domingo, 8 de abril de 2012

CERRÓ LOS OJOS EL ABUELO…


Cerró los ojos el abuelo, porque ya era la hora de dormir eternamente. No niego que sentí tan largo sueño y más tras haberme camelado con su historia inverosímil.

Decía, que una vez, cuando era niño le visitaron las sirenas, esos seres que leímos en los cuentos algún día. Contaba mil cosas diferentes relativas a ese encuentro. Decía que las vio venir, jugando en la playa, y que le llamaron para preguntarle cómo se podía subir a las montañas nevadas que se veían a lo lejos. Él les dijo que había que remontar valles y colinas, subir puertos y caminar por senderos, escalar repechos calizos casi inaccesibles y que al final podría abrazar las cimas caprichosas que se dejaban querer en la distancia.

Pero ellas le dijeron que no podían hacer eso, que su condición de ser mitad pez no les dejaba caminar como los hombres y que sentían una gran tristeza porque nunca podrían sentir el beso de la nieve.

Al escuchar esto, el abuelo, se entristeció y deseando hacer realidad su deseo les dijo que cerraran los ojos, que él les hablaría y les contaría una historia y quizás podrían ver y sentir la nieve más cerca.

Ellas aceptaron y se tumbaron en la arena, cerraron sus ojos y apoyaron sus cabezas en una mano, mientras el abuelo comenzaba su relato.

"Había una vez un hermoso rebeco que vivía en las montañas. Saltaba las rocas con una agilidad sorprendente. Era capaz de buscar la comida en los sitios más inaccesibles y también de vigilar si llegaba algún visitante para avisar al resto de la manada y que se pusieran a cubierto.

Su vida era alegre y monótona, siempre condicionada al tiempo reinante y al pasto que pudieran dar las majadas y los valles. Pero llegó un invierno duro en el que primero el agua torrencial se desprendió de los cielos como si tratara de apagar algún incendio en la tierra y luego, vino una ola de frío con cantidad de copitos de nieve, que al principio causaban admiración, en los tiernos ojos de nuestro rebeco, pero que más tarde iban poblando el piso de una gruesa capa de nieve hasta el punto de que los valles y los caminos quedaron ocultos bajo ese color hermoso y cristalino de la nieve.

Nuestro rebeco salía todos los días a intentar buscar comida en ese pasto que estaba oculto bajo un manto blanco y cada vez tenía que bajar más abajo, abandonando las montañas, pasando a los montes bajos, hasta que un día vio una inmensa superficie de agua donde antes sólo existían unos bosques en una marisma. Allí vivían otros rebecos desde hacía mucho tiempo y le tuvieron que convencer que el estuario que estaba contemplando no era un lago ni era agua dulce, sino que se trataba del mar. Le hablaron de los peces, de las playas, le narraron historias de hombres que salían al mar a pescar y también le hablaron de unos seres, que parecía que salían en las playas, a cantar y a bailar y que se llamaban sirenas.

Pero tanto le hablaron de este último episodio que sin darse cuenta, el rebeco montañero se enamoró de las sirenas y pensó en buscar esas playas para ver si en ellas veía a esos seres maravillosos que le habían descrito. Quería hablarles de las montañas, de su vida en aquellas alturas, quería decirles que la nieve había llegado a besarles y ahora les estaba ahogando con su cargo, pero también quería escuchar sus historia, que le hablaran de ellas, que le contaran sus secretos y que le enseñaran ese encanto inigualable de ser mujer y ser pez al mismo tiempo"

No se sabe bien lo que pasó a continuación, pero sí lo que el abuelo contaba y es que el rebeco se quedó dormido, quizás por el cansancio, quizás porque toda la historia de las sirenas era tan maravillosa que deseaba fervientemente soñar con ellas. Lo cierto es que al día siguiente apareció un gran corazón dibujado en la playa y dentro de él las imágenes de un rebeco y una sirena con una flecha atravesados.

Ignoro si esta historia fue real y también si la imaginación del abuelo no fue la que hilvanó este relato, pero a mí me la contó de esta manera, y como tal así la transmito ahora, cuando él se va y me deja, cuando ha cerrado los ojos con un beso de nieve de los cielos y un canto lejano, que llega a su alma, de unas sirenas encantadas, que es posible, le recuerden.

