Los
pasos apresurados de Martina resuenan por el patio desierto del cuartel. Viene
a avisarme de que hay un rescate, urgente, como siempre. Esta vez le ha dado
tiempo a vestirse reglamentariamente; no siempre lo hace, no siempre tiene
tiempo, sobre todo cuando su novio la visita, no me digáis por qué. Ella no lo
sabe, pero yo estoy preparado, he sentido el zumbido del helicóptero que en
menos de dos minutos aterrizará en el helipuerto de la azotea. Oigo ese aparato
antes que ella, antes que cualquier otro rescatador, y lo aprovecho para estar
listo, que luego todo son prisas. Viene sola; otra pareja de guardias está en
la zona y se acercará al lugar del accidente.
Apenas
ha entrado en mi rincón, se sorprende de que yo ya sepa que hay función –nunca
me ha preguntado cómo puedo saber que hay un aviso si es ella la que coge el
teléfono–. Nos miramos y corremos hacia la azotea. El helicóptero tarda apenas
un minuto en llegar. Debe de ser muy grave lo que ocurre, pocas veces tarda tan
poco; en nada nos enteraremos. Pero si voy yo, está claro que es por dos
motivos: aludes o alpinistas extraviados.
En
el helicóptero, vienen piloto, copiloto, médico y operador de grúa. Ponen unos
cascos a Martina y empieza el parte: como siempre, el jefe de sala del 112 dará
por radio las instrucciones. Primero, indica al piloto el punto exacto. Puedo
verlo en la pantalla, está cerca, serán menos de cinco minutos de vuelo a más
de 200 km por hora. Después empieza a contar a los presentes la información de
la que dispone en un lenguaje conciso, militar: dos hermanos varones, de 23 y
24 años, estaban haciendo fuera de pista en la zona del Risco; el menor, en
snowboard; el mayor, en esquí. El esquiador ha provocado una avalancha que ha
sepultado al menor. Han pasado en este momento 12 minutos desde el aviso, puede
que unos 15 desde la sepultura. Otros esquiadores que están por la zona están
colaborando en la búsqueda.
En
ese momento, el jefe de sala hace una pausa. Martina está a punto de preguntar
si la gente que colabora ha conseguido acotar la zona donde puede estar el
sepultado, pero la voz desde el centro del control prosigue para decir las
palabras que nadie quiere escuchar jamás cuando va a un rescate por aludes: "La
víctima no lleva ARVA. Lo siento, chicos. Suerte y seguimos en contacto".
Se
hace el silencio. Todos vuelven su mirada hacia a mí. Si ese pobre diablo no
lleva el aparato, la posibilidad de encontrarlo se reduce mucho, muchísimo, y
todo va a depender de mí o de la fortuna del trabajo con las sondas. El
silencio se interrumpe con las maldiciones de Martina.
–¡Putos
críos de mierda, joder! ¡Qué pintan fuera de pista después de una nevada de un
metro, sin ARVA, sin medios!
Tengo
que confesar que me gusta esta chica cuando se pone así. En el fondo, estoy un
poco enamorado de ella, lo confieso. Llevamos años trabajando juntos, pero yo
me jubilo en nada y a saber dónde acabo. Ella es joven, tiene toda la vida por
delante; además, es mi jefa y en el cuerpo no estaría bien visto, es algo
platónico. Me sacan de estos pensamientos sus brazos revisando mi arnés, como
manda el protocolo. Vamos a aterrizar, no hay tiempo que perder. Andamos por el
minuto 19 desde la sepultura, y todos aquí sabemos que, a partir del 10, cada minuto
transcurrido es un cinco por ciento menos de posibilidades de supervivencia.
Cuando
se abre la puerta del helicóptero, el paisaje es desolador: el alud es
grandísimo; el superviviente está aterido de frío, llorando, con las manos
ensangrentadas de cavar con ellas desnudas en la nieve buscando a su hermano;
llora y grita "¡ayudadme, encontradlo, por favor. Pablo, no te mueras!",
repite una y otra vez.
Apenas
hay seis o siete esquiadores buscando con sonda, esto es como encontrar una
aguja en un pajar. Acaban de llegar los dos compañeros que estaban por la zona
y me abrazan deseándome suerte. Saben de mi experiencia en estos casos; también,
que estoy ya un poco mayor, así que me dedican una mirada condescendiente antes
de ponerse con las sondas a buscar.
Martina
y yo observamos el área del alud, mientras el médico trata de tranquilizar al
hermano de la víctima. Puedo oler su miedo, su sangre y sudor; se cambiaría por
su hermano menor. Han pasado ya 24 minutos...
Yo
empiezo a correr hacia un pequeño abultamiento, mi olfato me dice que ahí puede
estar la mochila. Corro como un loco y efectivamente, excavo un poco y allí
está. El chico no puede estar muy lejos. Aviso para que todo el mundo venga y
lo hacen sin dudar. Martina no da crédito. Mientras llegan, doy vueltas en círculo
unos metros ladera abajo y… ¡bingo!, hay un rastro en la nieve, el chico ha
perdido los esfínteres y también puedo olerlo.
Nadie
hace preguntas y se ponen a cavar donde he marcado. Estoy exhausto. Los minutos
pasan, 28, 29... y, de repente, una bota, el pantalón y por fin la cabeza. Se
hace el silencio y, cuando han pasado 30 minutos, cuando la vida ya no debería
acompañar a ese muchacho...
–¡Está vivo! –vocifera el médico.
A
partir de ahí, todo va rápido. Evacúan a los chicos. Los demás nos quedaremos
allí hasta que vuelvan a por nosotros. “Sobrevivirá”, dice el médico, ya desde
la radio del helicóptero.
Entonces
Martina me abraza, emocionada, puedo sentir su calor. Ambos sabemos que esta
puede ser la última vez, me jubilo en dos semanas y por suerte estos accidentes
no son habituales. Me mira y ella también me dice con sus ojos que me quiere,
un poco, a su manera. Pienso que quizás lo nuestro tiene futuro, pero qué sabré
yo, si tan solo soy un viejo perro de rescate.
Santos Gutiérrez©
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