Todavía
no eran las 5, pero por las ventanas de la cabaña ya se veía
oscurecido. Los que trabajaban en aquel valle, a veinte kilómetros del pueblo
más cercano, terminaban su jornada una hora antes. El sol parecía seguir la misma
costumbre.
Hacía media hora que había llegado
el primo Sebastián, el último que faltaba, y llevábamos ya un buen rato
esforzándonos en soltar chascarrillos y bromas, pero el ambiente distaba mucho
del alegre desenfado de otras reuniones familiares. La sombra de lo ocurrido la
semana anterior era muy alargada.
El tío Alberto, el dueño de la
cabaña, decidió que ya teníamos bastante de esa farsa:
Recibimos
aquello con una mezcla de alivio por no tener que seguir fingiendo, y temor por
afrontar el tema. Tío Alberto prosiguió:
―Porque lo del miércoles pasado no podemos
dejarlo… ―unos golpes en la puerta le hicieron callar.
Tío
Alberto la abrió despacio, como si prefiriera dejarla cerrada. Una silueta
grande y oscura se recortaba contra la penumbra del anochecer.
―Familia
Mayorga, supongo ―dijo resueltamente la figura con un fuerte acento eslavo―. Si
no les importa, preferiría pasar adentro, se está levantando un frío del demonio.
La
propietaria de la voz era un mujer alta, en sus primeros cincuenta pero con un pelo que variaba por mechones
desde el grisáceo hasta el blanco níveo, contrastando así con un abrigo largo
de paño negro. Sin embargo, toda nuestra atención se veía atraída, como si de
un agujero negro se tratase, por dos profundísimos ojos de un azul claro, casi
transparente.
―¿Podemos
saber quién…? ―balbuceó tío Alberto la pregunta en la cabeza de todos, pero la
visitante atajó rápidamente:
―Me
llamo Clara. Siento haber irrumpido así en su reunión, pero traigo un encargo
de Elías. Sé que tienen muchas preguntas, aunque creo que esto las contestará
todas.
Y estando yo más cerca de ella que los demás, me alargó un sobre azul pálido. Dentro había una hoja de papel del mismo color, manuscrita con una caligrafía exquisita. Todos me miraban como si tuviera la lista de números del Gordo de navidad de los próximos diez años. La leí en voz alta:
Hola,
querida familia. Sí, soy Elías. Ante todo quiero pediros disculpas por la
escenita del otro día. Lo siento de verdad.
También
quiero rogaros que recibáis a Clara con la mayor amabilidad. Se ha convertido
en una buena amiga; de hecho, la única que últimamente me ha escuchado y
comprendido.
Me
hubiera gustado escribiros yo mismo, pero en mi estado actual me cuesta mucho,
y más aún con la poca energía que me quedó desde lo de la semana pasada. Pero
mi querida Clara, siempre tan gentil conmigo, ha accedido a transcribir
puntualmente mis palabras.
Quiero
explicaros mi conducta en aquel encuentro.
Sabéis
que llevaba tiempo desaparecido de vuestras vidas. Lamenté marcharme sin
despedirme de nadie pero, seamos sinceros, tampoco en aquel momento yo os importaba
mucho a ninguno, así que decidí desconectar de todo por un tiempo. Poco después
fue cuando conocí a Clara.
Siempre
he sido algo despegado con la familia, pero últimamente estoy nostálgico y me
apetecía veros de nuevo. Además, sentía que tenía algo pendiente de resolver
allí. Por todo esto y por consejo de Clara, me dirigí a la casa de los abuelos,
que tanto añoraba, con la esperanza de encontrarme con alguno de vosotros.
Pero
claro, ni a propósito hubiera escogido mejor el lugar y el día: nada menos que
el cumpleaños de Pedrito, y habíais ido todos. Corrí a vuestro encuentro pero,
¡ay!, ya conocéis mi vena bromista, y repentinamente lo pensé mejor. Aproveché
un momento en el que estabais distraídos con los saludos en la entrada, me colé
en la casa, y corrí a esconderme detrás del biombo que trajo el abuelo de
Filipinas.
¡Qué
alegría veros! Ha pasado tiempo y habéis cambiado bastante, pero os reconocí a
la mayoría. Bueno, ya sabéis que cuanto más nervioso estoy, más bromista me
vuelvo. Siempre me gustó la ventriloquía, y últimamente he mejorado mucho, así
que no pude evitar haceros una demostración. ¡Qué caras pusisteis, qué callados
os quedasteis! Al final fue el mismo Pedrito quien dijo: «Llamadme loco si queréis, pero me da que es Elías». Siempre ha
sido el que mejor me ha calado, el muy polvorilla.
Decidí
salir ya de mi escondite y saludaros, pero entonces empezasteis con los
regalos. Lamento deciros que no me parecieron muy adecuados para su edad, pero
cuando le disteis la peonza (mi peonza) entonces algo se me revolvió por
dentro.
Recuerdo
perfectamente esa peonza: me la regaló papá cuando cumplí diez años.
―Fíjate
Elisín ―me dijo (siempre odié ese ridículo diminutivo)―, la he pintado de azul,
verde y rojo. Tírala y verás lo que pasa.
Yo
la lancé, y no podía creer lo que veía: se había vuelto blanca. De verdad pensé
que papá había hecho magia. Ese fue el último momento en el que sentí que yo le
importaba a alguien, hasta que conocí a Clara.
Pero,
volviendo a lo del otro día, reconozco que al ver aquello me sentí nuevamente
dolido, no ya porque no me pidierais permiso (yo le doy la peonza al bueno de
Pedrito de mil amores) sino porque nadie se acordó de mí.
Pero
luego lo pensé mejor, y caí en la cuenta de que Pedrito sí que se acuerda de
mí, le importo. Calculo que en un año o dos ya tendrá edad para viajar, así que
estoy muy ilusionado con la idea de ir a recibirle.
Y
cuando luego sacasteis la tarta con las velitas y le pedisteis a Pedrito que
las soplara, yo, entusiasmado, salí corriendo del biombo y mandé todo el aire
que pude a las velas y..., vale, me pasé un poco.
Pero, ¡qué demonios!, tenía todo el derecho a estar en el cumpleaños de mi nieto. Y tendríais que haberos visto la cara que se os quedó cuando apagué todas las velas. Las cien.
José
E. del Olmo©
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