Rafael Sánchez Ortega ©
02/04/12

LA SIRENITA DE FORMENTERA.


Una vez fuimos a Ibiza de vacaciones para ver como eran los hippys, y resulta que cuando llegamos ya se habían muerto todos, y de ellos, por allí, no quedaba más que una nube blanca flotando sobre el pueblo de Sant Carles, que fue el lugar de su residencia.

Yo estaba obsesionado con los hippys, y sentí mucho no poder ver como se quedaban absortos contemplando las flores mientras fumaban canuto tras canuto, y mientras pensaba esto miraba con gran interés una nube blanca que había sobre Sant Carles. Entonces noté que la nube dejó de flotar, y se quedó como estática; Yo empecé a respirar profundamente, y un hilillo de la nube que olía a mariguana, se coló con rapidez por mi nariz. Me quedé absorto como los hippys, respirando y respirando, mientras la nube blanca se colaba entera en mi cabeza a través de la nariz.

Al día siguiente fuimos de excursión a Formentera que es una isla espatarrada encima de un agua azul y blanca transparente como un cristal inmaculado. Formentera se reventó sobre el mar, como se pudiera reventar una tortuga verde sobre una carretera cuando le pasa por encima la rueda de un camión, y solo se le salva la cabeza, que es el promontorio de la Mola, desde donde yo vi bajo las aguas transparentes y allá en lo profundo de lo más profundo, unas praderas inmensas de algas posidónias, que a pesar de estar el mar en calma chicha, se agitaban y volvían a agitar como si un vendaval submarino las azotara.

El autobús de la excursión nos llevó por una carretera que hay entre la playa de Canyers y el estany Pudent hasta cerca de la playa de Illetas que es el lugar donde las algas posidónias del fondo del mar eran mas altas y más hermosas, y mientras la gente contemplaba la silueta de Ibiza que estaba a lo lejos, a mi me empezó a salir por la nariz la nube blanca de los hippys, y en vez de elevarse en el espacio, buscó el lugar de las algas grandes y empezó a hundirse en el mar. Ocurrió que yo me fui haciendo de humo, y sin que nadie de la excursión se diera cuenta, la nube blanca de los hippys me arrastró con ella y me dejó tumbado en aquél prado enorme de algas excepcionales. Estaba empezando ahogarme cuando la vi nadando hacía mí. Llevaba el pelo rubio y suelto flotando en el agua y agitaba de forma rítmica su cola de pez. Me sonrió. Puso su mano derecha sobre mi boca, y en ese momento comencé a respirar a través de unas branquias invisibles, con la misma facilidad que lo hacían los peces del mar.

Saludé a la Sirenita de una forma amigable, porque de momento la confundí con la Sirenita de Andersen que Foncho nos había presentado días antes de este viaje en el Taller de Escritura de San Vicente de la Barquera, y cuya historia leímos entre todos, pero ella me sacó enseguida del equivoco.

-No, no. Yo no soy la que tiene el monumento en Copenhague Aquella era la tonta de mi prima, que cantaba y tocaba el arpa para que los peces la aplaudieran con sus aletas. Yo soy de aquí, Soy la Sirenita de Formentera, y me dedico principalmente a cuidar los prados de posidónias, para que las islas Pitiusas tengan el agua más pura y transparente de todo el Mediterráneo.

Me dijo también que el día que fuimos al mercado de Sant Carles, me estuvo observando a través de la nube blanca de los hippys, y que como me vio tan decepcionado porque no encontré lo que buscaba, fue por lo que se valió de la nube para llevarme hasta ella, y que no me marchara de estas islas sin conocer lo que queda de los hippys.

Nadé a su lado entre aquellas algas que se agitaban regalando oxígeno puro a diestra y siniestra , hasta llegar a un bosque inmenso de plantas gigantes de mariguana, y en un escampado del bosque descubrí el cementerio de todos los hippys del mundo que murieron en Ibiza sin familia que reclamara sus cuerpos. Fue la Sirenita de Formentera quien a través de la nube blanca los transportó hasta allí para momificarlos, y dejarlos expuestos cual museo de cera, como recuerdo imperecedero de aquella época bucólica de los que odiando las guerras, se dedicaron únicamente a hacer el amor en Ibiza.

