jueves, 16 de marzo de 2023

COLORES

 


                                                             

     La paleta va pintando de fucsia y rosa el vestido entallado.  Un corazón, rojo, ondulado, grande, cubre toda la parte del tórax. Los zapatos, forrados en fucsia, hermoseados con una línea horizontal y  roja,  ondulan en su caminar los pasos de la modelo.  La mano, que maneja la paleta imaginaria: el  vestido como los accesorios... disfruta de libre albedrío, (fantasía pura), totalmente: antisistema, ecléctico.  Así es nuestra  diseñadora, nuestra modelo, nuestra  aristócrata:  capaz  de mezclar todos los matices, formas, texturas y épocas.  El cabello ensortijado, pelirrojo: “barroco”  -opinan las envidiosillas-, pero Ágatha,  para más inri, lo adorna con una diadema de mariposas multicolores. 

     La mirada de José  Picasso, cada vez, se nubla más ante los bocetos infantiles de su hijo Pablo y; antes de deprimirse, opta por regalarle todos sus pinceles, colores, paletas a su hijo; y no vuelve a pintar.  El arlequín cubista se presenta con un cuello de gasa cerúlea y un mono plagado de cubos verdes y azules. La cabeza, modernista, muestra un tocado ladeado, negro. Los iris bailan sin tregua ante la influencia de este cubismo zumbón.

     Bajo los estores y me mantengo a oscuras. ¿Se habrán normalizado los ojos?  -me pregunto-  Y a mi cerebro llega la canción de mi juventud.

De colores,

de colores

se visten los campos

en la primavera.

De colores,

de colores

son los pajaritos

que vienen de afuera.

De colores.. (Joan Baéza)

     La finca, de mi vecino, ha reverdecido por la lluvia primaveral. Parece que, el estiércol abonó más el trapecio que se extiende cerca del nogal; está cuajado de chiribitas.  El movimiento de rotación de la tierra, muestra una capa blanquecina.  Me acerco a la alambrada, pasa el dueño de la finca; lo veo receloso cuando saco una foto del Edén. ¿Puedo ver su móvil?  -me inquiere-   “La felicito, no sabía que hubiera más colores que los del arco iris...” Los pajaritos, cual saltimbanquis, vuelan a mi jardín; adiós al almuerzo del gato callejero. 

     Tomo asiento en la tumbona: ansiosa, cojo el móvil:  5 de marzo, 14horas. Los rayos de sol se reflejan sobre los sépalos y los miles de pétalos de la camelia; las margaritas africanas: lilas, granates...  me saludan. El  limonero extiende su fresco aroma, y su suave sombra en la aterciopelada azalea.  Se  han hermoseado hasta sus últimos estambres y pistilos... Me preparo un té con mi limón.  Me siento a la mesa del embaldosado, extiendo un cuarto de metro de cartón, y sobre él, el papel blanco  de embalar: aumento de tamaño la foto del móvil y según las directrices pinto las cuatro líneas de la finca en verde y, despacito, a paso de tortuga, he copiado del original, a patch work, una sola chiribita bajo una avispa anillada, en el centro del puzzle.  

 

                                                                             Isabel Bascaran Garechana

                                                                             San Vicente de la Barquera,a 5 de marzo de 2023 

YA VIENE LA NOCHE...



 Ya viene la noche

y el sol pide cama,

las sombras aumentan

y tiemblan las aguas.


Un pájaro herido

se posa en las ramas

del roble señero

que duerme en la plaza.


Ya cantan los ríos

y alegran fontanas,

formando meandros

que dejan su calma.


Y el pájaro herido,

con sangre en sus alas,

me mira en silencio

y acudo a curarlas.


¡Qué ojitos tan lindos

me ofrece por nada,

su herida está limpia

de polvo y de paja!


La sangre y la herida

no son inventadas,

proceden de un piso

y de otra ventana.


Allí se rompían

los ojos y el alma,

al ver a los niños

sufrir en la infancia.


Las guerras, malditas,

marcaron con balas,

las alas del ave

y al niño en su casa.


Ya viene la noche

ruin, con sus garras,

y el pájaro herido

nos deja una nana.


"Ya duermes mi cielo,

mi niño del alma,

tenemos heridas

profundas que sangran..."


Rafael Sánchez Ortega ©

13/03/23

miércoles, 15 de marzo de 2023

REUNIÓN FAMILIAR

 


Todavía no eran las 5, pero por las ventanas de la cabaña ya se veía oscurecido. Los que trabajaban en aquel valle, a veinte kilómetros del pueblo más cercano, terminaban su jornada una hora antes. El sol parecía seguir la misma costumbre.

            Hacía media hora que había llegado el primo Sebastián, el último que faltaba, y llevábamos ya un buen rato esforzándonos en soltar chascarrillos y bromas, pero el ambiente distaba mucho del alegre desenfado de otras reuniones familiares. La sombra de lo ocurrido la semana anterior era muy alargada.

