Lo habían pedido tantas veces... Por fin, llegó el perrito.
Olisqueaba a Nerma y a Rena. Se dejaba abrazar, jugaba con ellos, corría a su
vera y los tres saltaban de alegría. Nítsam crecía como si en la comida le
inyectaran crecederas; mas los dueños sabían que, como mastín pirenaico, iba
a llegar al metro de altura. Según
crecía, más noble y leal se mostraba: Nerma y Rena introducían sus manos en la
bocaza del perrín y éste retiraba sus dientes como si fueran retráctiles. Según llegaban de la ikastola,
Nítsam se abalanzaba, como un cohete, hacia la puerta del taxi, los
olfateaba, los liberaba de sus mochilas y, cual Cicerone, los llevaba a
saborear las meriendas que la querida landlady les había preparado. Después, sus amores lo
llevaban a pasear; libre de ataduras y sin bozal.
Una tarde calurosa de mayo, antes de que llegara el taxi, Nítsam
apareció renqueante ante la landlady que, con la llave inglesa en la
mano, intentaba arreglar el grifo del regadío. Ésta, oliendo a pólvora y
siguiendo el trayecto del cartucho, se enfrentó con palabras ofensivas al
vecino, que, con la escopeta aún al hombro, le respondió de la misma forma, y
dejaron de hablarse. Un silencio dubitativo se cernió sobre el can; pero el
dueño, veterinario, lo sanó como a un
ángel; no, no, no podía ser otro Lucifer.
Los corderitos, regalo, que provenían del pastor, fueron
congelados, mientras el hielo que se extendía sobre los adultos se fue
licuando, asedándose...
En el atardecer noche, mientras los amores del can disfrutaban
de una chocolatada y la landlady seguía abriendo el grifo con la llave
inglesa, apareció el perro con la cabeza entre sus patas delanteras.
–Hola, Nítsam... ¡Pero mírame! De
sus belfos, caían unos hilillos rojos. Ante aquella bolsa colorada que era la
boca canina, no le cupo ninguna duda: corrió hacia el rebaño, que aparecía
formando un círculo inescrutable. Corrió unos veinte metros y allí, en un
charco de sangre, con la nalga derecha magullada, mordisqueada, la yugular
humeante, yacía el cordero moribundo. La madre de los chavales salió de su
inocencia y le atizó tres golpes en el entrecejo del animal, que se despanzurró
y lanzó al aire los últimos estertores, y descansó la víctima desvalida.
El querido dueño, ciego por las lágrimas que brotaron de su
corazón agónico por la acción macabra que iba a cometer…, mas aliviado porque
no habían sido su hija Nerma y su hijo Rena los asesinados, portaba sobre su
hombro izquierdo la escopeta juez. El
perrazo, sin que hubiera sufrido ningún exabrupto, dócilmente, seguía los pasos
hacia su libertad. No hubo palabras de odio, nadie le pronunció su muerte;
admitía su culpa, su insaciable, su irreprimible deseo de manjar ovino, y
ahora, situado delante de su amigo, se ofreció al primer escopetazo que le
llegó a la esquilada yugular; el segundo cartucho le abrió las tripas. Ambos
olfatearon el olor a chamusquina, a carne frita, a los intestinos asados al
chilindrón... El tercero fue al entrecejo (hasta entonces los ojos de Tínsam
permanecieron abiertos, arrepentidos...). Sin pensarlo más, el doliente amo se
guardó el cuarto y último cartuchazo en el bolsillo pectoral de su chaleco,
camuflado.
Isabel
Bascaran Garechana©
San
Vicente de la Barquera, 14 de enero de 2023
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