Americanos, ingleses y nórdicos rubios como la miel, arropados con sus extravagantes vestidos, conservaban en sus ojos muertos la expresión perdida de quien flota en la eternidad, y en sus labios de coral tallado se dibujaba una sonrisa imborrable. También algún bebé dormido, hijo no importa de quien. Sus perros y sus mascotas, tulipanes, rosas y margaritas…. Sombreros de paja rotos, pulseras de mil colores, dulzainas, flautas, guitarras… Y había por el suelo, entremezclados, notas musicales con pétalos de flores y con porros. Y ternuras a raudales, y sonrisas regaladas, y felicidades gratuitas, que la Sirenita de Formentera me mostró solícita y me ofreció con insistencia…

Cuando ya no tuvo más que mostrarme agitó su cola de escamas nacaradas, giró tres veces en mi entorno, volvió a tocar mi boca con su mano, y desaparecieron las branquias invisibles con que yo respiraba. Sentí que mi cuerpo gaseoso se solidificaba de nuevo, y que la nube blanca de los hippys volvía a penetrar en mi a través de la nariz, En el momento en que empezaba a ahogarme me sentí transportado y me encontré de nuevo junto al bús de la excursión. Mi mujer me miró extrañada:

-¿Has fumado? Me pareció ver humo saliendo de tu nariz.

-Si, un porro que dio una Sirenita de Formentera.

Los excursionistas que me escucharon se echaron a reír con nosotros, y chofer del autobús arrancó el motor para devolvernos al Puerto de La Savina.

Jesús González González ©

LA SIRENITA DE LA PEÑA.


¿Será verdad que existen las sirenas?. Eso se preguntaba Rodrigo cada mañana cuando salía a pescar. Era un peñón que estaba cerca de tierra, y siempre había tenido fama de tener buena fauna entre sus cavernas.

Cuando llegaba le parecía ver tomando el sol sobre una roca plana una figura humana de melena larga y negra como el azabache que contrastaba con una piel blanca y unos brillos plateados como una cola; pero nada más verlo se escurría como un pez, esfumándose.

Estaba muy intrigado, seguía procurando pescar allí, a pesar de que no entraba casi ningún pez hacía días. Si siguiesen las cosas así se tendría que arriesgar a pescar en otra parte más alejada de la costa, pero el problema es que era bastante pobre y no disponía de medios para comprar un barco mejor, y con el suyo era una temeridad alejarse de tierra. Y si no iba, ¿Qué sería de su familia? Tenía mujer y dos hijos pequeños. La angustia subió a su garganta y sollozó desesperadamente. Su talento no daba para más.

No le quedó otra alternativa que volver a echar su pequeña red y circular en torno a la roca.

De pronto sus ojos se posaron en una forma alada que resplandecía cuando los rayos del sol incidían en ella. ¡iba y venía una y otra vez!. Parecía un juego y quedó enfrascado contemplando aquella maravilla.

El sol declinaba y pronto oscurecería. Se puso manos a la obra para recoger la malla y notó que pesaba. Varias doradas y una raya emergieron y fueron a parar dentro de la barca. ¡No se lo podía creer. Era ella, la sirenita con sus idas y venidas la que les daría de comer. Las doradas las podría vender bien, y con la raya su mujer prepararía un delicioso guiso para todos y se chuparían los dedos de gusto.

Varios días siguió ocurriendo lo mismo. Pescadillas, salmonetes o chicharros, siempre encontraba algo. Algunos días le acompañaba su mujer, que se quedaba tan alucinada como él.

Un día que estaba solo, notó de repente que la barca se balanceaba. Por la popa vio una melena negra y una mano que cogía un sedal. Lo miró con unos ojos maravillosos color miel y le sonrió de una manera angelical zambulléndose nuevamente. ¿Qué pretendía? ¡Qué bella era! ¿Se estaría enamorando? –Se dijo.

Al día siguiente, cuando se estaba acercando, se dio cuenta de que no estaba tomando el sol como los días anteriores, sino que entraba y salía del agua una y otra vez dejando algo encima de la roca.

Se quedó contemplando el espectáculo arrobado, desde lejos, sin atrever a acercarse, no exento de curiosidad. Cuando tuvo un montón, se dispuso a abrirlas una a una y entonces cayó en la cuenta de que eran ¡Ostras!

