escupen
no sé cuántas veces, se meten en el coche y se van con el parabrisas a tope de
vómito y sin limpiar. No sé cómo podían ver, y además se les olvida el machete.
Tras dos días durmiendo bajo el cobijo
de los árboles, por fin llego a una pequeña ciudad y lo primero que veo es un
cine, lo cual pienso que me vendrá bien para evadirme y descansar un rato. Ni
me fijo en la cartelera, estoy muy cansado. No hay mucha gente, seremos unos
veinte. Me siento lo más atrás posible. Aquello tiene un olor también especial,
una mezcla de Ozonopino con amoniaco perfumado. Percibo que hay un trasiego
importante de gente moviéndose por el cine y cambiándose de butaca. Veo que alguien
se dirige hacia mí y se sienta a mi lado. Le miro, me sonríe diabólicamente y
me coloca la mano en la entrepierna. Le meto un cabezazo y salgo corriendo de
allí.
Abandono esa ciudad de provincias y
sigo rumbo hacia el norte, hasta que unos días después llego a una hermosa
villa marinera. Me tumbo en la playa a dormir anestesiado por el olor a salitre…
Al rato me despiertan y es un negro que me dice que la marea está subiendo y
que si no me muevo me empaparé. Charlamos un rato, me cuenta todas sus penas
que son una barbaridad, y me consigue un curro de producción para la cabalgata
que será esa misma tarde. Me ofrece oler algo de Popper, pero le digo que no;
aquello es una mezcla de benceno con nitrito de amilo que te hace perder la consciencia
durante veinte segundos —realmente lo utilizan los gais en sus orgias para
dilatar el esfínter, pero mi negro lo huele para evadirse. Él es Baltasar.
Mi cometido es encender los fuegos artificiales
desde la torre del campanario de la iglesia. Empieza la fiesta, huele a pólvora.
Veo entre la humareda que Baltasar ha subido también a la balconada del
campanario.
—¡Pero qué hace éste aquí! —me digo.
Se coloca una soga alrededor del
cuello, inhala con energía del frasco de Popper y se lanza al vacío. La
multitud que está abajo, en la plaza, grita espantada al ver al rey mago colgando.
Yo, sin dudarlo, desciendo por su cuerda y, con el machete de los canis, la
corto y caemos los dos sobre la multitud de familias con niños.
Al día siguiente, decido que ya he
tenido bastante aventura y regreso a casa en otro BlaBlaCar, esta vez sin
percances. Entro en el jardín y me vuelve el olor a hierba. Mis padres me
saludan como si nada, debo de ser invisible, y les dejo un recorte de periódico
donde se me ve junto al negro con el titular de “Heroico adolescente salva a Baltasar
y su cabalgata”. Sinceramente, no creo que lo lean.
Enciendo la Play y me recreo con todos
los olores de los últimos días.
Óscar Nuño©
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