MEDITERRÁNEO
Clara
se levantó como cada día, a la misma hora. Su masía, blanca como la espuma del
mar, se alzaba orgullosa sobre el acantilado. De hecho, olía a pinos y
buganvillas, que se extendían y alzaban por toda la propiedad. Las
puertaventanas, pintadas de un añil brillante y suave, espiaban las olas que
rompían a sus pies. Eran las seis de la mañana. Le encantaba levantarse cuando
el día empezaba a despertar.
Se
dirigió a la cocina y, como era manía en ella, calentó agua en la tetera; sólo
entibiarla, ni más ni menos. Cogió un vaso de cristal tallado y lo llenó hasta
arriba, y exprimió en él el zumo de medio limón. Ni se acordaba ya de cuántos
años llevaba repitiendo la misma historia.
Miró
a través de la ventana cuando los primeros rayos de sol nacían sobre aquel mar
azul turquesa, cegándola con aquella explosión de luz: la luz del Mediterráneo.
Salió
de la casa y atravesó descalza todo el inmenso bosque jardín. Bajó por la
escalera, en la que cada peldaño era una profunda hendidura, fría, esculpida en
las rocas. Cuando por fin sus pies se sintieron envueltos por aquella arena de
oro de su calita de la Costa Brava, respiró muy profundamente. Deslizó de su
cuerpo, muy despacio, la combinación de satén perlada, que cayó al suelo como a
cámara lenta. Su cuerpo seguía siendo aún joven, esbelto; pero frágil, aunque
su andar era firme. Se zambulló en el agua cristalina, sólo unos pocos minutos.
Salió y se puso la ropa, que se le pegó por completo a la piel.
Subió
a la masía, se duchó y extendió sobre su cuerpo una fina capa de crema Opium. ¡Cómo
adoraba aquel olor en su piel! Sus amigas le decían que a ella le olía
diferente, extremadamente suave.
Desayunó
las naranjas, las semillas y la tarta de chocolate con almendras –otra de sus
tantísimas manías–. Cogió una cesta de mimbre, que había comprado en un
pueblecito del Ampurdán, y la bicicleta. Pedaleó por todo el camí de ronda, que serpenteaba por los
escarpados acantilados, hasta llegar en pocos minutos a S´Agaró. Compró pescado
fresco y unas verduras a María, una payesa del pueblo. Dio una vuelta por las
calles adoquinadas, con sus pronunciadas pendientes, y adquirió varias cosas
que necesitaba.
Miró
el reloj de la Iglesia y vio que ya era la una. ¡Cómo pasaban las horas en aquella
bella localidad, con su buena gente y con ese cielo tan inmensamente azul que parecía
sacado de la misma paleta de Van Gogh! El corazón se le aceleraba: era su
tierra, la que ella tanto adoraba.
Se
fue a comer a un pequeño restaurante frente al mar, donde los obenques de los
barcos no dejaban de sonar. Pidió ensalada con xató y gambas de Palamós. Miró y, cuando nadie la veía, cogió el
pan redondo de payés y le hizo la señal de la cruz por el reverso, antes de cortarlo
con el cuchillo –lo vio hacer a su abuela, lo veía en su madre y ella, desde
que tuvo uso de razón, también lo hacía; era otra de sus grandes manías.
Se
levantó, pagó y se marchó, y el aire tras ella olía a oriente, de jazmín y
canela fresca, que dejaba a Mateo, el dueño, sin aliento.
Una
vez en casa, se cambió y se puso un vestido blanco de fino hilo ibicenco. Se
preparó una manzanilla y salió a la glorieta del jardín. Al salir, acarició con
ternura a Vargas Llosa, y le pareció que él le sonreía desde las tapas de La fiesta del chivo, que reposaba sobre
un velador de roble antiguo con incrustaciones geométricas de marfil. Se rió
para sus adentros.
De
repente, empezó a repasar su vida. Su hija vivía en Los Ángeles, donde
estudiaba Historia en la universidad. Su marido se iba muy temprano por la
mañana a su despacho de Barcelona. Llegaba a la hora de cenar, casi siempre con
bombones o flores…, que seguramente compraba su secretaria. Los fines de semana
cogían el velero e iban hasta Cadaqués, a ver a los amigos. Su subconsciente
estaba a muchas millas de allí, huyendo de donde sólo había cabida para el
aburrimiento que le proporcionaba aquella gente. Si algo detestaba era la gente
aburrida.
Cuando
se dio cuenta, las lágrimas resbalaban por sus pálidas mejillas hasta llegar a
sus labios rojos. El viento mecía sus cabellos como el fuego. Lo tenía todo…
¿Lo tenía todo? Reposaba, pensaba y sabía con toda certeza que sólo le quedaban
dos cosas: la soledad y su mar Mediterráneo, ese mar que nunca la abandonaría.
Francis Cortés Pahissa ©
1 comentario:
Me sorprendiste con tu relato, te lo dije en directo, pero cuando le subí al blog le volví a releer y me gusto mas que la primera vez, espero con ansias los siguientes textos... aunque del beso no tenemos tuyos espero que este mes si tengamos.
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