VACA•CIONES
El vestíbulo del hotel estaba a rebosar de gente. Unos se
dirigían al comedor para desayunar. Otros, regresaban satisfechos, habiendo
engullido tres veces más de lo que hubieran comido en su casa, las panzas
repletas de bollería industrial, salchichas, huevos fritos, alubias con tomate
y demás delicias gastronómicas, todo ello bien encharcado con varios vasos de
presunto zumo de naranja y dos o más tazas de café con leche, y se disponían a
pasar la mañana en la piscina o a holgazanear por las calles del pueblo
curioseando por las tiendas de regalos. Los más estoicos, hacían cola para
apuntarse a alguna de las excursiones organizadas. Junto a uno de los grandes
mostradores, un numeroso grupo recién llegado de turistas se apilaba sin orden
ni concierto para recoger las respectivas llaves de las habitaciones que les
iban asignando. Los niños revoloteaban por todas partes, descubriendo que por
aquella puerta se iba a la piscina; por aquella otra, a los ascensores y las
escaleras que llevaban a las plantas superiores; por allá al fondo, al comedor.
Sus gritos se confundían con el galimatías general.
El bullicio se truncó de pronto cuando entró el Genaro por la puerta del hotel,
acompañado de su mascota Trufita. Como una ola, todas las cabezas fueron
girando en la dirección del nuevo huésped, al tiempo que los sorprendidos
turistas emitían exclamaciones de incredulidad y risitas nerviosas. Una cría de
apenas dos años se agarró a la pierna de su padre y comenzó a llorar de miedo.
Todo el mundo se apartó para dejar el paso expedito a Genaro
y Trufita, que estaban ya frente al mostrador de recepción. El Genaro se quitó
la boina y mostró los papeles que acreditaban su reserva y el previo pago de su
estancia:
―Buenos días. Buen tiempo, ¿eh? Tengo reservada una semana.
El personal, atónito, no apartaba los ojos de Trufita. La
gente se arremolinaba en torno a ella y le hacían fotos con los teléfonos
móviles. El Genaro estaba acostumbrado a que su mascota despertara interés, así
que no se inmutó. Se volvió hacia ella:
―Anda, Trufita, no seas maleducada. Saluda.
Trufita, a estas alturas de la vida, se había ya habituado a
ser la estrella y a los flashes de
las cámaras cada vez que su amo la sacaba por ahí de vacaciones. Con sus
hermosos ojos negros, miraba despreocupadamente, y hasta con cierta altivez, a
la multitud. Obediente a la voz de su amo, alzó la cabeza, como mirando al
techo, y saludó:
―Muuuú.
¡No era nadie, Trufita! Una maravillosa hembra de raza
Charolais, de color marrón, la cabeza y la panza blancas, su porte era de lo
más aristocrático. Dejó caer lentamente al suelo sus ochocientos quilos de peso
y se dispuso a esperar pacientemente a que el Genaro acabara con los trámites.
El gerente, con la cara colorada como un tomate, carraspeó y
tomó las riendas de la situación:
―Oiga, caballero. Me parece que se ha confundido usted. Esto
es un hotel y haga el favor de sacar de aquí inmediatamente a esa vaca antes de
que nos espante al personal.
―¡Ni hablar! Yo tengo aquí mi reserva y la confirmación del
hotel de que aceptan animales de compañía. Pues mi Trufita no se separa de mí
para nada. Y no me la cabreen, ¿eh?, que es muy buena, pero no sabe usted cómo
se pone cuando se enfada.
Siguió un largo tira y afloja, pero el Genaro no se bajaba
del burro (animal traído a colación de forma meramente metafórica, pues ya se
ha dicho que el de verdad era vacuno y, además, hembra) y hubo que buscar una
solución. Llamaron a los municipales, pero éstos dijeron que no era asunto de
su competencia; que el Genaro tenía su reserva en regla y que, efectivamente,
le habían confirmado que podía traerse a su animal de compañía, sin especificar
límite de peso.
Tras mucha deliberación y llamadas al director del hotel, que
estaba de vacaciones en las Islas Seychelles, se decidió que Trufita se
alojaría en el césped de la piscina, y al Genaro le proporcionaron una
habitación con vistas sobre esa parte del hotel para que pudiera ver a su
animal de compañía cuando quisiera y desearle las buenas noches.
