sábado, 10 de marzo de 2012

ALLÍ ESTABA.


Le miré, como siempre distraído, y allí estaba en su sitio bien plantado. Era el rincón donde acudía con frecuencia, donde mis pasos se estiraban por la grava y el paseo hacia la alfombra verde de la pradera, sorteando los pinos y rodeando el viejo palacio que allí se mostraba y vigilaba mi presencia.

Como siempre sentí un estremecimiento, un algo especial por estar en ese lugar tan auténtico, en pleno corazón de la ciudad que abajo se estiraba y languidecía sin saberlo.

Subí al promontorio para divisar el mar a lo lejos, para escuchar las olas romper contra la costa tan cercana, para sentir el beso del salitre por mi rostro, para saborear el abrazo de la brisa y el nordeste que llegaba de las aguas.

Y pude ver de nuevo al mar, sentir el latido de su corazón desbocado, mirar el azul verde oscuro de s manto que de vez en cuando era roto por las olas que llegaban encadenando unos ciclos misteriosos.

Me quedé un rato mirándolas, como hipnotizado, porque ellas hacían que la mirada se quedara ausente, vagando por el interior del alma y recordando los cabellos rubios de una joven, los morenos del adulto que pasaba con sus prisas y los cabellos entrecanos de la persona madura y casi anciana que había visto atrás, sentada en un banco.

Mil y un pensamientos acudieron a mi cabeza y también infinidad de sentimientos encontrados lucharon en mi corazón por salir a la vida.

Hubiera querido correr sin rumbo definido, gritar al viento las miserias de mi pecho y hablar al mar. Hablarle sin parar y contarle toda mi vida. Mostrarle mis sentimientos, decirle que amaba como nunca había amado a nadie y también confesarle mi cobardía, por ser incapaz de levantar la mirada y buscar los ojos que buscaban los míos y confesar en un acto sencillo y sin palabras, aquel sentimiento que anidaba en mi corazón, y que estaba seguro también anidaba en el de ella.

Pero dejé que las lágrimas resbalaran por mi cara y se perdieran, rodando, hacia la tierra, hasta empapar, cual lluvia fina, aquel lugar donde me habían llevado mis pasos, al borde del mar y junto al acantilado. ¡Tan cerca y tan lejos de la vida!

Y entonces me volví y salí corriendo hacia ti, hacia los brazos que me ofrecías sin pedir nada a cambio, hacia esa oscuridad que aún no había roto la luz con su caricia.

Y también, como la anciana que había visto un poco antes, busqué un banco para llorar allí, para hablarte en silencio, para decirte mis pequeñas cosas y para sentir la caricia de tus ramas.

Porque tú, viejo amigo, allí estabas, como siempre, como el mar un poco más afuera, pero tú me esperabas y el mar me exigía, me llamaba con fuerza, mientras tú solamente me ofrecías tu asiento y tus brazos que tanta paz dejaban en mi alma.

No te olvido, viejo parque, ni tampoco olvido aquel momento en que una mano se posó en mi hombro y una voz llegó a mis oídos preguntándome:

-¿Te pasa algo?

Y fuiste tú, precisamente, quien me ofreció aquellos ojos verdes y azulados, aquella mirada dulce y tierna que venía hasta mi lado para ver por qué lloraba, y al mirar aquellos ojos y leer en ellos el mensaje tierno de tu alma, solo pude responder con un:

-No, gracias, no pasa nada. Ahora ya todo está bien.

Rafael Sánchez Ortega ©
04/03/12

EL PARQUE DE ARMENTIA.


Nos casábamos el mismo cumpleaños de la primavera.

Al Este del parque, se alza la ermita románica de San Prudencio. Al Norte, se alinean orgullosos arces embellecidos por farolas artesanales. En el Oeste, aparece un riachuelo de aguas cantarinas, que con saltitos y croar de rana, permite cruzarlo al vergel de manzanos, perales –con florecillas blancas para tejer el ramo de la novia- y que la noche de boda desaparecerá feliz a lomos de la corriente, por el Oeste. El círculo delimitado se cubrirá de carpas blancas, superpuestas; tendrán la obligación de mantener a raya el relente exterior y proteger la atmósfera de amor y amistad, sin fisuras.

En mayo, habíamos recibido un regalo un tanto inusual de los amigos y amigas: una invitación a conocer el bosque de Osma.