Ese día no se atrevió a romper el hechizo de aquella tarde mágica.

Los días pasaban y la sirenita ya no estaba. ¡Qué dolor! Otra vez la red casi vacía al declinar el día, y lo más doloroso era no verla nadando cual delfín en rededor suyo.

De pronto algo emergió esta vez por la popa. ¡Era ella!. Le miró, le sonrió como la otra vez y le puso en su mano algo que no acertó a saber que era.

Pa-ra – tu – a-mor. –dijo y desapareció.

Y allí se quedó alelado contemplando un collar con seis pequeñas perlas engarzadas con el sedal y metidas cada una como en jaulitas.

Se fue a casa y le puso el collar a su esposa, que lo contemplaba anonadada. Sería el regalo más valioso que poseyeran.

Al día siguiente, al otro y al otro seguía yendo a pescar a la Peña Grande, pero ya la sirenita no estaba tomando el sol como tantas veces, ni le ponía pescados en su red. Se puso triste, pero recordaría aquel hecho increíble el resto de su vida.

En otra roca, muy lejos de allí, algo brillaba al sol. Era una sirenita que lloraba y que sabía que no podría salir nunca del mar.

Mª Eulalia Delgado González ©
Marzo 2012

SONETO AL OÍDO Y AL CABALLERO


Consiguieron que escribiera un soneto
declamando a las sirenas y a los mitos
confundiendo en ese instante, por completo
si le hablaba de emergencias... o de pitos.

“Me fastidia, que aun creyéndome incompleto,
mi sordera no es defecto ni delito,
es mi venia y solución, soy muy discreto,
ya que fui un caballero en lo exquisito”.

Y me entero -si yo quiero-, en mi pesquisa
no pudiéndola versar si está escamada
la marina, esa sirena, la de Homero.

Y no me llega hoy el cuello a la camisa,
pero tengo, por costumbre, bien sentada
¡el saludo, sordo o no, con mi sombrero!


Ängeles Sánchez Gandarillas ©
7-III-2012

LITTLE MERMAID



Cuando Little Mermaid abrió los ojos, vio la risueña cara de su madre. La reina la aupó mientras las escamosas y tiernas manos del rey rodeaban sus caderitas con una cadena de oro; y su hada madrina sujetó un peinecito áureo en uno de los eslabones. Y entre vítores, aplausos, “Larga y emocionante vida a la princesa” la mecieron con nanas angelicales, en la cunita de esponjas y conchas.

La infancia de Little Mermaid fue discurriendo entre los brazos amorosos de sus padres. Luego, disfrutando a lomos de Little Horse y, más tarde, escalonando los variopintos estratos del atolón de corales. Y allí, como una verdadera princesa en su trono, asía su peinecito de oro e iba separando cada hebra de su cabello. Cada día las moldeaba imitando las ondulaciones marinas. Las estrellas se acercaban a ella para sujetar jubilosas sus ondas bermejas. Little Mermaid se sumaba a la música de las olas y estas en agradecimiento le devolvían su imagen de diosa. Acicaladísima esperaba y esperaba… El dúo celestial de sus padres interrumpía sus sueños, sus deseos de aventura, su gran ilusión, y regresaba rauda, a lomos del jadeante Little Horse.

Una mañana, su papá y su mamá le hicieron saber que Little Horse necesitaba una limpieza estomacal pues había ingerido demasiado fitoplancton. La princesa, ya adolescente, les pidió que la dejaran vivir a su antojo: Sus Majestades cedieron tristes ante aquella súplica amarga de boca de su ser más querido.

Little Mermaid siguió el archisabidísimo itinerario y llegó a su atolón. Sobre la segunda plataforma, circundado por estrellas expectantes, yacía Silver Salmon (más tarde sabría que su verdadero nombre era World Trotter). La sirenita le rodeó con sus brazos y lo colocó sobre su acolchada y salada cola. Juntitos, perdieron la noción del tiempo.

-!Ay, mi bella princesa!. ¡Qué más quisiera yo que seguir contigo, pero he de partir sin dilaciónl Tengo que brincar, que volar al nacimiento del río donde nací y, allí, han de eclosionar mis huevos, y me temo, que ya casi he matado a mis hijitos.