            El tío Alberto, el dueño de la cabaña, decidió que ya teníamos bastante de esa farsa:

             ―Creo que deberíamos hablar seriamente, y todos sabemos a qué me refiero.

            Recibimos aquello con una mezcla de alivio por no tener que seguir fingiendo, y temor por afrontar el tema. Tío Alberto prosiguió:

             ―Porque lo del miércoles pasado no podemos dejarlo… ―unos golpes en la puerta le hicieron callar.

            Tío Alberto la abrió despacio, como si prefiriera dejarla cerrada. Una silueta grande y oscura se recortaba contra la penumbra del anochecer.

            ―Familia Mayorga, supongo ―dijo resueltamente la figura con un fuerte acento eslavo―. Si no les importa, preferiría pasar adentro, se está levantando un frío del demonio.

            La propietaria de la voz era un mujer alta, en sus primeros cincuenta  pero con un pelo que variaba por mechones desde el grisáceo hasta el blanco níveo, contrastando así con un abrigo largo de paño negro. Sin embargo, toda nuestra atención se veía atraída, como si de un agujero negro se tratase, por dos profundísimos ojos de un azul claro, casi transparente.

            ―¿Podemos saber quién…? ―balbuceó tío Alberto la pregunta en la cabeza de todos, pero la visitante atajó rápidamente:

            ―Me llamo Clara. Siento haber irrumpido así en su reunión, pero traigo un encargo de Elías. Sé que tienen muchas preguntas, aunque creo que esto las contestará todas.

            Y estando yo más cerca de ella que los demás, me alargó un sobre azul pálido. Dentro había una hoja de papel del mismo color, manuscrita con una caligrafía exquisita. Todos me miraban como si tuviera la lista de números del Gordo de navidad de los próximos diez años. La leí en voz alta: 

            Hola, querida familia. Sí, soy Elías. Ante todo quiero pediros disculpas por la escenita del otro día. Lo siento de verdad.

            También quiero rogaros que recibáis a Clara con la mayor amabilidad. Se ha convertido en una buena amiga; de hecho, la única que últimamente me ha escuchado y comprendido.

            Me hubiera gustado escribiros yo mismo, pero en mi estado actual me cuesta mucho, y más aún con la poca energía que me quedó desde lo de la semana pasada. Pero mi querida Clara, siempre tan gentil conmigo, ha accedido a transcribir puntualmente mis palabras.

            Quiero explicaros mi conducta en aquel encuentro.

            Sabéis que llevaba tiempo desaparecido de vuestras vidas. Lamenté marcharme sin despedirme de nadie pero, seamos sinceros, tampoco en aquel momento yo os importaba mucho a ninguno, así que decidí desconectar de todo por un tiempo. Poco después fue cuando conocí a Clara.

            Siempre he sido algo despegado con la familia, pero últimamente estoy nostálgico y me apetecía veros de nuevo. Además, sentía que tenía algo pendiente de resolver allí. Por todo esto y por consejo de Clara, me dirigí a la casa de los abuelos, que tanto añoraba, con la esperanza de encontrarme con alguno de vosotros.

            Pero claro, ni a propósito hubiera escogido mejor el lugar y el día: nada menos que el cumpleaños de Pedrito, y habíais ido todos. Corrí a vuestro encuentro pero, ¡ay!, ya conocéis mi vena bromista, y repentinamente lo pensé mejor. Aproveché un momento en el que estabais distraídos con los saludos en la entrada, me colé en la casa, y corrí a esconderme detrás del biombo que trajo el abuelo de Filipinas.

            ¡Qué alegría veros! Ha pasado tiempo y habéis cambiado bastante, pero os reconocí a la mayoría. Bueno, ya sabéis que cuanto más nervioso estoy, más bromista me vuelvo. Siempre me gustó la ventriloquía, y últimamente he mejorado mucho, así que no pude evitar haceros una demostración. ¡Qué caras pusisteis, qué callados os quedasteis! Al final fue el mismo Pedrito quien dijo:   «Llamadme loco si queréis, pero me da que es Elías». Siempre ha sido el que mejor me ha calado, el muy polvorilla.

            Decidí salir ya de mi escondite y saludaros, pero entonces empezasteis con los regalos. Lamento deciros que no me parecieron muy adecuados para su edad, pero cuando le disteis la peonza (mi peonza) entonces algo se me revolvió por dentro.

            Recuerdo perfectamente esa peonza: me la regaló papá cuando cumplí diez años.

            ―Fíjate Elisín ―me dijo (siempre odié ese ridículo diminutivo)―, la he pintado de azul, verde y rojo. Tírala y verás lo que pasa.

            Yo la lancé, y no podía creer lo que veía: se había vuelto blanca. De verdad pensé que papá había hecho magia. Ese fue el último momento en el que sentí que yo le importaba a alguien, hasta que conocí a Clara.

