Arthur Tightwill pertenecía a ese numeroso club de convencidos
del «tanto tienes, tanto vales». Y el señor Tightwill, a sus 55 años,
básicamente tenía dos cosas: una hija a la que adoraba y muchísimo dinero.
Así
las cosas, cuando tras un accidente su hija quedó en estado de coma profundo,
tomó cartas en el asunto. Y en verdad, este señor tenía en su mano toda la
baraja.
Convocó
urgentemente a sus gestores, esas personas incapaces de resolver ningún
problema, pero que siempre conocen a quien sí puede, por complicado que sea el
asunto.
Y
así, tres semanas después, el magnífico prado que se extendía delante de su
mansión se convirtió, como por obra del genio de la lámpara, en una especie de
ciudad científica y centro de I+D. Era de ver aquella extensión, como tres
campos de fútbol, llena de carpas y edificios. A vista de pájaro, parecía una
nueva Meca, girando todo alrededor del edificio central que, como improvisada
Kaaba, guardaba el tesoro supremo: el módulo médico que daba soporte vital a su hija.
A
aquel ejército, mejor aún, afinadísima orquesta de científicos conducida por la
doctora Taylor, se dirigía el señor Tightwill desde el balcón de su mansión:
―Sean bienvenidos y reciban mi
agradecimiento. Soy consciente de lo monumental de mi objetivo, y aunque lo
conocen sobradamente, quiero recordárselo ahora:
»Mi
hija se encuentra en estado vegetativo. Me aseguran que no sufre, aunque yo
dudo mucho eso. Pero indudablemente no es feliz y yo quiero, por encima de
todo, que lo sea. Para ello, no es necesario que se recupere completamente
(algo imposible, según dicen), pero sí que sienta internamente las experiencias
de felicidad que hubiera tenido en una vida normal.
»Dentro
de esto, tienen amplio margen de maniobra y recursos ilimitados. No quiero
explicaciones técnicas, solo resultados. Espero que haya quedado
suficientemente claro.
Y
había quedado claro. Apenas una semana después, recibía en su despacho a una
pequeña delegación, encabezada por la doctora Taylor.
―La
idea es sencilla. Manteniendo siempre estable su estado vegetativo, induciremos en su cerebro diferentes
experiencias agradables para ella, elegidas cuidadosamente tras estudiar su
análisis psicológico y sus vivencias anteriores. Las sensaciones se evocarán
prioritariamente en sus centros visual, auditivo y táctil, aunque puntualmente
también induciremos sensaciones gustativas cuando evoquemos episodios de comida
o bebida; ella estará totalmente convencida de que es real. Y hay más buenas
noticias: la interfaz visual y auditiva está tan avanzada que podremos seguir a
través de un monitor todo lo que ella crea ver y oír.
Todos
aguardaban con ansiedad la reacción del señor Tightwill.
―Entiendo.
¿Y qué hay del olfato, es que no va a percibir olores? ―el tono era el del que
ha pedido jamón de Jabugo y le sirven mortadela.
En la delegación se miraron
con alarma. La doctora Taylor intervino:
―Por
supuesto que lo hemos valorado, pero hay ciertos… obstáculos. En primer lugar,
es un sentido del que, por razones que desconocemos, no hemos conseguido un
modelo estable. Lamentablemente, también hay otra razón, y más importante: el
equipo médico nos advierte de que, si no incorporamos los implantes cerebrales
en tres meses, su cerebro, aunque va a seguir estable, ya no los admitirá.
El
señor Tightwill se levantó.
―Escúchenme
bien, porque esto no lo sabe nadie fuera de esta sala, y pretendo que siga
siendo así. A mí me quedan aún menos meses de vida, así que hagan como dicen,
pero espero, por el bien de todos ―y su voz cobró un tono amenazador―, que
funcione.
Y
funcionó. El señor Tightwill pudo comprobar cómo su hija Alicia disfrutaba
yendo de compras, a cenar con amigas, jugaba al tenis, pintaba y también, no
sin cierto sonrojo, cómo tenía entusiastas encuentros amorosos. Pero claro, eso
era bueno, muy bueno.
Todo
iba bien, hasta que repentinamente apareció en el monitor un destartalado
establo. Por una de sus ventanas asomaba la cabeza de un caballo tordo. En el
interior de su mente, Alicia exclamó:
―¡Qué
alegría, si es Nube…! Pero... ¿aquí qué pasa?, ¡si no huele a nada!
―¡¡Yo
les diré lo que sucede, pandilla de incompetentes!! ―bramaba el señor
Tightwill―. Siendo mi hija una niña, le regalé ese caballo, pero se rompió una
pata y sufría tanto que ella misma me rogó que lo sacrificara. Ella lo adoraba:
por las noches, antes de acostarla, en lugar de leer cuentos, me pedía que la
llevara al establo; luego se dormía recordando su olor, y ustedes, estúpidos,
¡¡lo han eliminado!!
Todos
enmudecían. Finalmente, la doctora Taylor intervino:
―Señor
Tightwill, lamentamos mucho lo ocurrido, pero ese recuerdo, que nosotros no hemos puesto, indica algo grave
que lo que nos acaba de contar confirma: su hija está sufriendo e intentando
marcharse de este mundo, pero no puede porque la estamos reteniendo.
Un
incandescente señor Tightwill rugió:
―¡¡¡Yo
diré cuándo puede irse cada uno!!!, ¿entienden? Y ahora les digo que se vayan
todos, aunque espero tener mañana a primera hora un plan que funcione encima de
mi mesa. ¡Fuera de mi vista!
A
la mañana siguiente, el señor Tightwill de nuevo se dirigía a todos desde el
balcón de su mansión:
―Hace
unos días les pedí un gran esfuerzo, y les estoy enormemente agradecido porque
han logrado mucho más de lo esperable. Hoy, sin embargo, quiero rogarles que
recojan sus efectos y regresen a sus casas. Se les abonarán sus honorarios
completos..., más un extra.
Y
mirando a la doctora Taylor, dijo:
―Tan
solo quisiera mirar una última vez por el monitor. Luego…, ya saben qué hacer.
Arthur
Tightwill miraba el monitor conectado a su hija Alicia mientras ella estaba
siendo desconectada del soporte vital, cuando de nuevo apareció el caballo en
el viejo establo. Entrecortadamente, llegaban algunas palabras.
―¡Por
fin Nube huele como siempre! En realidad, cuando después del accidente empecé a
tener ciertas experiencias, supe que eso solo podía ser cosa tuya, papá. ¡Ojalá
pudieras oírme, te contaría lo feliz que me siento ahora que por fin puedo
marchar! ¡Ah!, y me están diciendo que nos veremos pronto...
José
E. del Olmo©
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