miércoles, 24 de diciembre de 2014

PORQUE AMARTE…



 

Porque amarte fue lo más hermoso
que ha pasado por mi vida, y tú lo sabes,
y ese amarte es realidad
y está presente en mis sentidos,
porque amo tu figura tan sencilla,
tu mirada de cristal,
tras esos ojos tan azules,
la sonrisa de tus labios infantiles,
el suspiro que se escapa de tu boca,
el galope impetuoso de tu pecho
cuando siente mi presencia
tan cercana,
y a tus manos impacientes de las mías,
que suplican que las tome,
que les hable con caricias
y las diga que te quiero
con mis besos.

Y si amarte es algo hermoso,
nada digo de mirarte y escucharte
en el silencio,
en los ratos compartidos los dos solos,
en la música sin nombre que desgranan
los oídos,
en los cientos de susurros
que se escapan de los labios
y que llevan un mensaje a las estrellas,
en los besos que recorren tu figura singular
y que dibujan arabescos por tu cuerpo,
en la luz parpadeante de tus ojos,
en el verso que se escapa de tus manos
y que dejas en mi pecho
tembloroso...

Porque amarte es algo más que todo esto;
es estar y compartir un sentimiento
más allá de las palabras tan bonitas,
es mirar con esos ojos que tú miras,
es beber el mismo agua de la fuente
cristalina que tú bebes,
es buscar esa caricia de tus manos
y tus labios
y es sentir como tú llegas y recibes
todo eso que yo guardo en mi costado
y en mi alma.

Y si amar es algo más que un vendaval
y un remolino de pasiones desatadas,
yo lo asumo y hago mío
y eso quiero,
pues le pido al fiel nordeste que me ayude
en esta empresa
y me preste los favores de la brisa
para ser ese suspiro que desnude
los vestidos de tu cuerpo
y te haga estremecer, en un segundo,
como un lirio entre mis brazos,
mientras oyes las palabras
que te dicen al oído que te quiero
y que te amo
y que surgen de la bruma de mi alma...

Rafael Sánchez Ortega ©
07/12/14

SIN SENTIDO II (CUENTO)




LA BRUMA.

Sara quedó con su hija Béa en llevarla por la tarde para volver a observar a los extraños diminutos del encinar. La niña estuvo todo el día emocionada. Iba a ver seres de cuento pero reales y su pequeña cabecita componía y recomponía con imaginación juegos como si realmente los pudiese hacer.

Sara comenzó a preparar la merienda para su hija. Quedaba bizcocho del día anterior. Cortó un trocito, cogió un plátano del frutero y unas  onzas de chocolate. Su hija que la miraba con ansias de salir dijo: -Mamá. ¿Podemos llevar un trocito para ellos?

-No sé si comerán estas cosas, pero probaremos-. Cortó otro pedacito, lo envolvió en una servilleta de papel grande y roja y junto a un botellín de agua lo metió todo en la pequeña mochila de Béa.

La tarde otoñal era hermosa y sin viento, así que decidieron ir andando para dar un paseo.

-¿Falta mucho mamá?  ¡Me canso!

-Ya falta poco, -dijo su madre, y pensó que quizás fuese mucho trecho para ella, pero recordando que era un torbellino de la mañana a la noche, no creía que fuese para tanto la caminata. No obstante hicieron un pequeño descanso; se sentaron en unas  piedras al borde de la carretera y contemplaron el paisaje con sus grandes montañas y valles.

Por fin llegaron. No había manzanas en el suelo, ni seres extraños pululando entre la hierba, solo vacas pastando en la parte alta de la finca.

-¡Yo quiero verlos! ¡Yo quiero verlos! -decía la niña.

Fueron derechas hacia las rocas con las encinas, y en la penumbra vieron a los pequeños seres acurrucados en el tronco vacío, y al ver a quién les había ayudado, salieron de su escondrijo. Se conoce que tenían miedo de las vacas.

Béa estaba asombrada y dichosa.

-¡Hola! ¿Queréis merendar conmigo? Y sin pensárselo dos veces sacó la merienda de su mochila y el trozo de bizcocho para ellos, que relucía en medio de la gran servilleta.

Los diminutos seres se pusieron alrededor mirando como comía.

