El Ojeniu
“¡Yeeépa!
¡Yeeépa! Tira-pa-entro-tira-pallá-tarreo-con-la-vara-y-tejo-eslomá.”
Nadie
conducía la vacada como el Ojeniu. Había aprendido, de sus mayores, ancestrales
conjuros, como el anteriormente citado, que las reses parecían entender y a los
que respondían casi siempre antes de que la experta vara del vaquero les
recordara su significado. El Ojeniu manejaba el palo cual si de la batuta de un
director de orquesta se tratara. Un certero golpe, seco, decidido, a medio
costillar y la vaca giraba al instante hacia el lado contrario a la zurra. La
misma soba, aplicada a los cuartos traseros, aceleraba el paso del cuadrúpedo.
Si en el interior de la pata, lo frenaba. Atizada en la cerviz, el animal
doblaba la susodicha. Y así, con pericia acumulada tras muchos años de
profesión, había aprendido el Ojeniu cómo hacer que sus vacas realizaran un
sinfín de maniobras con asombrosa disciplina y precisión. Pero lo que más
distinguía al Ojeniu de los demás vaquerizos era su inhabitual conocimiento de
aquellos ancestrales conjuros:
“¡Yeeépa! ¡Yeeépa!
No-te-quées-atrás-Condesa-tarreo-un-hostia-tejo-tieeésa.”
El
Ojeniu llamaba a cada una de sus vacas por su nombre, que a todas se lo había
puesto nada más nacer. El hombre tenía una tirada natural hacia lo
aristocrático, así que su vacada estaba salpicada de princesas, duquesas,
marquesas, condesas… Cuando alguna de sus aristócratas reses acababa su paso
por este valle de lágrimas metamorfoseada en solomillos, entrecots, chuletas y
demás, su nombre pasaba rápidamente a la primera nueva becerra que nacía, con
lo que la continuidad del linaje quedaba asegurada. El Ojeniu era un gran conocedor
de la psicología bovina y no se le escapaba detalle y, así como sus cuadrúpedas
comprendían sus conjuros, también él había aprendido a entender las sutilezas
de ellas. Cuando la Princesa lo miraba de soslayo y soltaba un tierno “Múuu”,
sabía el Ojeniu que le estaba agradecida por el trato dispensado; si la
Duquesa, con la cabeza gacha, exclamaba un sonoro “Muuú”, él sabía que la res
se mostraba disconforme con sus instrucciones y había que darle vara; si la
Marquesa miraba para otro lado y espetaba un lacónico “Mú”, sabía él que la
mala bestia tenía las hormonas revueltas y que pocas bromas con ella; cuando la
Regenta profería un sinuoso “Muuúuú”, la muy loca pedía monta. Él comprendía a
sus vacas mejor que a las personas. Eran más nobles.
El
Ojeniu era hombre de campo, rudo, de pocas palabras, pero también tenía su
sensibilidad. Desde los verdes pastos a donde llevaba a sus animales, veía, a
lo lejos, el faro, donde ya sólo moraba la viuda del farero, que había muerto
hacía un par de años arrollado por un tren en un paso a nivel cuando volvía del
pueblo ciego de vino. A veces, mientras su real corte de rumiantes daba buena
cuenta de los pastos, el Ojeniu veía a la farera en el balcón circular que
rodeaba el faro en su parte superior, a donde ella gustaba subir, si el tiempo
era bueno, para inspirarse. Porque la Colasa, en los años de forzada soledad
pasados en tan aislado destino, había desarrollado el gusto por escribir poemas
y en ningún sitio se inspiraba tanto como en aquella solitaria altura, con la
mirada perdida en el horizonte, arropada por el arrullo de las olas. Sus
pensamientos volaban a espacios etéreos y soñaba con un amor que aparecía a lo
lejos sobre un barco velero que ponía rumbo hacia ella, hacia su faro. Entonces
sacaba su cuaderno y escribía versos de ensueños marineros y de noches en vela
consumida por angustiosas nostalgias. El Ojeniu la atisbaba allá arriba, como
una valquiria cabalgando cual mascarón de proa de una intrépida nave lanzada a
la conquista de los mares ―ya ha quedado dicho que el hombre tenía su lado
sentimental―, con sus largos cabellos ondeando al viento, con sus voluptuosas
formas recortadas contra el azul del cielo, y ese corazón que llevaba agazapado
en su tosco pecho de campesino se despertaba y exudaba ternura:
―¡Cagon
la mar…! Cacho hembra ahí sola, y yo mirando el culo las vacas.
Un
día, en el bar del pueblo, oyó comentar a dos poetisas, que por allí vivían y
que estaban avivando sus inspiraciones con una botella de Somontano, que había
un concurso internacional de algo que le sonó como “jaicus”, y que la obra
ganadora sería embarcada, grabada en disco, en una nave espacial con destino a
Plutón. El Ojeniu se hizo el longuis y aplicó el oído hasta que quedó
satisfecho con la composición de lugar que se hizo sobre de qué iba aquello de
los “jaicus” y, listo como el hambre, captó enseguida que se le ofrecía en
bandeja la ocasión para llevar a cabo una maniobra de aproximación a la
apetecible viuda del farero.
