CELOS
Candela
se enamoró siendo jovencita. En el pueblo no le faltaban pretendientes, pues
era esbelta y risueña, pero puso sus ojos en un apuesto hombre de la capital,
negociante de telas. Pronto se les vio agarraditos de la mano, sonrientes como dos girasoles. Al
lado de Candela caminaba su hermana Lucía, de “carabina”. Era un cometido harto incómodo, así que, a veces, se hacía la
despistada y, por el rabillo del ojo, veía los besos robados. Y en el cine, se
sentaba en medio de los tortolitos.
Lucía
trabajaba en la sastrería de su padre, hilvanando prendas, confeccionando
trajes en papel, tomando medidas a los clientes… Su padre, convencido de las
aptitudes de Lucía, la puso a trabajar bajo las directrices de Madamme Charlotte,
en Madrid. Y allí, se presentó Hermógenes con el muestrario de telas. Al
principio, sintió pena por aquella moza hermosa alejada de su pueblo y de su
familia, por lo que la invitó a dar cortos paseos con el beneplácito de
Madamme. Luego, le fue regalando libros
de Sánchez Ferlosio —El Jarama—; de
Blasco Ibáñez —La barraca—; de Martín
Vigil —La muerte está en camino—… Los
paseos se volvieron cada vez más largos. Parece que, en uno de ellos, por El
Retiro, fueron vistos por Celestina —una amiga de Candela—, que trabajaba en Madrid.
En
la siguiente visita de Hermógenes a Frías, Candela le mostró la carta y le
exhortó a que fuera sincero. Él, viéndola tan serena, con el azul límpido de
sus ojos, no sólo lo asintió, sino que le confesó que había ido enamorándose de
Lucía, poco a poco, casi sin
pretenderlo. Mientras Hermógenes se
confesaba, Candela guardaba silencio.
La
duración del curso de modista oscilaba de dos a tres años. Pero Lucía logró el
título en un año. Su madre la apremiaba a que volviera al pueblo, que fuera
buena con su hermana y se alejara de “su amiguito”, mas fueron sus manos expertas, su capacidad para elaborar los
diseños más primorosos, las que lograron su nombramiento de especialista en un
período tan inusual. Antes de volver a casa, las aprendices y Madamme la
ayudaron con el ajuar, sabor a azahar.
Candela
suavizaba sus nervios con los dedos al piano, silenciaba los gritos de su mente
escuchando música sacra y curaba su herida en el corazón confeccionando su ilusionante ajuar —Hermógenes Candela.
Lucía
y Hermógenes vivían en la casona que sus padres tenían en el centro de
Valladolid. Sí, con los tres hijos como tres soles, era un matrimonio que
rezumaba felicidad. Y, cuando se jubilaron los padres y fueron a vivir con
ellos, Lucía agradeció al Señor que la hubiera colmado de tanta dicha —quizá demasiada.
Y
llegaron los tiempos difíciles: la inactividad fue succionando la vida de su
buen padre. Hermógenes enfermó de una
rara incapacidad. Pasaba días postrado en la cama, generalmente inconsciente.
Cuando la sangre irrigaba su cerebro, la sonrisa iluminaba su rostro y la casa.
Besaba los labios y las manos de su esposa que con tanto anhelo lo cuidaba, y
fue entregando su vida con amor.
Nada
más decir “adiós” y “hasta luego” a su querido padre y esposo, se presentó Candela
con su negra y alcanforada maleta. Ansiaba abrirla ante Lucía. Contenía sábanas de seda con las iniciales
“HC”: toallas de tejido egipcio, también marcadas con las letras “HC”; cojines
bordados con dos corazones “HC”. Lucía, burlada por tal afrenta, pidió a su
madre que la despidiera. Pero su madre fue inflexible: “Debes perdonarla”.
Pero fueron enrojeciendo las ascuas,
después de aquella ofensa.
En
otra ocasión, Candela se presentó con un vestido confeccionado por las monjas
del convento de Miraflores, que velaba el vestido que Lucía había elaborado
para la primera comunión de su hija. Carmen prefirió el modelo de la tita. La
hemorragia iba incrementándose. Un invierno, Candela venía engalanada con la capa
original salmantina que años atrás le había regalado su novio. Todos la
aplaudieron, a excepción de Lucía y de su madre.
A
comienzos de la primavera, Candela llegó desmaquillada, inclinada por el peso de la maleta —llevaba botellitas de agua
bendita del Jordán—.
—Sí,
esta casa necesita de mucha agua bendita para apagar el fuego que está quemando
los cimientos —pensó Lucía.
Aquella
vez, Candela —con mucho disimulo—, fue cotejando si Carmencita estaría
dispuesta a acompañarla a Burgos a finales del curso escolar. Abiertamente, Lucía no puso reparos.
Mientras
los niños jugaban fuera y los mayores echaban la siesta, Lucía [¿Carmencita?] se
acercó al bolso de Candela y vio en él la esquina ocre de un impreso de
adopción. Corrió a la habitación de su madre que
descansaba en una butaca; el papel oscilaba violentamente en las trémulas manos
de Lucía [¿Carmencita?].
Cual bomba que está a punto de explotar, con la granada en una mano y asida a Lucía
con la otra, irrumpió en la habitación de Candela. No hubo tiempo de quitarse
el salto de cama.
San
Vicente de la Barquera, a 21 de mayo de 2017
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