lunes, 13 de febrero de 2023

BETH

 


                                   

            Empezaba a entreverse el horizonte de alfombra verde desde un rincón resguardado de la mansión solariega. El brillo de un amanecer anaranjado despuntaba  a lo lejos cuando los copos de nieve caían estrellándose contra el suelo. Eran las seis de la madrugada. Beth miraba a través de los fríos cristales del gran salón. Sus ojos no alcanzaban a vislumbrar la casita de piedra caliza de color miel con tejadillo de pizarra que tanto adoraba. Allí tenía todas sus antiguas cosas. Era su refugio. Una valla blanca de madera lo rodeaba, como arropándolo de las bajas temperaturas del invierno. Ahora estaba medio sepultado por la espesa nieve. Ni rastro a olor a campo u hojarasca. Ni asomo del escenario de colinas verdes salpicadas por ovejas.

            La mansión estaba situada a las afueras de Bibury, en plena campiña inglesa. Beth, con sólo doce años, era la niña más feliz en ese paraje campestre. Pertenecía a una de las estirpes más nobles de Inglaterra, y aunque vivían en Londres, las Navidades siempre las pasaban en el bucólico pueblo.

            Se preparó un waffle con mermelada de ruibarbo y esperó al amparo del hogar a que bajaran las doncellas y también sus papás. 

James, su hermanito de cinco años, al que adoraba, aún tardaría en despertarse.

            Ensimismada mirando a la lejanía y pasado un buen rato, vislumbró una gran furgoneta blanca delante de la mansión. Le atrajo poderosamente la atención, porque por allí cerca no había ningún vecino ni pasaba nadie, ya que la casa estaba bastante alejada del pueblo. Además, el camino para llegar moría allí mismo. ¡Qué raro!, se dijo. De pronto, como un vendaval, entraron las doncellas seguidas de su mamá y, por unos segundos, se le olvido la rareza del vehículo aparcado.

            –He dormido bien, de un tirón, y no he tenido pesadillas –le dijo a su madre.

            Ésta se preparó un té Earl Grey, como cada mañana, y arrimó su taza al velador de delante de la glorieta, depositándola en él.

            –Mami: desde primera hora de la mañana, hay una furgoneta aparcada al otro lado de la calle. ¿No te parece raro?

            –A ver, cariño –contestó su madre–, eso es que la persona que la llevaba se equivocó de camino, o que se le estropeó. Ya la recogerá más tarde.

            –Pero, mamá, hoy es Navidad. No creo que venga nadie a buscarla. Además, ¿cómo es que no llamó a la casa para pedir ayuda?

            Súbitamente, la irrupción de James, su hermanito, llenó el recinto de alegría y color. Hacía las delicias de toda la familia, y ahora sí se le olvidó por completo la extraña furgoneta.

            Abrieron los regalos colocados debajo del gran árbol de Navidad, repleto de luces luminosas de un color blanco cálido, y se les pasó la mañana entre risas y alborozo.

            Fuera, la tormenta y un vendaval no remitían desde hacía horas.

            Llegó el momento del gran banquete, como cada año. Las doncellas arreglaron la mesa con esmero. Los candelabros de cristal, la vajilla de porelana inglesa Wedgwood, los cubiertos de plata y las rosas blancas, no faltaban en un día tan señalado.

            Cuando todos estuvieron sentados a la mesa, llegó el pavo asado relleno, el rey de la fiesta, acompañado de pigs in blankets, una especie de salchichas de cerdo envueltas en tocino, gravy, salsa de arándanos y coles de Bruselas. James empezó a chillar como un loco, pero el remate final fue a la hora del postre: el tan esperado Christmas pudding, relleno de ciruelas y acompañado de custard.

            Pero... antes de empezar a deleitarse y, como exigía la tradición en aquella casa, James se subió a una silla y empezó a contar un chiste sobre un niño pequeño y bastante travieso que continuamente hacía preguntas pícaras a los papás o la profesora. Todos se rieron de buen grado, ya que siempre contaba el mismo. Las risas y el crepitar de los leños de la chimenea tejieron de cantos cada recoveco de la mansión.

            Al rato, James le preguntó a su mamá si podía salir al jardín para hacer un muñeco de nieve. La tormenta había remitido y caían pocos copos.

            –Puedes salir –le dijo su madre–, pero quiero verte delante del ventanal del salón de té. Y abrígate bien. Ponte la bufanda y el gorro de los patitos, que están colgados en el zaguán.

            –Vale, mami.

            El niño salió atropelladamente, tocando un tambor que le había traído Santa Claus.

            –¿No crees que tendríamos que llamar a la policía para que localizara la furgoneta blanca? – preguntó Beth a la madre, mientras miraba a su hermanito por la ventana.

            Todo se precipitó de repente. La furgoneta arrancó, acelerada como si de un ciclón se tratara.

            Beth chilló... ¡¡James, James!! Salió al jardín con la voz ahogada, seguida de sus padres. El muñeco de nieve estaba a medio hacer. Llevaba puesto el gorro y la bufanda de patitos. La furgoneta ya sólo era un punto en la lejanía, un enano que nunca existió.

            Contemplaron las huellas de unas enormes pisadas en la nieve. El horror, la ansiedad de lo que acababa de suceder, resultó como martillos estrellándose en sus pechos. El niño había desaparecido. Se lo habían arrebatado.

            El cazador había puesto la trampa en la madriguera, en un rincón del valle de la campiña inglesa en un entrañable día de Navidad.

            Había cazado.

                                                                             



   

            Francis Cortés Pahissa©

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