-¿Veis? Esto se come, está muy rico. Lo ha hecho mi mamá.

Uno de ellos, el más alto y atrevido dio con su manita un pellizco, se lo llevó a la boca y se lo comió. Al rato fueron todos los demás y poco a poco la servilleta grande y roja se quedó vacía. Ahora parecía una gran alfombra para ellos en la que mostraban su contento levantando sus bracitos, cual alegre baile.
De repente, todos se fueron hacia el montón de bellotas y se pusieron a trabajar. Al rato pusieron con gran alboroto en la muñeca de Béa una graciosa pulsera hecha con los frutos ensartados en un trozo de junco.

-¡Mamá, mamá, mira qué bonita! La niña estaba encantada con el regalo.

La tarde iba pasando. De pronto el sonido de los campanos se escuchaba cada vez más y más cerca. Eso significaba que las vacas estaban bajando hacia donde ese encontraban ellas.

Salieron del recinto y contemplaron estupefactas que una bruma algodonosa se acercaba vertiginosamente y por eso los  animales se ponían al resguardo en la zona baja. En pocos segundos todo quedó blanquecino.

-¡Mamá, qué miedo! No veo y ahora hay vacas.

Aquello, que comenzó como una bruma, se había convertido en una espesa niebla, y lo peor era que habían venido andando.

-Será mejor llamar a tu padre para que venga a recogernos. Me imagino que ya habrá venido del trabajo.-dijo Sara echando mano al bolsillo en busca del teléfono móvil, y sacando la mano vacía. ¡Se lo había dejado en casa!

Sara no tuvo más remedio que coger a su hija en brazos.

¡Cómo pesas, que grande estás ya! –la dijo, estrechándola entre sus brazos y dándole un sonoro y largo beso.

Menos mal que las vacas eran tranquilas; algunas estaban ya tumbadas y pudo ir esquivándolas hasta llegar al camino que enlazaba con la carretera.

-Bueno cariño, ya estas a salvo, pero me temo que tendrás que caminar agarrada de mi mano hasta llegar a casa.

Béa miró a su madre con cara compungida y se apretó contra ella. Iban despacito y por la orilla, encima de la raya blanca para no tener un susto.

Ya comenzaba a oscurecer y vieron en ese momento que la verja de casa se abría y salía un coche.

-¡Es papá! –dijo Béa- Y efectivamente su padre se estaba preocupando un poco al ver que anochecía y que el móvil se había quedado en el mueble de la entrada.

Su hija se tiró en sus brazos…

-¡Papá, papá! Tenemos que contarte una aventura. Existen unos seres muy diminutos…

                   Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ
                            Noviembre 2014

BRUMA…




            Estoy abrumado. Quiero decir que me abruma la bruma. Seguro que no me entenderéis porque es muy posible que no acierte yo a explicar con suficiente claridad lo que quiero deciros. Lógico; ya lo dije al principio: estoy abrumado. Esto quiere decir que tengo un cacao mental de padre y muy señor mío. 

            Verás,  esta vez, Rafael nos puso como tema obligado “La Bruma”, y por más vueltas que le doy al asunto, no veo por donde entrarle al tema. Sin  saber  por qué, al pensar en la bruma, mi mente me arrastra hasta la playa, allí, cerca del espigón. Trato de mirar el horizonte, y no le veo porque una bruma densa le borró con tonos grises. Me quedo con la mente en blanco, y dejo de escribir. Cierro el ordenador, le abro al cabo de una hora, y nada más que leer el título, ya tengo nuevamente la mente abrumada con esa pertinaz  bruma de la playa. Y siempre en el mismo sitio, allí,  junto al espigón que evita que la arena de la playa tapone la entrada de la barra. Y cuanto más miro, más densa me parece la bruma. Y más gris. Y más fría. Y… yo, ¡más me abrumo!

            Dejé de escribir por tercera vez, y al iniciar la cuarta, la bruma había avanzado hasta el espigón. ¡No me puedo librar de tanta brumosidad! Y por añadidura,  un pensamiento brumoso dibujó  algo parecido a un bergantín fantasma que emergía entre la bruma, y me aterré. 