La
Colasa lo vio venir de lejos, pues raramente se acercaba nadie por el camino
del faro, así que lo esperó ya en el umbral de la puerta, pensando que era
algún despistado que se había perdido. Cuando la tuvo delante, la exhaustiva
preparación del hombre previa a la visita, sus voluntariosos ensayos de lo que
le iba a decir a la codiciada hembra, no le sirvieron de nada: se quedó medio
petrificado y no le salían las palabras. Lánguida, la piel blanca como la
nieve, la mirada melancólica, los gestos lentos y elegantes… El Ojeniu pensó
que todo en la Colasa irradiaba un aire como puro y angelical. Su boca era pura
y angelical. Sus manos eran puras y angelicales. Ella pensó que él era bizco,
pero en cuanto consiguió el Ojeniulevantar la vista de los puros y angelicales
pechos de la farera, sus ojos recobraron al instante su acostumbrado
paralelismo. Cuando recuperó la compostura, se presentó y le dijo que el motivo
de su visita era informarle del citado concurso internacional, por si le
interesaba: que podía conseguir, fíjese usted, que su obra fuese a parar al
quinto carajo, oiga, a otra galaxia o por ahí; a Plutón, oiga, que iban a
alucinar por allí cuando la leyeran. La cosa prometía, porque la Colasa se
mostró ciertamente interesada, si bien algo insegura.
―Pero,
dígame: ¿en qué consiste exactamente eso de los “jaicus”? Porque no lo había
oído nunca ―le preguntó la sirena del faro―. No sé si será de mi estilo.
―Fácil,
mujer, fácil: que a ver quién la dice más gorda con menos palabras. No hay más.
El
caso es que, al Ojeniu, la maniobra le salió bien, porque, a partir de aquel
día, visitaba el faro cada atardecer. A veces se sentaban en el saloncito;
otras, si el tiempo acompañaba, en un banco del jardín, y ella le leía sus
poesías. Él no entendía la mitad de las palabras tan finas que se gastaba la
Colasa y, aunque las entendiera, le traían sin cuidado; pero asentía de vez en
cuando con la cabeza y emitía algún que otro sonido aprobatorio, mientras le
repasaba visualmente las piernas y, bizco de nuevo, otros atributos femeninos
que sería prolijo enumerar.
El
concurso internacional no dio el resultado apetecido y la Colasa, tan sensible,
se llevó una gran desilusión. Había creído adecuado dedicar este su primer
“jaicu” a quien la había introducido en esta, para ella, nueva especialidad
poética, por lo cual, decidió componer una alusión a la vida bucólico-pastoril
del Ojeniu. Así pues, con la obligada economía de palabras, creó su “jaicu”
destinado a viajar a las profundidades siderales:
Verdes
pastos:
Vaca
sana,
Boñiga
monumental.
El
jurado no estuvo a la altura y no se mostró nada receptivo, y ella se sumió en
una gran tristeza y melancolía. ¡Con la ilusión que le hacía que su obra fuera
leída por los habitantes de Plutón! Estuvo desganada y alicaída, y sólo tenía
ganas de llorar. El Ojeniu, que, aparte de sus manifiestas habilidades, parece
que también contaba con la de ser un excelente consolador, encontró rápidamente
la manera de calmarla, tal vez de forma no del todo ortodoxa desde el punto de
vista de la psicología, pero de indiscutible eficacia para que, de pronto, a la
farera le volvieran los colores a las mejillas y se la trajeran al pairo los
“jaicus”, los habitantes de Plutón y la madre que los parió.
El
cuartelillo de la Guardia Civil recibió la insólita visita nocturna de dos
peregrinos que hacían el Camino de Santiago y a quienes la noche había
sorprendido perdidos por esos senderos del Señor. Deseaban denunciar un delito
de extrema violencia de género del que habían sido testigos y que esperaban aún
estuviera a tiempo La Benemérita de evitar que acabara en tragedia. Habían
decidido acercarse al faro para preguntar dónde había alguna posada por las
inmediaciones, cuando oyeron unos chillidos alocados de mujer y, acto seguido,
los gritos de un hombre que, a todas luces, la quería matar. Agazapados tras
unos arbustos, grabaron en vídeo con un teléfono móvil cuanto aconteció
seguidamente, vídeo que mostraron muy angustiados a los guardias civiles.
Aunque había luna llena y la noche estaba relativamente iluminada, la imagen no
era muy buena, pero sí se acertaba a ver una hembra de formas nada
despreciables, en pelota picada, saliendo del faro a la carrera por el prado
adyacente, a la que perseguía un cafre, talmente en cueros vivos y con
inquietantes signos anatómicos que no podían presagiar más que barbaridades
para la pobre muchacha, y que blandía, amenazante, una vara con la que
intentaba atizarle. Si bien, como queda dicho, las imágenes no eran muy claras
por la relativa penumbra, el sonido, en cambio, era muy bueno gracias al
silencio imperante en el lugar. Los guardias civiles escucharon atentamente,
tratando de descifrar el extraño mensaje:
“¡Yeeépa!
¡Yeeépa! Tira-pa-entro-tira-pallá-tarreo-con-la-vara-y-tejo-eslomá.”
José-Pedro Cladera ©
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