Emprendimos el ascenso con brío -incluso yo-, el final se veía a tiro de piedra, pero tras una avanzadilla aparecía un recodo y el término del sendero quedaba a la misma distancia. Mi prometida me soltó la mano, y muy montañera ella fue ascendiendo rauda ante mis ojos.

-Vamos, Telmo, que no se diga que el novio es un debilucho, sin fuelle; ¡ale! -me animó mi amiga- mientras me ofrecía su mano.

-¡AY!, Andrea. No te mofes: siento verdadera asfixia; sólo me llega oxígeno de un pulmón.

-Probablemente sea este interminable ascenso que te está dejando sin resuello.

Por fin, la sombra en el descenso a las entrañas del Bosque Encantado. Se me hacía difícil mantener la verticalidad; los pies podían patinar mortalmente mientras los ojos “erre que erre” seguían enfrentándose a los ojos penetrantes de los árboles. Luego, vi soles, y más soles en aquella penumbra. Se asomó un brochazo rojo, enlazándose con uno rosa del siguiente árbol, y después uno anaranjado y así se daban la mano los colores del arco iris: un buen abanico para inspirar más aire. Tumbado boca arriba cerré los ojos. Durante un minuto me hice el muerto, y me sentí parte de la misma Naturaleza; no sentí el mal en mis entrañas. De la mano de mi prometida, me encontré en el paraíso.

En el microbús, tomé el micrófono y agradecí a mis amigos por aquel periplo. Todavía mantenía los ojos irisados y los pulmones revitalizados por el sudor de las coníferas.

Dos días antes del enlace, me topé con Andrea a la salida del Hospital.

-Salgo del módulo de operaciones: me acaban de practicar una biopsia. El equipo oncológico es optimista, dicen que será una simple calcificación, o a lo peor, un quiste sin más importancia -me informó Andrea...

Ante su cautivadora y eterna sonrisa la invité a un café. Los flecos que quedaban de la boda, saludos a médicos, enfermeras… y pedimos otro café. Quería tenerla cerca del alma. Su sonrisa, su incombustible ánimo, su silenciosa comprensión me hizo tomarle las manos y los especialistas y enfermeras que me conocían pasaron a ser “Andreas amorosas”

El día de la Gran Ceremonia, disfruté de la Primavera de Verdi, de la Novena Sinfonía de Beethoven, del Gure Aita - a cargo de la coral de la ciudad. Y antes de la Eucaristía, saboreé la esencia que me llegaba de mi esposa: un espíritu puro en un cuerpo perfecto; sentí el escozor triste y reprimido de mi madre; y atrapé la V que me dibujaba Andrea. VICTORIA, VIDA NUEVA… Comulgué.

San Vicente de la Barquera, 3 de marzo de 2012
Isabel Bascaran

PARQUE.


Palabra corta, ¡pero cuánto encierra! Cuánta belleza acumulada, orden y desorden. Agua cristalina que por algún sitio se oye.

Murmullos de los árboles, que se hablan contando las historias que bajo ellos en sus bancos plasman.

Esa pareja que se besa con la ilusión de una vida que comienza diferente; están bajo un llorón, y se arrullan prometiéndose amor.

Ese niño que va con su triciclo bajo la atenta mirada de su madre. El señor que pasea con su perro por la senda adoquinada.

Esos parterres llenos de flores en primavera y verano; prímulas, pensamientos y rosales varios. Geranios de un rosa suave o rojos agranatados, y arbustos de todos los tamaños.

Eres un remanso de paz, sobre todo para la gente de edad. Se juntan y charlan y se cuentan sus vidas en las tardes soleadas.

Ha llegado el otoño y tus paseos se llenan de hojas y olores a musgos y mieles. Muchos árboles se quedan desnudos “en cueros”. De pronto algo sucede: llega el invierno y una nevada desprevenida te cubre con un bello manto blanco. Todo queda sumido en silencio.; y tus bancos parecen tener mullidos cojines. Los pájaros que quedan dan saltitos dejando pequeñas huellas y metiendo su cabeza atravesándola para conseguir algo que llevarse al pico.

Tu estatua está yerta, su piedra tan fría que la gente pasa y casi ni mira; y la fuente no corre, con sus chorros helados parece estar dormida.
La nieve se fue, pero el viento aúlla, las ramas crujen y hasta se ven muchas caídas.