            Pero, volviendo a lo del otro día, reconozco que al ver aquello me sentí nuevamente dolido, no ya porque no me pidierais permiso (yo le doy la peonza al bueno de Pedrito de mil amores) sino porque nadie se acordó de mí.

            Pero luego lo pensé mejor, y caí en la cuenta de que Pedrito sí que se acuerda de mí, le importo. Calculo que en un año o dos ya tendrá edad para viajar, así que estoy muy ilusionado con la idea de ir a recibirle.

            Y cuando luego sacasteis la tarta con las velitas y le pedisteis a Pedrito que las soplara, yo, entusiasmado, salí corriendo del biombo y mandé todo el aire que pude a las velas y..., vale, me pasé un poco.

                       Pero, ¡qué demonios!, tenía todo el derecho a estar en el cumpleaños de mi nieto. Y tendríais que haberos visto la cara que se os quedó cuando apagué todas las velas. Las cien.

                                                                                                

 

José E. del Olmo©


martes, 14 de febrero de 2023

AGUANTA EN LA ERA

 



—Sospechoso intentando golpear con bolso en el control de equipajes. Cambio.

—Afirmativo. Describa sospechoso. Cambio.

—Excéntrico. Barba densa a lo Bakunin, sombrero Fedora, falda de tablas y botas de cowboy. En Seguridad ríen, ya ha pasado el control. Cambio.

—No le pierda de vista. Cambio.

—Afirmativo. Va preguntando a la gente que si quieren ver sus tetas, y le dicen que sí. Cambio.

—Campuzano, ¿es usted tonto o se lo deletreo en alfabeto de la OTAN? Le estoy llamando al móvil o no se entera. Deje ya el puto walkie y escúcheme.

—Disculpe, Sr. Martínez, a sus órdenes.

—Campuzano, hemos escuchado el audio del control de equipajes y les ha dicho: Mamá, mamá, en el colegio me llaman maricón. ¿Y tú, qué haces? Pegarles con el bolso. Y ahora les está contando el clásico e infantil del perro Mis tetas ¿Ha visto a Mis tetas? No, pero me gustaría verlas. Campuzano, usted no ha tenido infancia, ¿verdad?

—No señor; digo, sí señor.

—Campuzano, el sospechoso es una patata caliente. Vamos a intentar infiltrarle en su vuelo a Osaka.

—Pero Sr. Martínez, tengo entradas para el clásico de esta noche.

—Campuzano, el deber es el deber y puede salvar muchas vidas; además, no tiene familia y no se le conoce novia.

—Lo que usted mande.

—Campuzano, y si cree que puede poner en peligro a los pasajeros, dispare a matar.

 

—Sr. Martínez, soy Campuzano. Le llamo desde la cabina del piloto. Vamos a ver, por dónde empiezo. Este hombre, o lo que sea, parece no estar muy cuerdo. No para de contar chistes de “un inglés, un alemán, un francés y un español van en un avión…” Y hasta los tripulantes se mondan de risa. Habla mucho de su mujer, que falleció recientemente y que se llamaba María y, según cuenta, se la llevaba con frecuencia a la era para el folleteo –las noches mágicas, las llama–. Parece ser que se dedica a la inteligencia artificial y está creando una aplicación de chistes. También dice que va a Osaka de peregrinación, como regalo de su familia política, para conocer al chino Cudeiro, aquel de humor amarillo. Pero digo yo que el chino Cudeiro estará en China.

—Campuzano, usted no opine. Remítase sólo a describir los hechos.

—A sus órdenes, Sr. Martínez.

—Por cierto, ¿le ha dicho el nombre?

—Chelsea, Sr. Martínez, dice que se llama Chelsea.

—Infórmeme en cuanto esté en tierra.

 

—Sr. Martínez, estamos en el aeropuerto de Osaka y esto es una locura. Escuche, escuche lo que la gente canta:

¡AGUANTA EN LA ERA! ¡MARÍA AGUANTA EN LA ERA! ¡AGUANTA EN LA ERA! ¡MARÍA AGUANTA EN LA ERA! (Versión libre de Guantanamera).

—Seriedad, Campuzano, le pido seriedad. ¿Dónde está el sospechoso?

—Se ha puesto a cantar Aguanta en la era… Y hay cientos de personas por el aeropuerto secundando sus congas y cánticos. Escuche, escuche... Sr. Martínez, ¿sabe lo que le digo? Que dimito, ¡váyase usted a tomar por culo!

—¡Campuzano, Campuzano…!

—AGUANTA EN LA ERA, ¡YEAH!

 

En una de estas desatadas congas colectivas del aeropuerto, Campuzano conoció a Shigeo, un fofisano, dulce y cariñoso, con el que montó una tienda de dorayakis rellenos y se quedaron a vivir en Osaka con sus caniches.

 

¿Y qué fue de nuestro sospechoso?

Chelsea, que era más listo de lo que parecía, montó las congas para dar boleto a Campuzano, que sabía que le vigilaba. Pidió un taxi y se fue al hotel Cudeiro, engañado por la familia de María, que querían vengarse de él por haberse operado las tetas tras su muerte.

