Nueve días, cuatro horas y quince
minutos es lo que dura una pata de jamón en casa. Si la pieza es de jamón
serrano o de bodega, la cantidad casi se multiplica a dieciséis días, seis
horas y dos minutos. Ahora bien, si hacemos uso de la guardia pretoriana con
diferentes cámaras y micros (dispositivos sólo empleados para la vigilancia
extrema de las piezas de pata negra), la sagrada extremidad puede llegar a
convivir hasta un mes en familia. Vamos, que te encariñas tanto con ella que no
quieres que se emancipe nunca. Es parte de la decoración y, cuando desaparece,
se te cae hasta alguna lagrimilla, y no precisamente de jamón.
Si piensas en su pasado –un
cerdito gordo y sonriente revolcándose en la montanera–, algunos, en este
infantil e innecesario estado de remordimiento, están jodidos. Y es cuando
pienso: mejor, que así tocamos a más y podremos disfrutar de sus delicias
durante mucho más tiempo. De hecho, hay una pregunta recurrente que se les
formula a todos aquellos que se pasan a las corrientes ideológicas de la lechuga
y de la acelga hispánica, y ésta es: ¿qué vas a hacer con el jamón? ¿Lo vas a
poder superar? ¿Lo dejarás también? Yo
sé, porque les he pillado infraganti, que, la mayoría de las veces, estos
personajes deshonran al príncipe de la endivia y acaban cediendo ante la
deslizante loncha veteada del manjar ibérico. Maldita hipocresía, pero todos
–incluidos, nosotros, los del contubernio de la veta– nos engañamos alguna vez.
Si disfrutas de su
presente, es la mejor opción: gustas y degustas y vuelves a degustar; así hasta
que alguien te pone freno. Y si no tienes a nadie, es más complicado, pero para
eso está el autocontrol que nos caracteriza, a algunos.
Y si piensas en el futuro,
visualizarás sus huesos hirviendo en un delicioso caldo de cocido o sus tacos
desmenuzados en las croquetas que te preparaba tu abuela. O casi mejor, te
imaginas acercándote de nuevo a tu proveedor apostado en una esquina,
deslizándole unos billetes, y él, de forma solícita, te encarama la guitarra en
el hombro ajustándote la bandolera.
En cualquier caso, los
tiempos se vuelven a repetir: el pasado, que me recuerda aquellos sabores; el
presente, porque los vuelvo a disfrutar; y el futuro, porque me pone en alerta
para hacer acopio de piezas porcinas, no vaya a ser que, con tanto buenismo, corrección,
enfermedades y pandemias, nos lo vayan a prohibir también.
Óscar
Nuño©
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