Ahora llueve y tu tierra se empapa. Los columpios están brillantes y limpios pero sin niños que alegren con risotadas y ruidos.

Habrá que esperar a que todo pase y poder disfrutar otra vez con todos los sentidos, aspirando el perfume de las flores plantadas con tanto cariño.

Mª Eulalia Delgado González
Marzo 2012

DEBERES.


La profesora de Conocimiento del Medio, había puesto una tarea sobre los parques y Javier, se preparaba para comenzar su cuento. Reposaba la cabeza entre las manos con los codos sobre la mesa, revolvía con el dedo índice el remolino de pelo que tenía en la sien. Le gustaba la idea y ya tenía título, LA JUNGLA DE MI CIUDAD, porque él sabía de todos los parques habidos y por haber; conocía el que había cerca del “cole”, el de los enamorados, el que tenía patos, cisnes y todos los juegos del mundo y por supuesto, aquel otro que llamaban “El parque de bomberos”.

Nunca entendió porqué le llamaban parque; él había entrado mil veces y ni siquiera encontró una planta. Lo más parecido al tronco de un árbol, fue una brillante barra de acero inoxidable, nacida en el centro del garaje de la enorme casa roja y amarilla y llegaba hasta el techo. Debía de crecer mucho porque todos los pisos tenían un agujero en el suelo para que lo siguiera haciendo...

Empezó a escribir y llenó con rapidez unas cuantas hojas.

Contaba historias de árboles parlantes, de flores que corrían “a que te pillo” detrás de los jardineros, de las hojas que volaban haciendo piruetas en el aire o de fuentes que jugaban a mojar y de los setos, éstos retozaban jugando al escondite con los niños que pasaban allí las tardes y muchas horas de los fines de semana.

Incluso, en aquella especial “jungla”, los grillos salían a tomar el sol sin miedo, todos les dejaban en paz y les llevaban aquellas flores amarillas, que su abuelo llamaba “gallos amarillos”, ¡cuántas flores comían aquellos brillantes y negros cantantes!, debían ser muchimillonarios porque llevaban en su cintura una correa de oro.

Y escribió y escribió y escribió...

Hasta que paró de hacerlo y orgulloso, lo llevó a su padre para que leyera aquel largo cuento, lleno de letras enormes y de ganas de contar cosas; iba ilusionado y con la satisfacción dibujada en una gran sonrisa rebozada de chocolate.

Unas horas más tarde, regresó al despacho para ver qué opinaba su padre del trabajo. Le encontró dormido. Recogió con cuidado todas las hojas que se habían desplazado sobre la mesa, las colocó por orden y las llevó a su habitación.

Entristecido, se sentó con ellas delante y pensó:

“Si mi papá, que es el que más me quiere del mundo, se ha dormido, es porque es muy largo”. Así que comenzó a borrar, primero, parte de las palabras que escribió a lápiz y después, a tirar hojas que según él decía, pesaban, se lo explicó su “güelito” cuando fue incapaz de leer un libro y le dijo que era muy pesado, y Javi, presumía de entender a la primera todo lo que decían los mayores.

Y borró, y tiró, y tiró y borró tanto que, solo quedó uno de aquellos folios. Determinó que ese también estaría mejor guardado en el cajón de los “empezados y no terminados” y recogió del suelo, las pelotitas de las hojas desechadas que habían rebotado de la papelera.

Abrió el carpesano observó aquellas páginas en blanco. Consideró que después de recoger tantas hojas del suelo, debía cambiar el título, ahora se llamará OTOÑO. El sabía lo que sucedía en esa estación, lo vio el año pasado. Decía así:

OTOÑO

Están todos los parques sin hojas, los desnudó, hasta de su carne, una señora llamada Ventolera. Sus ramas se parecen a la radiografía de los dedos de mi abuelo. Todos esos árboles tiene esa enfermedad, “la artritis”, porque, ya son muy viejos y se les retuercen las ramas.
Y como es otoño no hay nada más que contar, todos los parques están tristes y vacíos, llenos de silencio, y del silencio no se puede escribir. El aire me lo prohibió, me dijo: shissss...

FIN

JAVI.

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
Marzo de 2012

EL PARQUE.


