Julia hacía rato que paseaba por
los jardines junto al mar. Estaba cansada y decidió sentarse un rato en un
banco del paseo. Vio uno en que una señora escribía algo, se encaminó hacia ese
banco. Antes de llegar la señora se levantó y echó a correr. Venía el autobús,
algo se cayó al suelo. Julia corrió y lo cogió. –Sra, se le ha caído esto. Pero
ya había montado y no escuchó nada. De pronto se encontró allí de pié con una
carpeta y sin saber qué hacer, se encaminó hacia el banco.
Pensó que quizás si lo abría,
pudiese encontrar alguna pista para devolverla. Era una carpeta azul, tamaño
normal. La abrió, solo contenía folios y sobres. ¡Sí, un escrito, parecía una
carta a una tal Rosa! Decidió leerla.
Querida Rosa:
¡Ya he salido del hospital!
Prefiero escribirte una carta, ya que todavía me cuesta hablar. Mi mandíbula va
abriéndose y ya casi esta normal. ¡Qué ganas tengo de dejar tantos purés de
todos los colores y enganchar un buen chuletón!, y eso que tu sabes que soy más
de pescado que de carne. Eso le decía al médico y se echaba a reír. –No me
extraña, me dijo.
¡Dos meses, han sido dos meses!
Eso sí, he salido internacional: he conocido a mucha clase de gente. Una
semana, diez días, tres… ¡Todos se iban y yo seguía allí!
Cuando me subieron a planta,
junto a la ventana estaba una señora de raza gitana, santanderina, y casada con
un payo, (como ellos dicen), de Santander. Sus padres habían venido de Portugal.
Era simpática y limpia; también la gustaba abrir la ventana y dejar que entrase
el sol. Lo único malo es que todas las tardes venía casi toda la familia. La
querían tanto que hasta las 11 de la noche la despertaban a veces con llamadas
por el móvil.
Después me tocó una Sra. Que
venía de fuera, y esa como lo pasaba mal convirtió la habitación en penumbra
permanente. ¡Parecía que no había salido de Boxes! Perdí todos mis derechos, y
no podía casi, ni ver la televisión ni hablar con mi familia. Menos mal que
después de una semana la pusieron sola en otra habitación.
Puedo decir bien alto que a mí me
salvó la lectura. Leía y leía… Vinieron varias personas más, con operaciones
fáciles con dos o tres días de estancia.
Llevaba cuatro días sola, cuando
apareció una señora mayor con alzehimer, su hija que era enfermera, y la chica
que la cuidaba. Era de raza negra, muy guapa y simpática. No se separó de ella
a pesar de que su hija le decía que por la noche se podía ir a casa, pues la
sedaban. –Yo a la señora no la dejo-, dijo, y dormía en el sillón. Por la noche
se sentaba “a platicar” conmigo y a ver la TV. Me contó su vida y las historias
de la gente que había cuidado.
Cuando volví a quedar sola, una
enfermera me dijo. ¿Te importa que te traigamos a una señora china? –Es que su
compañera le hace la vida imposible, y es muy maja. –Sí, sí, -dije. Era de
Rajakistan, de mediana edad, sabía hablar perfectamente el español y debía de
tener comercio, porque quiso venderme un aparato de masaje como el que ella
tenía, (estos chinos no pierden comba). Era muy educada, hablaba con ella y le
dejaba mis revistas.
Otra vez sola; y volvieron a
entrar para decirme que la habitación la necesitaban para una persona que tenía
que estar incomunicada por una operación muy fuerte maxilofacial y que me
tenían que llevar de excursión. Pusieron todas las cosas encima de mí y a rodar
por el pasillo hasta otra habitación.
Allí me encontré con una señora
a la que conocía de verla paseando por donde los ascensores. Venía cada cierto
tiempo, estaba esperando un transplante, (me acuerdo mucho de ella). Dios quiera
que haya tenido suerte. Una noche estuvimos hablando hasta las tres de la
madrugada.
No podré olvidar su mirada cuando
me despedí de ella. Ahora por fin era yo la que me podía ir y ella por
desgracia la que se quedaba, con un futuro incierto.
La carta había quedado
inconclusa, no sabía ni el nombre de quien la había escrito.
Miré los sobres. ¡Sí!, había uno
con señas de una tal Rosa, pero sin remite. Metí la carta, la cerré, pase por
un estanco y la eché en el primer buzón que encontré. Luego me quedé pensando…
M. Eulalia Delgado González ©
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