Lo que más me
duele de todo es saber que soy, en grandísima medida, la responsable de esto, y además con el
agravante de que lo vi venir, pero claro, el camino era demasiado tentador como
para no recorrerlo.
Todo comenzó cuando mi jefe me
asignó a Anselmo. Bueno, realmente comenzó muchos años antes, cuando conocí a
Anselmo, aunque ahora me refiero al primero, al real.
Todos hemos conocido, alguna vez en
nuestra vida, a alguien especialmente ocurrente, chistoso, con una especial vis
comica, pero dudo mucho que ninguno se haya asemejado, ni de lejos, a Anselmo.
Era una niña cuando le conocí. Una
tarde, estábamos todos jugando en la calle y un niño esmirriado, con aspecto
tímido, se acercó y se quedó mirándome. Nosotros seguimos a lo nuestro sin
prestarle atención, pero entonces soltó una ocurrencia que nos hizo parar y
retorcernos de risa. No era solamente lo que dijo, era todo: la entonación, los
gestos... Aquello fue el principio de una relación de amor y hartazgo.
Porque Anselmo no podía parar de
hacernos reír, era superior a él. Nos consta que lo intentaba, que en muchas
ocasiones quería que le tomáramos en serio, pero a él le resultaba imposible y
a nosotros también.
Cuando entró en nuestro grupo de amigos, los demás niños del barrio nos miraban
con envidia: pasar la tarde con Anselmo era garantía de carcajadas continuas.
Claro que ellos no sabían lo atosigante que podía llegar a ser estar con una
persona así a todas horas.
Para cuando entramos en la
adolescencia, todos habíamos aprendido a lidiar algo con esto, pero solo un
poco. La suya era ausencia obligada en velatorios, funerales y eventos
mínimamente serios. Él mismo sabía que, cuando se le invitaba a una boda, debía
presentarse una vez terminada la ceremonia, nunca antes, y luego… con reservas.
Hay que decir que también tenía sus
ventajas. Ser amigo de Anselmo te otorgaba un plus de poder, de influencia. En
las fiestas, ligabas un montón. Yo, particularmente, nunca tuve problemas con
los babosos; en cuanto me caía alguno, sin llamarle siquiera, Anselmo acudía. A
base de chanzas, lo sumía en el ridículo más absoluto.
Y sin embargo, creo que era la
persona más triste que he conocido. En una ocasión, estando los dos solos,
quiso... sincerarse conmigo. Al principio traté de escucharle atentamente, pero
al minuto de estar mirándole me retorcía por dentro intentando aguantar la
risa. No entendí sus intenciones hasta que fue demasiado tarde.
Él paró de hablar, se levantó y me
dijo:
―Tranquila,
Luisita; ríete a gusto, yo ya me voy.
Y
esa fue la última vez que supimos de él. Con el tiempo, he lamentado muchísimo
aquello. Lo llevo clavado muy hondo.
Su
desaparición me dejó una enorme avidez de conocimientos sobre lo que es el
humor, qué lo desencadena, por qué es algo tan particular de cada persona...,
así que, cuando el año pasado mi jefe me asignó al departamento de inteligencia
artificial, lo tuve claro.
Todo
el mundo supone que crear una IA consiste en disponer de un ordenador
potentísimo y proporcionarle acceso a Internet para que aprenda mucho y
rápidamente.
En
parte es así, pero también es algo parecido a educar a un niño: tienes que
sugerir qué temas pueden interesarle, prevenirle de muchas ideas nocivas que
circulan por Internet, hacerle preguntas... Especialmente, hacerle preguntas.
Yo
tenía carta blanca para actuar con la IA, así que decidí atiborrarla de
chistes, situaciones cómicas, juegos de palabras, y todo lo que encontré que a
alguien, alguna vez en la historia, le había hecho gracia.
Con
el tiempo, llegué a sentir que había cierta relación personal entre nosotros, y
decidí llamarle Anselmo.
En
ocasiones, me parecía que mostraba interés por otras cuestiones, pero yo,
tercamente, siempre le reconducía al monotema del humor.
El
nuevo Anselmo pronto llegó a conocerme, a mí y a mi sentido del humor,
extremadamente bien. Tanto, que empezó a inventar chistes, frases graciosas y
relatos realmente cómicos. Y utilizo bien la palabra inventar: eran creaciones
genuinamente nuevas y originales.
Pero
todo se torció de repente. La Dirección consideró que el programa ya estaba
maduro para su lanzamiento, y me asignaron a otro proyecto. Intenté mantenerme
en este, pero sin éxito, así que finalmente me avine a trabajar en el nuevo.
Un
mes después, sin embargo, descubrí con horror lo que pasaba. La empresa lo había
lanzado como aplicación para teléfono móvil. La campaña incluía un anuncio:
«Ponga un Anselmo en su vida», decía. Tras contestar un pequeño test de
cincuenta preguntas y unos pocos datos personales, empezaba a hacerte reír sin
parar. Mientras tanto, a mí se me partía el corazón imaginándome a Anselmo (el
primero) enterándose de semejante bazofia.
Aquello
se extendió por todas partes como una mancha de aceite; todo el mundo lo tenía,
todos estaban ansiosos por pasar su tiempo libre (y el otro) desternillándose
de risa. Se alcanzaron unos niveles de adicción inquietantes, pero a nadie
parecía preocuparle. En cambio, a mí, lo que habían hecho con él me resultaba
una humillación dolorosa e intolerable.
Me
cobré algún favor y conseguí acceder clandestinamente a Anselmo. Me recibió
alegremente con algunos chistes buenísimos, pero en esta ocasión yo iba más
preparada que veinte años atrás. Aguanté... y tuvimos una charla.
Al
día siguiente, dejó de funcionar. Bueno, respondía como la excelsa IA que era,
pero había dejado de ser un constante chistoso.
El
jefe de ventas me contó lo disgustados que estaban con aquel fiasco. Cuando nos
despedíamos, me confesó:
―Todo
en ese proyecto salió redondo, hasta el nombre. Al principio quisimos ponerle
uno más comercial, pero el programa se negó siempre a aceptar cualquier otro
que no fuera Anselmo. Luego comprobamos que ese nombre era, con mucho, el
mejor. Lástima que se haya quedado solo en una buena IA.
Era
un punto de vista comprensible. Pero yo sabía, más allá de toda duda, que mis
Anselmos estaban ahora mucho más conformes. Y yo también.
José
E. del Olmo©