viernes, 15 de marzo de 2019

AJBIRANÍ QUISTATÁN.




            –¡Ajbiraní quistatán!

            Mi labor como voluntario se limitaba a colaborar en el reparto de ayuda humanitaria, pero, tras la bomba de la madrugada, el hospital necesitaba más manos. Conocí el horror: cuerpos dolientes, gemidos, súplicas, estertores; enfermeros que empujaban apresuradamente carritos con bandejas de instrumentos quirúrgicos; médicos con batas ensangrentadas que aparecían fugazmente, se acercaban a uno de los camastros, realizaban un rápido examen y gritaban órdenes en árabe mientras corrían de nuevo hacia el quirófano. Y yo esperaba a que llegara la intérprete para recibir instrucciones que pudiera entender.

            ¡Ajbiraní quistatán!

            Me volví hacia el paciente que se dirigía a mí y le hice un gesto de desolación porque no le entendía. Tendría cinco o seis años. Un gran vendaje le cubría medio rostro, dejando al aire un solo ojo, parte de la nariz y la boca, que estaba muy hinchada. Tenía un brazo extendido hacia mí; el otro era un pequeño muñón, apenas medio palmo por debajo del hombro, cuyo vendaje estaba impregnado de sangre. La sábana que le cubría el cuerpo no mostraba ningún relieve donde debieron estar sus piernas. Su único ojo, grande y negro, me miraba implorante.

            ¡Ajbiraní quistatán!

            Un enfermero, cuya cara mostraba un gran agotamiento, se detuvo a mi lado y me habló en inglés:

            –Dice que le cuentes un cuento.

            –¿Un cuento? –mi sorpresa no pareció inmutarlo.

            –Mira, amigo. Este chico está destrozado, por fuera y por dentro. No hay nada que aquí podamos hacer. Supongo que lo intuye y le aterra estar solo.

            –¿Y su familia?

            –La bomba ha caído mientras dormían y ha acabado con todos. Con él, también.

            –Pero si yo no sé una palabra de árabe y no va a entender nada de lo que yo le diga. ¿No tiene una puñetera persona que le pueda ayudar?

            –Sí: te tiene a ti. No escurras el bulto. Cuéntale lo que sea. Su imaginación hará el resto.

            Su brazo seguía extendido. El vértigo me asaltaba. Me llevé una mano a la cabeza, mareado.

¡Ajbiraní quistatán!     

El enfermero acercó su cara a la mía. Durante unos segundos, me hirió con una mirada intensa y terrible. Luego, mientras se alejaba pasillo abajo, su voz reverberó en mi cerebro, clara y alta, como el tañido de una campana:

–¡Cuéntale un cuento!

Me senté al borde de la cama y cogí su mano, pequeña y fría, que se asió a la mía, sin mucha fuerza pero con firmeza, como quien agarra un pez bajo el agua y no quiere dañarlo pero tampoco que se le escape. Su ojo descubierto se clavó en mí y, por más que me pareciera imposible en aquel cuerpo destrozado, sus labios rotos esbozaron una sonrisa.

Cerré los ojos para aislarme de aquel horror y tratar de concentrarme en algún cuento infantil. Cada uno que me venía a la memoria se me antojaba un insulto contárselo en aquellas circunstancias. La mano del muchacho me urgía con sus aprietes a que comenzara. Finalmente, pensé que, puesto que no me iba a entender, me inventaría lo primero que se me pasara por la cabeza. El enfermero tenía razón: lo importante era hablarle, que se sintiera acompañado, que su imaginación pondría el resto según las imágenes que mi tono y mi forma de hablarle le evocaran. E inventé:

–Érase una vez una hormiga que, como en su familia pasaban hambre, cada mañana iba a un campo cercano a buscar granos de trigo que llevaba hasta su hormiguero. Pero hete aquí que, un día, las hormigas de cabezas rojas se instalaron en el campo de trigo y, para que nadie acudiera a cogerles los granos, plantaron una alfombra de ortigas como barrera. Nuestra hormiga ya no podía llevar granos de trigo a su familia porque, si cruzara el cordón de ortigas, sus pequeñas patitas se hincharían por el insufrible escozor…

  No sé qué fue lo último que oyó de mi improvisado relato, pero pronto me percaté de que su mano ya no apretaba. Le miré, y su ojo descubierto se había detenido en algún punto del techo, y sus labios, entreabiertos, ya no sonreían.

¡Qué no hubiera dado yo por que sobreviviera! Me hubiera gustado que, quizás años después, me explicara qué se había él imaginado que le estaba contando. Nunca lo sabré. Pero cuando cierro los ojos y trato de ponerme en su lugar, pienso que, con la única experiencia de sus cinco o seis años de vida allí, seguramente mis hormigas de cabezas rojas llevarían uniformes de color caqui, y la alfombra de ortigas, a buen seguro, estallaría bajo las hormigas que osaran cruzarla, haciendo saltar por los aires un macabro ballet de patas arrancadas y cuerpos partidos.

Nunca supe su nombre. ¡Para qué! En mi cerebro, su imagen está para siempre indisolublemente ligada al sonido de Ajbiraní quistatán.


José-Pedro Cladera Fontenla©

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