miércoles, 15 de marzo de 2023

REUNIÓN FAMILIAR

 


Todavía no eran las 5, pero por las ventanas de la cabaña ya se veía oscurecido. Los que trabajaban en aquel valle, a veinte kilómetros del pueblo más cercano, terminaban su jornada una hora antes. El sol parecía seguir la misma costumbre.

            Hacía media hora que había llegado el primo Sebastián, el último que faltaba, y llevábamos ya un buen rato esforzándonos en soltar chascarrillos y bromas, pero el ambiente distaba mucho del alegre desenfado de otras reuniones familiares. La sombra de lo ocurrido la semana anterior era muy alargada.

            El tío Alberto, el dueño de la cabaña, decidió que ya teníamos bastante de esa farsa:

             ―Creo que deberíamos hablar seriamente, y todos sabemos a qué me refiero.

            Recibimos aquello con una mezcla de alivio por no tener que seguir fingiendo, y temor por afrontar el tema. Tío Alberto prosiguió:

             ―Porque lo del miércoles pasado no podemos dejarlo… ―unos golpes en la puerta le hicieron callar.

            Tío Alberto la abrió despacio, como si prefiriera dejarla cerrada. Una silueta grande y oscura se recortaba contra la penumbra del anochecer.

            ―Familia Mayorga, supongo ―dijo resueltamente la figura con un fuerte acento eslavo―. Si no les importa, preferiría pasar adentro, se está levantando un frío del demonio.

            La propietaria de la voz era un mujer alta, en sus primeros cincuenta  pero con un pelo que variaba por mechones desde el grisáceo hasta el blanco níveo, contrastando así con un abrigo largo de paño negro. Sin embargo, toda nuestra atención se veía atraída, como si de un agujero negro se tratase, por dos profundísimos ojos de un azul claro, casi transparente.

            ―¿Podemos saber quién…? ―balbuceó tío Alberto la pregunta en la cabeza de todos, pero la visitante atajó rápidamente:

            ―Me llamo Clara. Siento haber irrumpido así en su reunión, pero traigo un encargo de Elías. Sé que tienen muchas preguntas, aunque creo que esto las contestará todas.

            Y estando yo más cerca de ella que los demás, me alargó un sobre azul pálido. Dentro había una hoja de papel del mismo color, manuscrita con una caligrafía exquisita. Todos me miraban como si tuviera la lista de números del Gordo de navidad de los próximos diez años. La leí en voz alta: 

            Hola, querida familia. Sí, soy Elías. Ante todo quiero pediros disculpas por la escenita del otro día. Lo siento de verdad.

            También quiero rogaros que recibáis a Clara con la mayor amabilidad. Se ha convertido en una buena amiga; de hecho, la única que últimamente me ha escuchado y comprendido.

            Me hubiera gustado escribiros yo mismo, pero en mi estado actual me cuesta mucho, y más aún con la poca energía que me quedó desde lo de la semana pasada. Pero mi querida Clara, siempre tan gentil conmigo, ha accedido a transcribir puntualmente mis palabras.

            Quiero explicaros mi conducta en aquel encuentro.

            Sabéis que llevaba tiempo desaparecido de vuestras vidas. Lamenté marcharme sin despedirme de nadie pero, seamos sinceros, tampoco en aquel momento yo os importaba mucho a ninguno, así que decidí desconectar de todo por un tiempo. Poco después fue cuando conocí a Clara.

            Siempre he sido algo despegado con la familia, pero últimamente estoy nostálgico y me apetecía veros de nuevo. Además, sentía que tenía algo pendiente de resolver allí. Por todo esto y por consejo de Clara, me dirigí a la casa de los abuelos, que tanto añoraba, con la esperanza de encontrarme con alguno de vosotros.

            Pero claro, ni a propósito hubiera escogido mejor el lugar y el día: nada menos que el cumpleaños de Pedrito, y habíais ido todos. Corrí a vuestro encuentro pero, ¡ay!, ya conocéis mi vena bromista, y repentinamente lo pensé mejor. Aproveché un momento en el que estabais distraídos con los saludos en la entrada, me colé en la casa, y corrí a esconderme detrás del biombo que trajo el abuelo de Filipinas.

            ¡Qué alegría veros! Ha pasado tiempo y habéis cambiado bastante, pero os reconocí a la mayoría. Bueno, ya sabéis que cuanto más nervioso estoy, más bromista me vuelvo. Siempre me gustó la ventriloquía, y últimamente he mejorado mucho, así que no pude evitar haceros una demostración. ¡Qué caras pusisteis, qué callados os quedasteis! Al final fue el mismo Pedrito quien dijo:   «Llamadme loco si queréis, pero me da que es Elías». Siempre ha sido el que mejor me ha calado, el muy polvorilla.

            Decidí salir ya de mi escondite y saludaros, pero entonces empezasteis con los regalos. Lamento deciros que no me parecieron muy adecuados para su edad, pero cuando le disteis la peonza (mi peonza) entonces algo se me revolvió por dentro.

            Recuerdo perfectamente esa peonza: me la regaló papá cuando cumplí diez años.

            ―Fíjate Elisín ―me dijo (siempre odié ese ridículo diminutivo)―, la he pintado de azul, verde y rojo. Tírala y verás lo que pasa.

            Yo la lancé, y no podía creer lo que veía: se había vuelto blanca. De verdad pensé que papá había hecho magia. Ese fue el último momento en el que sentí que yo le importaba a alguien, hasta que conocí a Clara.

            Pero, volviendo a lo del otro día, reconozco que al ver aquello me sentí nuevamente dolido, no ya porque no me pidierais permiso (yo le doy la peonza al bueno de Pedrito de mil amores) sino porque nadie se acordó de mí.

            Pero luego lo pensé mejor, y caí en la cuenta de que Pedrito sí que se acuerda de mí, le importo. Calculo que en un año o dos ya tendrá edad para viajar, así que estoy muy ilusionado con la idea de ir a recibirle.

            Y cuando luego sacasteis la tarta con las velitas y le pedisteis a Pedrito que las soplara, yo, entusiasmado, salí corriendo del biombo y mandé todo el aire que pude a las velas y..., vale, me pasé un poco.

                       Pero, ¡qué demonios!, tenía todo el derecho a estar en el cumpleaños de mi nieto. Y tendríais que haberos visto la cara que se os quedó cuando apagué todas las velas. Las cien.

                                                                                                

 

José E. del Olmo©


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