–¡Ajbiraní
quistatán!
Mi labor como voluntario se limitaba
a colaborar en el reparto de ayuda humanitaria, pero, tras la bomba de la
madrugada, el hospital necesitaba más manos. Conocí el horror: cuerpos
dolientes, gemidos, súplicas, estertores; enfermeros que empujaban apresuradamente
carritos con bandejas de instrumentos quirúrgicos; médicos con batas
ensangrentadas que aparecían fugazmente, se acercaban a uno de los camastros,
realizaban un rápido examen y gritaban órdenes en árabe mientras corrían de
nuevo hacia el quirófano. Y yo esperaba a que llegara la intérprete para recibir
instrucciones que pudiera entender.
–¡Ajbiraní quistatán!
Me volví hacia el paciente que se
dirigía a mí y le hice un gesto de desolación porque no le entendía. Tendría
cinco o seis años. Un gran vendaje le cubría medio rostro, dejando al aire un
solo ojo, parte de la nariz y la boca, que estaba muy hinchada. Tenía un brazo
extendido hacia mí; el otro era un pequeño muñón, apenas medio palmo por debajo
del hombro, cuyo vendaje estaba impregnado de sangre. La sábana que le cubría el
cuerpo no mostraba ningún relieve donde debieron estar sus piernas. Su único
ojo, grande y negro, me miraba implorante.
–¡Ajbiraní
quistatán!
Un enfermero, cuya cara mostraba un
gran agotamiento, se detuvo a mi lado y me habló en inglés:
–Dice que le cuentes un cuento.
–¿Un cuento? –mi sorpresa no pareció
inmutarlo.
–Mira, amigo. Este chico está
destrozado, por fuera y por dentro. No hay nada que aquí podamos hacer. Supongo
que lo intuye y le aterra estar solo.
–¿Y su familia?
–La bomba ha caído mientras dormían
y ha acabado con todos. Con él, también.
–Pero si yo no sé una palabra de
árabe y no va a entender nada de lo que yo le diga. ¿No tiene una puñetera
persona que le pueda ayudar?
–Sí: te tiene a ti. No escurras el
bulto. Cuéntale lo que sea. Su imaginación hará el resto.
Su brazo seguía extendido. El
vértigo me asaltaba. Me llevé una mano a la cabeza, mareado.
–¡Ajbiraní quistatán!
El
enfermero acercó su cara a la mía. Durante unos segundos, me hirió con una
mirada intensa y terrible. Luego, mientras se alejaba pasillo abajo, su voz reverberó
en mi cerebro, clara y alta, como el tañido de una campana:
–¡Cuéntale
un cuento!
Me
senté al borde de la cama y cogí su mano, pequeña y fría, que se asió a la mía,
sin mucha fuerza pero con firmeza, como quien agarra un pez bajo el agua y no
quiere dañarlo pero tampoco que se le escape. Su ojo descubierto se clavó en mí
y, por más que me pareciera imposible en aquel cuerpo destrozado, sus labios
rotos esbozaron una sonrisa.
Cerré
los ojos para aislarme de aquel horror y tratar de concentrarme en algún cuento
infantil. Cada uno que me venía a la memoria se me antojaba un insulto
contárselo en aquellas circunstancias. La mano del muchacho me urgía con sus
aprietes a que comenzara. Finalmente, pensé que, puesto que no me iba a
entender, me inventaría lo primero que se me pasara por la cabeza. El enfermero
tenía razón: lo importante era hablarle, que se sintiera acompañado, que su
imaginación pondría el resto según las imágenes que mi tono y mi forma de
hablarle le evocaran. E inventé:
–Érase
una vez una hormiga que, como en su familia pasaban hambre, cada mañana iba a
un campo cercano a buscar granos de trigo que llevaba hasta su hormiguero. Pero
hete aquí que, un día, las hormigas de cabezas rojas se instalaron en el campo
de trigo y, para que nadie acudiera a cogerles los granos, plantaron una alfombra
de ortigas como barrera. Nuestra hormiga ya no podía llevar granos de trigo a su
familia porque, si cruzara el cordón de ortigas, sus pequeñas patitas se
hincharían por el insufrible escozor…
No sé qué fue lo último que oyó de mi
improvisado relato, pero pronto me percaté de que su mano ya no apretaba. Le
miré, y su ojo descubierto se había detenido en algún punto del techo, y sus
labios, entreabiertos, ya no sonreían.
¡Qué
no hubiera dado yo por que sobreviviera! Me hubiera gustado que, quizás años
después, me explicara qué se había él imaginado que le estaba contando. Nunca
lo sabré. Pero cuando cierro los ojos y trato de ponerme en su lugar, pienso
que, con la única experiencia de sus cinco o seis años de vida allí,
seguramente mis hormigas de cabezas rojas llevarían uniformes de color caqui, y
la alfombra de ortigas, a buen seguro, estallaría bajo las hormigas que osaran
cruzarla, haciendo saltar por los aires un macabro ballet de patas arrancadas y
cuerpos partidos.
Nunca
supe su nombre. ¡Para qué! En mi cerebro, su imagen está para siempre
indisolublemente ligada al sonido de Ajbiraní
quistatán.
José-Pedro Cladera Fontenla©
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