LUNA
Me llamo Luna y tuve un sueño.
Cuando nací me acunaron los sonidos de los campanos de las vacas
de mi padre. Mis primeros pasos los di sobre hierba fresca, y me escondía de
mis hermanos entre hierba seca cuando jugábamos al escondite. Me regalaron mi
primer perrín, Turco, mi primera responsabilidad. Me gustaba ir al gallinero a
recoger los huevos aún tibios y llevarlos a la cocina, donde mi madre me recibía
con una amplia sonrisa y me prometía un flan para merendar. Aún era muy pequeña,
pero sabía que mi padre dejaba a veces el tazón de leche con sopas sin tocar,
el arreglo de sus vacas llevaba más tiempo del previsto; si la noche anterior
había nevado, el traslado del pienso, la paja y el agua se hacía más lento.
Crecí al calor de la Lucera, la Gitana, la Manzanera... Los
inviernos eran largos y duros. Yo esperaba ansiosa los primeros soles
calientes, las primeras margaritas y los helechos más verdes: eran las señales
para subir a las vacas a los pastos de la montaña. Corría como un jilguerín
alrededor de mi padre y de mis hermanos por aquellas linderas que solo sabían
subir. Cuando, cansada de saltar y manejar mi pequeña ahijada, no podía más,
ellos me cargaban a hombros y yo era la más feliz de las niñas, la más alegre y,
según los hombres de mi casa, la más bonita. Sólo los fríos otoñales volverían
a bajarlas a casa.
Pasaron los años, dejé mi casa y marché a estudiar. La ciudad no
se hizo para mí: el ruido, el estrés, las muchedumbres me apagaban poco a poco,
se marchitaba mi brillo, y aquél sueño que prendió en mí cuando era muy
chiquita, lejos de sofocarse, creció. Un buen día tomé una decisión: yo quería
vivir en el campo, con mis adorados animales, ceca de sus cuadras, prados y
montañas, y quién me amase, así debería entenderlo y compartirlo.
Y así fue, y así me amaron, y mi sueño fue compartido. En la falda
de una hermosa montaña, montamos una ganadería; mucho esfuerzo y mucha lucha
nos costó. A medio camino entre nuestra casa y la cima a la que todas las
primaveras subíamos a nuestras vacas, la Galfarruca, la Rubia, la Gallarda... A
medio camino, digo, compramos una pequeña loma con las mejores vistas del mundo,
todo paz y sosiego, y decidimos construir una cabaña. Cuánto cariño y esfuerzo
derrochamos en ella, en cada rincón, en cada detalle ―las alfombras, las
cortinas, la cocina y la pequeña biblioteca, las telas bordadas por mí, los
regalos de mis amigos, las vigas de 400 años subidas una a una― sacado clavo a
clavo.
Ardió la cabaña y mi alma con ella. Una mano asesina prendió fuego
durante la noche ―ni los perrines pudieron avisar―, una noche dantesca en la
que desde nuestra casa veíamos el terrible resplandor, sentíamos el intenso
olor a humo. ¡No puede ser!, ¡nuestra cabaña no!
Con ella ardió mi sueño, quemaron mi inocencia, tiznaron mi vida.
Aún lloro, lloro mucho. También hay sueños rotos, hay sueños que
arden.
YO SIGO...
Remedios LLano Pinna
Enero de 2017. COMILLAS.
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