Pues muy bien: El Parque. Y ahora, ¿qué? Pues ahora, ¡Ná! Tengo la mollera fofa, y… no me sale ni una letra. Bueno, letras sí, letras me salen. Pero de ideas para contar algo sobre un parque, na de na.

¡Y mira que hay parques! Grandes y chicos. Con árboles y sin ellos. Con bancos de piedra y con bancos de madera. Con fuentes y surtidores, o con surtidores sin fuentes. O con fuentes solas. O secos totalmente, como yo tengo ahora las ideas. Con cacas de perros, y sin… ¡Ah! ¿Pero es que los hay sin cacas? Con novios dándose el lote, y con mirones dándoles la lata… Y yo, ¡que si quieres arroz, Catalina! Que no me sale.

¿Será que me contagió Flor? Flor siempre está diciendo que no le sale. Que no le sale, y que no le sale. Ya veremos lo hace con El Parque. Ahora mismo me da envidia de Lines, que cuando se pone a escribir se lía la manta a la cabeza, y si no paró en la página cuarenta, ya no para hasta la ochenta.

Había pensado escribir algo sobre el parque infantil donde me metían cuando era chico, pero hace tantos años que ya no me acuerdo de eso. Ya, ya sé lo que va a decir quien lea esto: que entonces no había parques infantiles. ¡Eso lo dirás tú! Los había, pero le llamaban de otra forma. “Mete el críu en la macona”, decían entonces. Y a la macona de cabeza iba el “críu”.

Y en mi casa había una que había hecho el cestero de Vallines, que de medida, como hecha a “propiu intentu” “pa” meterme a mí.

De todas formas os juro que yo no me acuerdo de nada. Pero seguro, seguro que en algún sitio me metían cuando tenían que hacer algo; porque no me iban a dejar gateando por el suelo y llevándome a la boca todas las basuras que pillara a mano. O a lo mejor, si me dejaron. Vete tú a saber, Pero no. No me dejarían. Y lo más cómodo para ellos, pues eso: la macona del cestero. Que la pondrían en medio de la cocina y por mucho que me espurriera, no podría coger nada.

Isabel nos contará algo que le pasó con un alumno en el parque de Marquina, ya lo veréis. Ana seguro que está inspirada, y lo de pasear por un parque cogidos de la mano, lo tiene “chupao”. En lo que se va a fijar Lali, es en los pajaritos del parque. Es tan romántica que hasta de trinos nos hablará. Dolo dirá poco, pero bien dicho, y si no, atentos cuando lo lea.

Blanca nos leerá un poema que escribió mirando al parque de San Vicente desde la ventana de su casa, y Susi… Hombre, ¿de qué puede hablarnos Susi? ¡Pues de los mismo que Jezabel! Jóvenes las dos, y como tema El Parque. ¡Pues de achuchones, hombre! ¿De qué otra cosa pueden ellas hablar?

María, no. Si manda algo María, serán besitos en el parque. Achuchones no, que María es muy frágil y la pueden romper…

Luego está Laura. De Laura se puede esperar cualquier cosa. Desde que no asome al encuentro, hasta que nos venga con un concierto de pandereta en pleno parque.

Será interesante lo que nos diga Kenia. Por lo que tiene de exótico el contenido de sus historias. Seguro que nos relata alguna •cantaleta” de su abuelo Julio Julita con su sombrero y su pipa cuando se sentaba a la sombra de las jacarandas en el parque de su pueblo allá en el trópico…

Y finalmente, él. El poeta. Este es capaz de no haber escrito nada porque estaba escribiendo otras muchas cosas, y de dos golpes de bolígrafo hacer aquí una maravilla mientras nosotros colgamos en la percha las chaquetas.

Lo prometo. Otro día que se m ocurra algo, escribo sobre El Parque.

Jesús González ©
Marzo 2012

EL PARQUE.


De muy niña me llevaban al parque, ubicado entre mi casa y “El Puente Colgante “, mañanas y tardes. El parque era y es pequeño, redondo, hay que bajar unas escaleras para acceder a él, las barandillas a izquierda y derecha, para nosotros, unos niños entonces, eran divertidos toboganes. La superficie estaba brillante y pulida de tantas bajadas, con solera de anteriores generaciones y traseros infantiles.

Bajo las escaleras se encontraban los servicios públicos con dos puertas que ponían: "Señoras y Caballeros", entre ambas una Señora muy simpática vestida de negro, con impecable delantal blanco, no recuerdo su nombre, mantenía los servicios correctamente limpios y cobraba por su utilización.