            Entonces pensé lo bien que hubiera venido esta situación para el tema del mes anterior que llevaba por título “Sin Sentido”, pero la cosa ya no lleva remedio. “Sin sentido”  fue el mes anterior, y el barco fantasma  apareció  hace  solo un par de días. Porque dime tú a mí, qué sentido tiene un bergantín a estas alturas, cuando la navegación marítima se ha modernizado de tal modo que en vez de ser empujada por el aire, los barcos  de hoy con el empuje de sus motores galopan y cortan el viento más deprisa que la jaca aquella del cantar que iba por el Puerto caminito de Jerez…  Bueno, a no ser el Juan Sebastian  El Cano, el buque escuela de los guardiamarinas españoles, que con la bruma se despistara y navegando a la deriva viniera a parar a San Vicente. Que todo pudiera ser…  
         
Te lo juro, no he fumado porros. Simplemente estoy abrumado con el tema de la bruma…

                         Jesús González ©

LA BRUMA



                                 
                          
  El día atraía a todos los sentidos.   Una atracción casi misteriosa me ligaba con el mar.  Me puse el bañador celeste, un vestido playero y las sandalias Nike; la toalla y la pamela  estaban listas en el auto.  Eché una ojeada a la tabla de mareas: bajamar a las 10:30.  Disponía de horas y más horas para mi paseo y para mis reflexiones junto al mar.  El sol lucía tan majestuoso que me llamaba desde  la playa.

  Ya en el parking, me coloqué las gafas en tiara, me quité el vestido playero, me extendí la crema protectora, a tientas, así la toalla y me froté suavemente los ojos picajosos, ¡cuánta crema desperdiciada!  Me senté en una piedra cercana, con la caricia de la toalla en los ojos.

   El sol había desaparecido al igual que las lágrimas y el escozor.  Según me adentraba en la arena, empecé a sentir frío; aceleré el paso para recuperar el calor.  Ahora eran bultos los que veía pasar a mi lado, se oía la estampida de la gente.  Me alivié en la toalla, sacudí frenéticamente la cabeza como se sacuden los animales cuando salen del agua, y decidí caminar en contra de la marea humana  Llegué hasta El Cabo, hasta la playa del Inserso  El mar iba encabritándose según subía la marea: todo era bruma y agua y me alejé diez pasos de las olas: ¡Adiós a su blandir sobre mis piernas!

El sonido de las sirenas se presentía cada vez más cerca:   uuuh… uuuh…uuuh…y pronto se mezcló con el relincho: iiih,  iiih, iiih  de un caballo.  Este era un sonido estridente, aterrador.  El miedo a ser embestida por las olas o por aquel ser mitológico me paralizó  A unos   pasos,  percibí El Pegaso: el jinete lo flagelaba para que entrara, de cara, al mar.  Pero el equino golpeaba tercamente con sus cascos la arena, echaba niebla por sus belfos, formando  nimbos a su alrededor, reculaba alzando las patas delanteras y optaba por la línea paralela a la playa.  Estaba visto que el cuadrúpedo prefería ser maltratado con el látigo que entrar en las entrañas del abismo.  El jinete y su látigo no fueron capaces de subyugar la voluntad impertérrita del caballo,  y yo me alegré.

  Con la imagen inhumana, doliente y el ambiente salobre, sudoroso, estridente y brumoso seguí alejándome del agua.  No sabía a ciencia cierta en cuál de las cinco playas me encontraba y la marea avanzaba con olas ávidas de la Pleamar.  Si me encontraba lejos de la playa de la Braña, tendría que regresar al coche por la carretera:   expuesta a un atropello, o probablemente, a una mortal caída  ladera abajo.

  Una mancha en la bruma, la mente cual nebulosa,  sin poder orientarme… Volví a percibir los cascos, a galope tendido, los músculos estirados, la bella cabeza afirmante; nuestros ojos se encendieron, vi  un destello de claridad en la bruma, vi felicidad en sus ojos a la par que su salida: La Braña.  A  él le esperaba una ducha reconfortante junto al sustento excelso.

  Cerca de la de la playa de Merón, dubitativos rayos atravesaban la bruma:   ¡A buenas horas…, embaucador y mal amigo! 

          San Vicente de la Barquera, a 27 de noviembre de 2014
                             Isabel Bascaran ©