El enfado del público fue monumental y se elevaron voces y
gritos de protesta. Un cliente procedente de Bombay, que vestía un ostentoso
turbante de color blanco con incrustaciones doradas, ofreció ceder su
habitación a la vaca y que él y su mujer dormirían en una tumbona junto a la
piscina. El gerente estaba de muy mal humor:
―¡Usted se calla, hombre! ¿Es que no se ha enterado de que
aquí las vacas nos las comemos?
Al día siguiente, el hotel se llenó de periodistas y
fotógrafos que querían entrevistar al Genaro y publicar fotos y reportajes de
tan singular pareja. Las entrevistas, realizadas en el propio vestíbulo del
hotel, eran frecuentemente interrumpidas por el griterío de niños que llegaban
corriendo e incordiaban sin ninguna consideración:
―¡Papi, papi, que la vaca está bebiendo en la piscina!
―¡Mamá, mamá, que la vaca sa cagao en el césped!
En Recepción, un cliente inglés, en pantalón corto, camiseta
sin mangas y sandalias con calcetines negros, mostraba su disgusto con más
vehemencia latina que flema anglosajona:
―Esto ser un vergüensa. En Inglatera no acceptable vacas en
hotel. Mi quiere protesta energéticamente.
A su lado, la parienta del inglés, que asistía, orgullosa, al
despliegue de dominio lingüístico de su cónyuge, no quiso ser menos y decidió
apoyarle. Con profunda solemnidad, apostilló:
―Yes, yes, that’s right.
El hombre siguió con su acalorada exposición:
―Vaca no saludable para aire respira. Mi demandar reparasión.
Mi va inmediatamente estasión policía.
La empleada le respondió con cordialidad:
―Perdone, pero es que no entiendo inglés. Ahora llamo al
encargado.
El turista la miró con altivez y espetó algo en su lengua que
la pobre recepcionista no entendió, pero que, con ese sexto sentido que dicen
que tienen las mujeres, adivinó que tenía algo que ver con la profesión de su
madre.
Dos orondas señoras, muy puestas ya de buena mañana,
pintarrajeadas en abundancia, con el cabello cardado y teñido de rubio platino
con reflejos, azulados la una y rosados la otra, y aparatosa abundancia de
bisutería, se hallaban sentadas junto a un piano de cola en un extremo del
vestíbulo, desde donde analizaban la situación con acento meseteño:
―Qué espanto, ¿verdaz? Es intolerable. ¡Tener que convivir
con una vaca! Si aún viviera mi Alberto Luis se iban a enterar.
―Qué razón tienes, Carmelita. Esto del Imserso va de mal en
peor. Antes nos trataban como ganado, ¡pero ahora es que ya nos obligan a
convivir con él!
―Y con todo lo que comerá ese bicho, seguro que se agota la
mitad del buffet solo para alimentar
a la dichosa vaca.
―Ay, Carmelita, qué cosas dices. ¿Pero no sabes que esos
animales son vegetarianos?
―¡Ay, qué modernos! Pues te digo yo que ésa hace trampas,
porque está gorda como una vaca. ―Y se rió de su propia gracia.
―¡Ay, qué ocurrencia! Como una vaca, dices. Pues, ¿cómo iba a
estar, verdaz? Anda, volvamos al comedor a desayunar otra vez, que igual para
el mediodía ya no queda comida.
Un niño pelirrojo entró al galope llamando la atención del
personal del hotel:
―¡Oigan, oigan, que la vaca se está comiendo el césped!
El Genaro se disculpó ante la prensa que le estaba
entrevistando:
―Perdonen, señores, pero me tengo que ir. Es la hora del
paseo y si no saco a Trufita se pone nerviosa y le sube la tensión. Ya nos
veremos.
Dicho y hecho. Se caló la boina, recogió a Trufita y se abrió
paso para salir del hotel, entre una multitud que no se mostraba especialmente
comedida en sus manifestaciones de disgusto:
―¡Vete y no vuelvas, guarro!
―No sé quién apesta más, si la vaca o tú. ¡Largo de aquí!
―Como vuelvas, te llenamos la cara de hostias.
―Vete de vacaciones al prao con tu novia, jajaja.
―Fuck you!
Sólo el cliente de Bombay y su mujer callaban y hacían
reverencias ante el paso de Trufita. El Genaro estaba acostumbrado a la
incomprensión de la gente, así que no perdió la compostura. Eso sí: blandió
firmemente el cayado, haciendo gestos ostensibles de que, si hacía falta dar
algún garrotazo, se daba, y no les dedicó ni una palabra. Trufita tenía menos
temple y no le gustaba nada aquello de que increparan a su amo, así que se
volvió de repente sobre la multitud, hizo movimientos amenazadores con la
cabeza y hasta amagó con lanzarse sobre ellos:
―Muuuú, muuuú… ¡y muuuú!