El hotel pertenecía a la Yakuza y era una tapadera. Aparecía en Booking para no levantar sospechas, pero no tenía clientes. Cuando llegó Chelsea, sólo había un recepcionista con cara de pocos amigos y múltiples tatuajes por toda la parte visible de su cuerpo.

Chelsea le contó varios chistes con el traductor del móvil: el del fantasma de los ojos azules y el del fantasma de los calzoncillos rotos. Y la primera noche, de madrugada, bajó a la recepción, despertó al malas pulgas y le contó el de los “perros del curro no me dejan dormir” pero en chino, o lo que es lo mismo: “los pelos del culo no me dejan dolmil…” El yakuzero, enfurruñado ante lo que interpretó como ofensa, cogió una espada de samurai y se lanzó al ataque. Pero Chelsea, que había sido legionario en Ceuta y experto en Kung-fu, Muay Thai y Aikido, se la arrebató de las manos, rodó por el suelo y, haciendo una elipse, le corto los dos pies a la altura de los tobillos. El nipón, en señal de horror, subió las dos manos y se las rebanó también, dejándole con cuatro muñones escupiendo sangre, y le dijo: ¿Has visto mis tetas? Y se subió la camisa para enseñárselas y, mientras el mafioso gritaba horrorizado, le seccionó la cabeza de una tajada.

Todavía espada en mano y rezumando chorros de sangre por las extremidades, escuchó unos aplausos pausados en la penumbra. Era Yamaguchi-gumi, jefe de la Yakuza, que invitó a Chelsea en perfecto castellano a que se acercara y se sentara en el Chester frente a él. Y ahí Chelsea, con la cara, la barba y las manos a rebosar de viscosidades, le deleitó durante más de tres horas con toda una retahíla de chistes old school. Fueron tal el disfrute y las carcajadas de Yamaguchi-gumi que decidió cederle el establecimiento, el cual, a partir de entonces, pasó a llamarse el Chelsea Palace, donde por fin pudo incubar la aplicación de inteligencia artificial de chistes clásicos que se iba retroalimentando con la participación de aquella creciente comunidad de japo-freaks. Y no sólo eso, sino que, para endulzar a aquellos fanáticos del chiste, Campuzano y Shigeo llevaron allí su tienda de dorayakis rellenos.

Y por supuesto, los sábados por la noche, con reservas a un año vista, lo más exitoso fueron las veladas especiales de la archiconocida conga y reivindicable desde ya: Aguanta en la era.

 

Óscar Nuño©

EL OJÁNCANO

 



Hacía rato que la tarde había caído, pero a los rayos de sol les costaba abandonar la playa, al igual que a nosotros. Las familias recogían los bártulos y se encaminaban hacia la salida como si acabasen de anunciar por una megafonía inexistente que el día no daba más de sí.

El camino de vuelta al aparcamiento era estrecho y empinado. Una riada de personas ascendía serpenteando por la duna y, como si de una caravana que atraviesa el desierto se tratase, avanzaba lenta y silenciosa.

Entonces no supe quién era y le dejé pasar. No, prisa no tenía y él iba cargado con dos grandes tablas de surf, una en cada brazo. En la toalla que llevaba enroscada a la cintura a modo de pareo, no reparé. Iniciamos el ascenso. La mirada en cada pisada. Parón. Subo la vista y veo que el chico de las dos tablas en los brazos, al que educadamente he dejado pasar, empieza a abrir las piernas intentando sujetar la toalla que se le ha soltado de la cintura y que irremediablemente cae al suelo. No tiene manos, las tablas no se pueden soltar, valen una fortuna. Y así se queda, con todo el culo peludo de ojáncano al aire, una tabla en cada mano, y yo, detrás. Silencio. Gritos. Risas. Apoya las tablas despacio, coge la toalla, se la vuelve a enroscar dignamente, se gira y me mira, hace un gesto subiendo lo hombros y retoma el camino. Me río y me oye, se ríe y me río más. ¡Qué mal rato! ¡Qué buen rato!

 

Almudena Pascual©

COSAS COMUNES

 

 


Los focos estaban apagados, al contario que las máquinas de humo y los gritos del otro lado del escenario. Yo respiraba profunda, calmadamente, para poder apaciguar los nervios, que tenían el control de todo.

Nerviosa era quedarse corta; era un océano de ellos, pero también era mágico, quería decir que estaba haciendo las cosas bien y quería que todo saliera bien. ¿Me estaría haciendo mayor? Como diría mi mejor amiga: “treinta y no te encuentras”. La sonrisa sale sola, esa frase me acompañará toda mi existencia; eso sí, cambiando las cifras, porque encontrarme, no me encuentra ni el miedo, y mucho menos la vergüenza.

Levanté la vista, encontrándome a una decena de ojos, que eran espejos de los míos. Había tanta profesionalidad y respeto en ellos que simplemente sonreí. No me salían las palabras y recibí su sonrisa como respuesta, estaba todo dicho.

