Se puede decir que fui una
lectora superdotada. Aunque me tachen
de engreimiento: con las letras de mi nombre, con las de mi hermano, con las de
mis padres y ¡cómo no! con los slogans de carteles… me hice con la lectura
natural; sin necesidad de catones; sin ayuda de las directrices de mis
progenitores -qué palabra más
completita- a una edad muy
temprana, ¿me permiten decirlo?: Sí, a
los tres años. Mi abuelo fue el primero
en percatarse de que tenía una nieta prodigio –quizá porque también lo fue
él. Cada semana, cuando nos despedíamos,
me pasaba con el puño semicerrado, un billetito de cien pesetas. Corría a mi habitación y nerviosa, introducía el tesoro en mi hucha de barro
–era la hormiguita que introducía la hoja entera para alimentarse cuando la
despensa estuviera repletita.
Y compré el primer libro: “Los
Cinco y el misterio de la isla” Las nubes se difuminaron; el sacrificio que
me supuso tan avaro ahorro se fue suavizando según lo leía, lo releía, lo hojeaba,
memorizaba párrafos enteros y con los ojos cerrados, los repetía para mis
adentros en el camino hacia el caserón
del abuelo. Le mostré mi adquisición y
él se quedó un rato –muy largo para mi gusto- ojeando la portada. Los ojos mendigantes y los adinerados se
encontraron. Su generosa mano hizo el
recorrido del bolsillo al resguardo de la tapa, con todo secreto… Un sonoro
beso en su áspera pero sedosa tez
vidriaba sus hermosos ojos de terciopelo verde. Shhhhi y llevaba su dedo índice derecho a los
labios. Y el vínculo de amor y
secretismo fue extendiéndose durante años.
Llegó mi Primera Comunión y con el tesoro acumulado me hice con casi los
diecinueve tomos de la colección. Y
cuando mi abuelo enfermó de muerte, entonces, heredé sus cientos de libritos de bolsillo de
Corín Tellado; a los cuales nadie ha osado echarles el guante.
A los nueve años,
nos mudamos a la ciudad. Ya íbamos
menos al pueblo, pero mi adoración por
los libros era tan grande que me montaba en el autobús y acudía a la Casa de
Cultura. El conserje se habituó a mi
presencia y yo a la suya Me decía fascinado: “niña, que cualquier día te caes por las
escaleras con ese tomazo” Los sábados,
acudíamos los cuatro. Mi hermano a la
sección de animales. Mi madre se quedaba
conmigo hasta que cerraban la biblioteca.
El conserje les hablaba de mí como si fuera mi abuelo. De camino a casa, notaba el tirón de mi madre
al llegar a los semáforos. Siempre he
sentido la voz de algún transeúnte ante un atropello inminente.
Les pedía a mis padres que me adelantaran la paga para completar la
colección del Señor de los Anillos… Luego, vino la
colección de Harry Potter… Y como necesitaba espacio en las estanterías para”
El Ocho” …”El último Catón”…más los tomos de los Clásicos que nos exigieron en el Bachillerato, en una caja hermética, para que no perdieran
su olor a nuevos, la brillante visualización, el suave tacto, las risas de la
pandilla, -sin pensar en otro inminente
incidente- subimos todo el primer
trabajo de Enid Blyton al camarote. E
instalé, en el lóbulo del cerebro, las historias fascinantes de “Los
Cinco”
De la carrera de
Periodismo guardo infinidad de carpetas.
De la de Magisterio horrorosos pero prácticos archivadores llamados “De
la A a la Z. También guardo libros
de Cela, de Borges, de Saramago, de
Virginia Wolf y de tantos y tantos.
El pasado invierno,
nevó unas seis veces; nevadas que llegaron hasta los cuarenta centímetros,
incluso se interrumpió el servicio al Centro de Enseñanza por su ubicación en
las afueras de la ciudad. Con tantas
horas libres, horas para dedicarlas a la contemplación del paisaje bucólico:
una alfombra nívea, sin estrenar, que ni el mismo Yetti
había osado hollar, el cerebro -
que recorre los caminos más extraños y de forma tan escalofriante - se acordó de “Los Cinco”. Y sentí el afilado cuchillo rasgando mi corazón. Mi madre, pedagoga indiscutible, pero
insensible, había regalado cada tomo de
“Los Cinco” a sus pupilos. ¡Nunca la he perdonado!
Hace
unos días, vi en la mesa del comedor dos tomos de Enid
Blyton, pero pertenecen al segundo tipo de obras que escribió
la autora. Se desarrolla en
internados femeninos. Pertenecen a las
series Santa Clara y la Torres de Malory.
No, No los voy a leer, pero Sí, me gusta que, después de veinte
años, su cerebro, quizá, la siga
atormentando…
San Vicente, a 9 de noviembre de 2015
Isabel
Bascaran ©
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