-Déjame que te acompañe, por favor. Puede que aunando nuestras fuerzas, todavía, llegues a tiempo. Y, tal vez, también yo encuentre lo que siempre he deseado…

Y recorrieron millas y más millas. A veces eran los ojos de Little Mermaid los que abrían las aguas mientras World Trotter descansaba en la mullida cola. Pero, a menudo, el olfato memorístico del salmón tenía que corregir la direccón de la timonel. Y entre esfuerzo y descanso, siempre juntas, saboreando su felicidad llegaron a la desembocadura del río NESS: –“¡Qué alegría!” “¡Qué horror!”- se dijeron- : “Avanzar sobre cantos rodados, sortear peñascos, salvar cascadas -nadando contra la ley de la gravedad.” El trayecto iba destrozando la belleza de Little Mermaid. Las cascadas hacían retroceder a World Trotter: la cola de la sirenita tenía que reunir toda la energía para elevarse y elevar con ella a la futura mamá. Cogiendo impulso y con la cola, en posición totalmente vertical, pasaban por encima de imposibles pendientes y se encaraban victoriosas ante furiosas olas.

-Bella princesa, ha llegado la hora. Debo desovar ya, y en lugares seguros. Cuídate...

-¿Nos veremos después de tus partos? Dime que sí, querida World Trotter.

Un pescador encontró a Little Mermaid hecha un ovillo. La envolvió en su traje de faena. (-¡qué sábana mortuoria tan adecuada para una princesa.!-) Y se acercó al hospital más cercano. En la UCI le prestaron los primeros auxilios. Al SOS acudieron los cirujanos más expertos. La cola casi desescamada, fue dividida en dos piernas y las dos aletitas caudales convertidas en dos pies. ¡De pie, se la veía, aún, más perfecta! Un científico de barba roja quedó prendado de la belleza de la mujer.

Por fin, tras meses de desvelos, carantoñas y galanteos Little Mermaid le entregó su peine de oro como prueba de su amor.

Los expertos, con el objetivo de progresar en la ciencia, trabajaron día tras día; luego, día y noche… La esposa se sometía a todas las pruebas necesarias; sufría todos los nuevos hallazgos; tenía una fe ciega en los expertos. Le implantaron una matriz artificial, completa.

La mujer, a pesar de ser una cobaya, seguía siendo hermosa. El color bermellón de su cabellera daba color a su pálida tez y a la espuma de su piel.

Y la cadena de oro pasó a sujetar su bajo vientre.


San Vicente de la Barquera, 16 de marzo de 2012
Isabel Bascaran ©

LA SIRENITA


¡Sirena, Sirenita ¿dónde estás? Gaviota la llamó y con sus patitas palmeadas chapoteó en el mar para llamarla, hacía días que no se veían. Gaviota nació en un acantilado, Sirenita, hija de Neptuno y de una bella sirena en el fondo del mar.

Sirenita y Gaviota eran grandes amigas, se veían casi todos los días, por eso a Gaviota le extrañó no encontrarla en su roca en la que Sirenita acudía coqueta adornando su pelo con corales y conchas mientras peinaba su pelo cantando.

¡Sirena, Sirenita! insistió Gaviota, al rato emergió del mar con su larga cabellera dorada ¿dónde te has metido? le dijo Gaviota enfadada.

-¡Hay amiga!, -respondió Sirenita, mirándola con sus ojos color miel de largas y espesas pestañas.

Se subió a la roca y dejó ver sus bellas escamas azuladas, estaba triste.

-Neptuno, mi padre me regaló un anillo de oro y Urraca me lo ha robado, se lo llevó a aquella alta montaña, para recuperarlo me dijo que yo tenía que subir a buscarlo.

Gaviota se rascó varias veces la cabeza con su alita, lo hacía cuando pensaba, dio dos saltitos y se acercó a Sirenita.

-Ya sé, te subirás sobre mi y te llevaré a la montaña.

-¿De verdad? -dijo Sirenita, abriendo de par en par sus bonitos ojos.

-Si, pero... hay una cosa que te pido a cambio, -dijo Gaviota.

-Si, si, lo que quieras amiga.

-Enséñame a cantar como solo vosotras lo hacéis, mi voz es chillona, ruidosa y monótona ya que no puedo ser tan bella como tú quisiera tener tu voz.