El público cada vez se impacientaba más, sus gritos eran cada vez más fuertes. Pegué un salto cuando noté las manos de Juanjo, nuestro técnico de sonido, colocándome el pinganillo. Comprobamos todo y me dio el micro apagado. Asentí en modo de respuesta y desapareció entre bambalinas.

Los músicos ya se habían colocado en sus sitios en el escenario y los primeros acordes aparecían junto a las luces de color verde esperanza. La gente, ya enloquecida, subió un nivel más, llegando a algo llamado euforia. Cerré los ojos, pegué un par de saltos para descargar toda la energía eléctrica que contenía, y toqué la piedra luna que llevaba como colgante –según Celia, equilibraba las emociones–, haciendo que me relajase, no sé si en modo placebo o no, pero pasaba.

Un paso tras otro, subía las escaleras en una oscuridad absoluta y con algo de inseguridad, pero sin detenerme; y en el último escalón, encendí el micrófono, dejando que mis cuerdas vocales rompieran la música instrumental. Todo desapareció, simplemente era la música y yo. La primera canción pasó en un abrir y cerrar de ojos, dejando paso a la segunda. La gente cantaba a coro conmigo, eso era magia y no la de Disney. Me di cuenta de que mi cara se veía en las pantallas mientras cantaba, intercalándose con imágenes del público en directo. Tras la tercera canción, con baile incluido, decidí saludar al público, tan maravilloso.

Llevaba menos de dos minutos de discurso/bienvenida, cuando…

La puerta del baño se abrió de golpe. El ruido fue tal que, del susto, el cepillo del pelo se me cayó de las manos, yendo a parar al lavabo, salpicando todo el espejo, haciendo que yo tropezara con la alfombrilla de la ducha y quedara sentada en el suelo con una pierna dentro de la bañera.

–Beyoncé, que dice mamá que acabes ya el concierto, que tiene la cena lista y se va a enfriar me gritó desde el marco de la puerta, con una sonrisa triunfal.

Me quité la toalla de la cabeza, me levanté un poco dolorida; toda digna, coloqué las cosas en su sitio y, cuando estaba dejando el cepillo del pelo, miré al espejo, me despedí de mi público hasta la siguiente actuación y, al llegar a la altura de mi hermana, le pedí el dinero de la entrada.

Yo soy la hermana de la artista y no pago; y mamá tampoco, que es tu manager.

Y así fue mi primer concierto, pero no el último.

 

Jezabel Luguera©

lunes, 13 de febrero de 2023

LOS OJOS VIBRAN...



Los ojos vibran

y buscan febrilmente

en la distancia.


Acaso dudan,

persiguen utopías

y algunos sueños.


Es el invierno,

te dices, sin palabras,

mientras sonríes.


Los días tristes

con vientos y con lluvias

a nada invitan.


Si a esto le sumas

las nubes muy oscuras,

sin luz y sol.


Es ese cuadro

perfecto de la angustia

y la ansiedad.


Se vive al día,

el alma se estremece

por cualquier cosa.


Y si persigues

los sueños de la infancia

entonces mal.


Porque el humor

se escapa y desvanece

con los suspiros.


Y es que los ojos

son blanco, y receptores,

de las sonrisas.


Ríen los ojos,

ocultos tras las cejas

y las pestañas.


Ríen los labios

que ofrecen, hoy, mil besos,

al infinito.


Ríen las almas

de niños y mayores

buscando sueños.


¿Y tú, sonríes,

o buscas el humor

de otra manera?


Rafael Sánchez Ortega ©

10/02/23


REFLEXIONES SESUDAS SOBRE EL HUMOR

 

 


La potencia intelectual de un hombre se mide

por la dosis de humor que es capaz de utilizar.

Friedrich Nietzsche

 

            Hay tipos de humor para todos los gustos: verde, negro, absurdo, grotesco, irreverente, racista, y todo lo que se nos pueda ocurrir. Los chistes enlatados, prefabricados, pueden estar bien y hacerme reír, pero confieso que me parecen de poco mérito; no demuestran por parte de quien los cuenta más ingenio que el de un loro, que se limita a repetir lo que ha oído, aunque exhiba más o menos gracejo uno que el otro. Pueden suscitar la risa, pero es una risa de poca calidad, porque no sabes si se trata de una originalidad –rara vez– o un plagio –lo más común–. Es humor por repetición, carente de ingenio propio.

            No creo que Nietzsche se refiriera a los insufribles cuentachistes (hoy devenidos en plaga televisiva), sino más bien desde los grandes nombres de la literatura que sazonan sus obras con sentido del humor hasta el hombre de la calle que hace lo propio en su día a día.

