viernes, 21 de abril de 2023

LA COLORINES

 


                                                       

      Amigo Pedro, a estas alturas ya me habrías echado una bronca (delicada como todas las tuyas). Domingo y en capilla.

     Colores, nos dejas colores, como no podía ser de otra forma. También nos podrías haber dejado “placeres”, muy en consonancia contigo.

     Cada emoción, cada sensación, cada sentimiento, es de un color. No vivimos en blanco y negro. Te voy a contar la historia de La Colorines.

     Colorines tendría alrededor de 85 años, y siempre lucía un clavel de plástico en el moño. Decía que siempre se había pintado “el morro”, desde cría. Bien rojo.

     Y un azul cobalto en los ojos que te hacía pestañear al verlos. Sus ropajes no tenían edad, ni época, no conocían moda ni usanza. Cuando largos de colores brillantes, cuando cortos de tonos apagados y fulares multicolores. Esos todos de seda. Los días de fiesta se colocaba sobre la oreja un ramillete de flores silvestres, de telas de colorines. Entre las florecillas siempre relucían pequeños cristalitos.

     Nadie conocía su edad exacta. No había nacido en el pueblo, pero hacía muchos años que había anidado allí. No tuvo marido, y su único hijo llevaba una vida en las américas. Siempre lucía delantales hechos de retales de todos los colores que encontraba. Vivía con la compañía de una gata, dos patos y un jilguero. Su casa relucía como los chorros del oro. Nunca nadie cruzó su umbral, salvo el médico el día aquél que casi se ahoga. El hombre nunca comentó nada, pero muchos notaron que desde ese día la miraba con una especie de extraña veneración.

     La Colorines lucía un gran moño, donde las malas lenguas decían que podían anidar arañas, pero no exento de cierta elegancia. Era persona amable y educada, lo que no evitaba que algunos desalmados se burlaran de ella. Excéntrica y solitaria. Conocía las hierbas y sus remedios. Sus brebajes, cremas y aceites le permitían una vida digna. O eso se creía. Sólo el médico y su amiga Julia -la única que tenía, propietaria de la floristería- se ocupaban y preocupaban de ella.

      Un día no fue comprar el pan a su hora habitual, no abrió las ventanas ni regó las flores. Julia y Don Ricardo se acercaron temerosos a la hora de la siesta, la puerta no tenía la llave echada. Los animales no estaban, y La Colorines descansaba en su cama, eternamente dormida. Su cabeza coronada por pequeñas flores blancas.

     Todo el pueblo desfiló a verla, y pudo descubrir que Doña Leonor, que era su nombre, vivía en una casa blanca, donde todo era blanco, su ropa blanca (que jamás mostró), con flores blancas y su pelo blanco. El color del luto.

     Un testamento a su lado decía que su cuantiosa fortuna sirviese para crear una residencia de ancianos y becas para los niños.

     Todos los “cristalitos” que tenía eran para su querida Julia, y Don Ricardo podría renovar su consulta, y heredar su selecta y soberbia biblioteca.

     Luto por el hijo; emigrante con suerte, con mucha mucha suerte. Luto por su vida. Amor por su gente. La Colorines era blanca, muy blanca.

 Remedios Llano

Marzo 2023

COMILLAS.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por dirigir el bonito relato a tu amigo Pedro. Recuerdos a "La Colorines" y un abrazo para ti.
Pedro