-Lo intentaré, no es fácil, tendrás que sumergirte conmigo y dar un solo bocado a un alga muy especial que está en aguas muy profundas.

-Si, lo haré, dijo Gaviota agitando nerviosa sus alas.

Sirenita se subió en el lomo y remontaron el vuelo, a Gaviota le costó un gran esfuerzo pero ya volaban hacia el anillo.

-¡Qué maravilloso es volar!, -decía Sirenita aferrada con fuerza al fino cuello de Gaviota-, y qué pequeño se ve todo.

-¡Uaaaggg! protesto Gaviota, no me aprietes tanto que me ahogas.

-Lo siento, estoy tan feliz ¿te das cuenta que no necesitamos piernas ni tu ni yo para volar?

-Si, si, pero déjame ver, no me tapes los ojos.

Gaviota, hizo un aterrizaje algo accidentado, podría decirse que sus patitas echaron humo. Se encontraron frente a Urraca, ésta sorprendida no tuvo más remedio que devolver el anillo a su dueña. De vuelta el vuelo fue más tranquilo, Sirenita lo pasó mirando el anillo en su dedo y cantando, cosa que Gaviota agradeció, aún le dolía el cuello. Ya posadas en la roca, ésta le dijo:

-Bueno, ahora te toca a ti, amiga.

-De acuerdo, ¡al agua!

Se sumergieron en el intenso mar azul, nadaban y nadaban pero Gaviota ya no aguantaba más se estaba poniendo rojísima, Sirenita cogió una caracola y la sopló; rápidamente apareció un gran caracol rosa nacarado.

-¿Qué te ocurre Sirenita?

-¡Hay Caracol! hazle un sitio a mi amiga en tu concha que se está ahogando.
Gaviota se metió en la concha y respiro. Ahora vámos hacia el “alga de la voz“.

Gaviota iba feliz el caracol taxi marino rosa, tenía muy bien decorado el interior lleno de cojines también rosas, se acomodo entre ellos y se durmió Cuando llegaron, Sirenita se asomo a la concha y le dijo que tomara aire y saliera.

-¿Ir, a dónde?

-El alga de la voz está ahí, pero tienes que ir nadando tu sola, no te puedo ayudar y recuerda darle un solo bocado.

Gaviota froto sus ojos con sus alitas, tomó aire y salió. El alga estaba ahí esperándola y le dio un gran picotazo y otro... y otro por si acaso, ante la presencia del pequeño pez Cotilla que escondido le expiaba y Gaviota regreso contenta al caracol taxi marino. De regreso se volvió a acomodar en los cojines rosas e intentaba cantar pensando que algún Ulises sucumbiría a su hermoso canto, pero sólo sucumbía de dolor de oídos el sufrido taxista. Llegaron a la roca y se despidieron de el que se fue algo aturdido zigzagueando y con dolor de cabeza.

-Venga, Sirenita, enséñame a cantar, al tiempo que aplaudía con sus alitas una y otra vez. Sirenita lo intentaba pero nada del pico sólo salían uaaaggg y más uaaaggg a cual más chirriantes. ¿Qué podía haber fallado? se decía Sirenita. De pronto emergió el pez Cotilla a su lado y cuchicheándole al oído, contó a Sirenita que Gaviota no dio un solo picotazo al alga si no varios.

-¿Cuántos bocados le diste al “alga de la voz“ Gaviota?

Ésta, encogiéndose de alas y haciendo círculos en la roca con su patita le respondió bajito... "uno". ¿Seguro? dijo Sirenita. Gaviota, sonrojada respondió:

-Dos tres, cuatro... no sé, quería cantar mejor que tú, ser la única de mi especie que lo hiciera ¡eso no es malo! ¿sabes?

-Ya eres la mejor, sin ti no hubiera recuperado el anillo de mi padre, el Rey Neptuno, no te hace falta cantar, eres mi mejor amiga. Gaviota se frotó la cabeza con su alita, ya que estaba pensando, Sirenita la abrazo y Gaviota se vino arriba, orgullosa, se acurruco a su lado con el pico en el regazo de Sirenita y cerró los ojos mientras esta le cantaba y peinaba su plumaje con un peine dorado.

Ana Pérez Urquiza ©