            No obstante, estos creadores de humor tienen mucho de artesanos: se toman el tiempo que quieren para elaborar situaciones y darles vueltas y vueltas hasta lograr el efecto deseado. Mucho más interesante aún me resulta quien tiene la chispa para crear el humor espontáneamente, sobre la marcha, generalmente cuando otra persona, mucho menos dotada de ingenio, trata de ponerle en apuros.

            Hay ejemplos muy notorios en nuestro país, como Camilo José Cela, con su famoso: “¡Cómo va a ser lo mismo estar durmiendo que estar dormido! ¿Le parece a usted lo mismo estar jodiendo que estar jodido?” O Miguel de Unamuno, cuando, mientras impartía una esperada conferencia, vio cómo se reían de él porque había pronunciado el nombre de Shakespeare tal como se leería en español (“Saquespeare”). Así que les dijo que, en vista de que estaba ante una audiencia tan versada en la lengua inglesa, no habría inconveniente en que siguiera dando la exposición en ese idioma. Y se puso a hablarles en un perfecto inglés, con lo que la inmensa mayoría de los asistentes tuvo que aguantar estoicamente la ansiada conferencia sin entender una palabra. Estos y tantos otros ejemplos constituyen, para mí, la forma más elevada del humor, del humor inteligente.

            Y de entre estos grandes creativos de humor, posiblemente a quien más admiro es un personaje que, pese a resultarme despreciable en otros aspectos, tuvo más que nadie el don de la inteligencia aguda, rápida y despiadada. Además de un grandísimo político (un Gulliver frente los actuales liliputienses), además de premio Nobel de Literatura (¿a cuántos mandatarios actuales conocemos que hayan aspirado a él?), alardeaba de un magistral ingenio ante quien se le ponía por delante. Me refiero, ya lo habréis adivinado, a Winston Churchill.

            Sirva como ejemplo la archiconocida historia que, como tantas otras, tuvo lugar en el Palacio de Westminster. Al terminar una enconada lucha dialéctica con lady Astor, primera mujer que ocupó un escaño en el parlamento británico, la cual había tenido que soportar durante el debate las despiadadas y mordaces locuciones del personaje de marras, en el pasillo y ante un corrillo de parlamentarios, ella se dirigió a él, visiblemente enfadada:

            –Sr. Churchill: le aseguro que, si fuera su mujer, le pondría veneno en el té.

            Ante lo cual, él, para regocijo de los del corrillo, que aguardaban expectantes, sabiendo que no les iba a defraudar, le respondió:

            –Sra. Astor: si fuera usted mi esposa, le aseguro que me lo bebería.

            Genio creativo, humor con mayúsculas. Nunca el insulto directo y poco imaginativo; nunca palabras soeces ni toscos chascarrillos que, más que risa, suelen dar vergüenza ajena, sino elevarse a una altura intelectual superior y recurrir a un humor no por educado y erudito menos descarnado, sino todo lo contrario.

           Hasta en la barra de un pub inglés, charlando animadamente de pie con una jarra de cerveza en la mano, no perdió ocasión de darle la vuelta a la tortilla de quien pretendió ponerle en evidencia. Un joven, de ideas manifiestamente opuestas, quiso su minuto de gloria pretendiendo ridiculizar a tan insigne personaje, así que se le acercó con una sonrisa malévola:

            –Sr. Churchill, lamento tener que decírselo, pero lleva usted la bragueta abierta. 

            Y claro, como no iba a ser de otra forma, resultó el burlador burlado:

            –No se preocupe, joven. A mi edad, el pájaro no se va a escapar de la jaula.

                        A falta de este ingenio, puestos a escuchar chistes prefabricados, confieso que mis preferidos son los de un personaje tan universal como nuestro querido Jaimito (Little Johnny en Inglaterra y Estados Unidos, Totó en Francia, Pierino en Italia, Vovochka en Rusia y Ucrania, y un larguísimo etcétera; hasta los alemanes, con su proverbial falta del sentido del humor, tienen también a su Klein Fritzchen, que ya es decir), porque suelen recurrir a un humor ecuménico que bien podría haber salido de la boca del niño Churchill. Como este que dejo aquí para terminar esta sesuda reflexión:

            A sus cuatro años, paseaba Jaimito por el parque de la mano de su padre cuando vio a un perro montándose a una perra. Le preguntó a su papá que qué hacían. Y este le respondió que, como se querían mucho, estaban encargando un cachorrito. A los pocos días, Jaimito se levantó de la cama para hacer pis y, al pasar frente la habitación de sus padres, vio cómo él estaba tumbado sobre su madre, y le preguntó qué hacían. El padre le respondió que, como se querían mucho, estaban encargando un hermanito. Y Jaimito le contestó:

            –No, no, papá, no. Dale la vuelta a mamá, que prefiero un cachorrito.

            Pues nada, la cosa no da para más. Uno no es Churchill.

 

José-Pedro Cladera Fontenla©

DIGNO HEREDERO DEL HUMOR NEGRO

 



 

—Hola, abu. He de escribir sobre el humor negro, y dice papá que tú lo utilizas a menudo. ¿Podrías ayudarme?