Pasearon por las calles del pueblo. A Trufita le gustaban
particularmente las tiendas de souvenirs
y se detenía frente a los expositores en las aceras, repletos de blusas de
colores, cinturones de cuero, sandalias de plástico. Era muy fotogénica, así
que los turistas estaban encantados de hacerse selfies con ella, que siempre salía en las fotos con una expresión
muy natural. Tenía una marcada predilección por los fondos marinos, así que
siempre procuraba colocarse de forma que en la foto se la viera enmarcada por
el azul del mar. Se hizo muy popular en el pueblo y andaba en boca de todos,
que cada día esperaban con expectación la aparición de Genaro con ella.
―Mira, mira, ya vienen.
―Venga, María, pásame el móvil, corre.
―¡La vaca, mamá, la vaca! ¡Que ya viene el señor de la vaca!
―Oh, my God!
Typical Spanish.
Trufita estaba feliz. Sólo se ponía de mal humor cuando
llegaba la hora de regresar al hotel, porque allí no la querían y aquella panda
de energúmenos no hacía más que insultarla. Había que ver: ¡con lo mucho que la
querían en el pueblo y lo poco que la apreciaban en el hotel! Total, porque
bebiera de la piscina… ¡tampoco era para tanto! Y que se comiera el césped…
pues tampoco era para ponerse así. Si nunca veía a nadie comérselo, ¿para qué
lo querían? ¿Para que se desperdiciara? ¡Y tanto jaleo y tanto insulto porque
dejara de vez en cuando una boñiga por aquí o por allá…! ¿Qué querían, que
reventara? ¡Pues que le pusieran un váter, no te fastidia! ¡A ver qué harían
ellos si no tuvieran retretes! “Ya me gustaría ver cómo dejarían el césped,
¡panda de desgraciados!”, pensaba.
Trufita estaba francamente enfadada con la gente del hotel, y
su enfado fue creciendo hasta el día mismo en que, para descanso de todos,
finalmente el Genaro entregó la llave de la habitación y fue a por su mascota.
El hotel en pleno estaba apiñado en el vestíbulo para ver a Genaro aparecer con
Trufita por la puerta que daba acceso a la piscina, a donde había ido a
buscarla.
El Genaro y su Trufita atravesaron el vestíbulo entre la
muchedumbre, que iba abriendo paso a medida que avanzaban. La prensa y la gente
sacaban fotos sin parar, y no cesaban los gritos e insultos para celebrar que,
por fin, se marchaban. El Genaro avanzaba inmutable, digno él, aunque los más
perspicaces creyeron vislumbrar en su cara una expresión enigmática, como de
que algo se traía entre manos.
Cuando ya el Genaro hubo rebasado la puerta de la salida,
Trufita, antes de cruzarla, se detuvo y miró atrás al gentío vociferante que se
amontonaba tras ella. En sus grandes ojos bovinos se podía ver una expresión
maliciosa. De pronto, abrió sus patas traseras, hizo un gesto de apriete con
las patas anteriores y expelió una ventosidad enorme, prolongada, fétida,
irrespirable, de gas metano. El gentío, tapándose con las manos y pañuelos la
boca y la nariz, trataba de salir al exterior en desesperada búsqueda de aire
respirable, pero Trufita tapaba la salida con su voluminoso cuerpo. Algunos
trataban de salir por atrás, hacia la piscina, y tropezaban los unos sobre los
otros y se pisaban las cabezas. Por doquier se oían gritos de socorro. Otros,
corrían escaleras arriba hacia las habitaciones para asomarse a las ventanas.
De un interruptor próximo a la puerta saltó una chispa que prendió el gas
metano y dejó chamuscados los cabellos de los concurrentes. Solo, en un rincón,
el hindú del turbante sonreía sádicamente y hacía un movimiento con la mano
que, por lo visto, allá por Bombay, debe equivaler a nuestro corte de mangas.
Cuando Trufita estuvo satisfecha con su despedida, hizo un
gesto a Genaro y ambos comenzaron a andar calle abajo, él con una sonrisa
franca de oreja a oreja; ella, con la cabeza bien alta, orgullosa, y con ese
contoneo de caderas, tan suyo, tan sexy, que recordaba a Marilyn Monroe.
José-Pedro Cladera ©
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