En medio de mi parque una gran fuente con varios chorros de agua, rodeada de tupido y verde césped, con flores multicolores según la estación del año imagino. Rodeando la circunferencia, a los extremos, bancos de piedra sin respaldo, cada dos más césped, más flores y pequeños arbustos decorativos.

En el parque aprendí a andar, a jugar a la comba, a la pelota; al diávolo no, nunca lo llegué a dominar, a las muñecas y también a pelearme y enfadarme. Años más tarde a tontear mis amigas quinceañeras y yo, con otros quinceañeros. Pero volviendo a la niñez, lo mejor, lo mejor del parque era Blasito, todo un personaje, todos los enanos le obedecíamos, le adorábamos, nos hacía ponernos en fila y a desfilar o lo que a él se le ocurriera a golpe de silbato que siempre llevaba colgado y bastón de mando en la mano:

-Ahora , agachados y andando... Piii y ¡lo hacíamos!

-Ahora, en circulo haciendo un corro... Piii y ¡lo hacíamos!

-Ahora, somos indios apaches a gritar... y ¡lo hacíamos!

Teníamos cinco o seis años, Blasito era corpulento de pelo negro y mirada dulce, de risa fácil y ruidosa, ¿su edad? no importa, era uno más de nosotros. Merendábamos todos junto a él; recuerdo que le encantaban los polvorones y se los llevábamos de una pastelería cercana.

Al lado del parque estaba la carretera general de entonces y un guardia de los de antes con casco blanco y uniforme azul marino , dirigiendo el poco tráfico , subido en un pódium blanco y rojo que en Navidades se llenaba de paquetes de regalo de muchos colores y cestas de que la gente le obsequiaba . A Blasito le solía dejar dirigir el tráfico a golpe de silbato, ¡claro!, Cómo mirábamos y le remirábamos y qué envidia nos daba.

Blasito, tenía el síndrome de DOWN, ahora lo sé, entonces no, fue mi héroe y el compañero de juegos más divertido que recuerdo. Si estuviera en mis manos hacerlo, pondría un gran cartel en medio de la fuente que diría “PARQUE DE DON BLAS

Ana Pérez Urquiza ©
Marzo 2012

CARTA DE UN DESCONOCIDO.


Querida Amiga.

¿Cómo te encuentras?; han pasado tantos años, que no sé si me recordaras.
Soy aquel que te vio cuando te llevaban en tu carricoche azul, llorando a pleno pulmón, y pensaba para mí que llegarías a ser una estrella de la canción. La verdad que cantante no, pero el tono de tu risa se escucha más allá de las montañas.

También descubrí que tus primeros pasos, fueron carreras, que acababan con las rodillas raspadas, y con mama diciéndote -“más despacio, que sino mañana no podemos volver”- y el despacio te duraba unos 2 minutos y otra vez a la carga.

Descubrí que te gustaba más los deportes, que las muñecas, que tus aliados en las tardes de diversión eran los balones, los patines, amigos y un gran saco de imaginación, que siempre acababan de la misma manera: llena de suciedad, una gran sonrisa y un hasta mañana a todos.

Cuando dejaste la edad de las carreras y balones; te observaba desde la distancia como paseabas con tus amigas comiendo pipas, sonriendo todo el día y hablando de cosas que solo vosotras entendíais porque, usabais vuestro propio idioma.

Escuché mas de mil veces tus problemas, tus alegrías; tus dudas; pero nunca me dabas tiempo a decirte mis ideas o mis consejos. Pero sí agradecías mis silencios, porque es lo que venías a buscar.

Tuvimos una época de separación no porque no quisiéramos vernos si no, porque los estudios, tu vida continuaba y nuestras tardes pasaron a un segundo plano. Pero hace varios días, me diste una gran alegría, viniste a verme y a contarme que tenías sueños, que había mucha gente que te quería, que también habías sufrido.

Pero como tantas otras veces no me diste tiempo a contestar a tus dudas o a darte la bienvenida. Por eso he decidido coger mi pluma, y decirte:
-Gracias por compartir tu vida con migo y dejar que forme parte de tu historia-

Hasta mañana

Tu banco del parque

Jezabel Luguera ©
Marzo 2012