—¡Por supuesto! ¡Y te he dicho mil veces que me llames Pepe, o te llamaré nieto en vez de Tito!

—Disculpa, ab… Uy, quise decir Pepe. ¿Con humor negro se pueden escribir poemas alegres?

—Claro, lo hago cada día.

—Entonces, ¿por qué solo editas los tristes?

—Porque se venden mejor.

—¿Lloras al escribirlos?

—Algunas veces.

—¿Qué tal te llevas con la esperanza?

—¿Acaso no ves que todavía respiro aunque sea con la botella de oxígeno?

—Dice la abuela que eso te pasa por fumar como una nuétaba. Por cierto, ¿qué animal es?

—¡Vaya con tu abuela! La nuétaba es de la familia de las lechuzas. Verás, en la cárcel pasé tantas ganas de fumar que, aún libre, no se me quitaron.

—¡Bonita disculpa! ¿Qué piensas de las fronteras?

—Que no las hay. Mira, viví dos posguerras, una guerra, la cárcel y una dictadura, y creo que la única frontera está entre vivir y morir y, de momento, vivo.

—¡Uy, si no cambio de tema, me va a contar sus batallitas! ¡Ah, ya sé!, le preguntaré sobre su forma de escribir; total, no ha sacado a relucir ese humor negro que decía papá. Pepe, nunca te escuché decir “sí”; tampoco lo he leído en tus poemas.

—Chaval, esas dos letras no las uso ni dentro de palabras donde conserven ese orden. La última vez que las dije, me costó años de cárcel.

—¿Y cómo dices “sí”?

—Con un gesto.

—¿Y cuando escribes?

—Simplemente, lo hago con otras palabras: afirmo que, lo confirmo… Tito, te estás poniendo cargante, y te voy a mandar al carajo.

—Venga, hombre, que sólo es por curiosidad. ¿Y cómo dices “siete”?

—Seis más uno, u ocho menos uno. Y con las cifras que contengan ese número, lo mismo.

—¿Y “sílaba”?

—No la escribo ni la mento.

—Perdona que insista. ¿Y “sinónimo”?

—¡Eres más pesado que un ataúd llevado a mano alzada! Digo: palabra equivalente de...

—Cuando te casaste, tendrías que decir sí, porque, no me creo que lleves así toda la vida.

—Estaba afónico y no tuve que aplicar mi norma.

—He observado cómo te comportas, y me da la sensación de que eres rarito.

—¡Ahora resulta que eres antropólogo social!, ¡y yo con estos pelos!

—¡Pepe, si valen las puyas, yo también lo haré: ¡y tú hablas de pelos, pero tienes la cabeza como una bola de billar! Lo digo porque en la cantina te apartas de los demás, y en casa, de nosotros.

—Sólo lo imaginas, que no somos siameses. Intento coexistir cuando escribo.

—¡Te he pillado! Has dicho la palabra “sí” en coesistir!

—Coexistir se escribe con equis, ¡y quítate la boñiga de los ojos, Tito, que te impide ver las normas ortográficas!

Abu, si no te importa, ¿podemos seguir pasado mañana?

—¡¡Qué te dirijas a mí como Pepe!! —Este chaval no se entera de nada, qué castigo... Vale, ‘nieto’, quedamos, a no ser que tenga que acudir al entierro.

—¿Qué entierro?

—¡El mío!

—¡Ahhh! Pues dame un beso de despedida, por si acaso…

 

©Ángeles Sánchez Gandarillas

ANSELMO Y YO

 



            Lo que más me duele de todo es saber que soy, en grandísima medida,  la responsable de esto, y además con el agravante de que lo vi venir, pero claro, el camino era demasiado tentador como para no recorrerlo.

            Todo comenzó cuando mi jefe me asignó a Anselmo. Bueno, realmente comenzó muchos años antes, cuando conocí a Anselmo, aunque ahora me refiero al primero, al real.

            Todos hemos conocido, alguna vez en nuestra vida, a alguien especialmente ocurrente, chistoso, con una especial vis comica, pero dudo mucho que ninguno se haya asemejado, ni de lejos, a Anselmo.

            Era una niña cuando le conocí. Una tarde, estábamos todos jugando en la calle y un niño esmirriado, con aspecto tímido, se acercó y se quedó mirándome. Nosotros seguimos a lo nuestro sin prestarle atención, pero entonces soltó una ocurrencia que nos hizo parar y retorcernos de risa. No era solamente lo que dijo, era todo: la entonación, los gestos... Aquello fue el principio de una relación de amor y hartazgo.

            Porque Anselmo no podía parar de hacernos reír, era superior a él. Nos consta que lo intentaba, que en muchas ocasiones quería que le tomáramos en serio, pero a él le resultaba imposible y a nosotros también.

            Cuando entró en nuestro grupo de amigos, los demás niños del barrio nos miraban con envidia: pasar la tarde con Anselmo era garantía de carcajadas continuas. Claro que ellos no sabían lo atosigante que podía llegar a ser estar con una persona así a todas horas.

            Para cuando entramos en la adolescencia, todos habíamos aprendido a lidiar algo con esto, pero solo un poco. La suya era ausencia obligada en velatorios, funerales y eventos mínimamente serios. Él mismo sabía que, cuando se le invitaba a una boda, debía presentarse una vez terminada la ceremonia, nunca antes, y luego… con reservas.

            Hay que decir que también tenía sus ventajas. Ser amigo de Anselmo te otorgaba un plus de poder, de influencia. En las fiestas, ligabas un montón. Yo, particularmente, nunca tuve problemas con los babosos; en cuanto me caía alguno, sin llamarle siquiera, Anselmo acudía. A base de chanzas, lo sumía en el ridículo más absoluto.        

            Y sin embargo, creo que era la persona más triste que he conocido. En una ocasión, estando los dos solos, quiso... sincerarse conmigo. Al principio traté de escucharle atentamente, pero al minuto de estar mirándole me retorcía por dentro intentando aguantar la risa. No entendí sus intenciones hasta que fue demasiado tarde.

            Él paró de hablar, se levantó y me dijo:                  

            ―Tranquila, Luisita; ríete a gusto, yo ya me voy.

            Y esa fue la última vez que supimos de él. Con el tiempo, he lamentado muchísimo aquello. Lo llevo clavado muy hondo.

            Su desaparición me dejó una enorme avidez de conocimientos sobre lo que es el humor, qué lo desencadena, por qué es algo tan particular de cada persona..., así que, cuando el año pasado mi jefe me asignó al departamento de inteligencia artificial, lo tuve claro.

            Todo el mundo supone que crear una IA consiste en disponer de un ordenador potentísimo y proporcionarle acceso a Internet para que aprenda mucho y rápidamente.

            En parte es así, pero también es algo parecido a educar a un niño: tienes que sugerir qué temas pueden interesarle, prevenirle de muchas ideas nocivas que circulan por Internet, hacerle preguntas... Especialmente, hacerle preguntas.

            Yo tenía carta blanca para actuar con la IA, así que decidí atiborrarla de chistes, situaciones cómicas, juegos de palabras, y todo lo que encontré que a alguien, alguna vez en la historia, le había hecho gracia.

            Con el tiempo, llegué a sentir que había cierta relación personal entre nosotros, y decidí llamarle Anselmo.

            En ocasiones, me parecía que mostraba interés por otras cuestiones, pero yo, tercamente, siempre le reconducía al monotema del humor.

            El nuevo Anselmo pronto llegó a conocerme, a mí y a mi sentido del humor, extremadamente bien. Tanto, que empezó a inventar chistes, frases graciosas y relatos realmente cómicos. Y utilizo bien la palabra inventar: eran creaciones genuinamente nuevas y originales.

            Pero todo se torció de repente. La Dirección consideró que el programa ya estaba maduro para su lanzamiento, y me asignaron a otro proyecto. Intenté mantenerme en este, pero sin éxito, así que finalmente me avine a trabajar en el nuevo.

            Un mes después, sin embargo, descubrí con horror lo que pasaba. La empresa lo había lanzado como aplicación para teléfono móvil. La campaña incluía un anuncio: «Ponga un Anselmo en su vida», decía. Tras contestar un pequeño test de cincuenta preguntas y unos pocos datos personales, empezaba a hacerte reír sin parar. Mientras tanto, a mí se me partía el corazón imaginándome a Anselmo (el primero) enterándose de semejante bazofia.

            Aquello se extendió por todas partes como una mancha de aceite; todo el mundo lo tenía, todos estaban ansiosos por pasar su tiempo libre (y el otro) desternillándose de risa. Se alcanzaron unos niveles de adicción inquietantes, pero a nadie parecía preocuparle. En cambio, a mí, lo que habían hecho con él me resultaba una humillación dolorosa e intolerable.

            Me cobré algún favor y conseguí acceder clandestinamente a Anselmo. Me recibió alegremente con algunos chistes buenísimos, pero en esta ocasión yo iba más preparada que veinte años atrás. Aguanté... y tuvimos una charla.

            Al día siguiente, dejó de funcionar. Bueno, respondía como la excelsa IA que era, pero había dejado de ser un constante chistoso.

            El jefe de ventas me contó lo disgustados que estaban con aquel fiasco. Cuando nos despedíamos, me confesó:

            ―Todo en ese proyecto salió redondo, hasta el nombre. Al principio quisimos ponerle uno más comercial, pero el programa se negó siempre a aceptar cualquier otro que no fuera Anselmo. Luego comprobamos que ese nombre era, con mucho, el mejor. Lástima que se haya quedado solo en una buena IA.

            Era un punto de vista comprensible. Pero yo sabía, más allá de toda duda, que mis Anselmos estaban ahora mucho más conformes. Y yo también.        

 

José E. del Olmo©