Hacía rato que la tarde había caído, pero a los rayos de sol les costaba
abandonar la playa, al igual que a nosotros. Las familias recogían los bártulos
y se encaminaban hacia la salida como si acabasen de anunciar por una megafonía
inexistente que el día no daba más de sí.
El camino de vuelta al aparcamiento era estrecho y empinado. Una riada de
personas ascendía serpenteando por la duna y, como si de una caravana que
atraviesa el desierto se tratase, avanzaba lenta y silenciosa.
Entonces no supe quién era y le dejé pasar. No, prisa no tenía y él iba
cargado con dos grandes tablas de surf, una en cada brazo. En la toalla que
llevaba enroscada a la cintura a modo de pareo, no reparé. Iniciamos el
ascenso. La mirada en cada pisada. Parón. Subo la vista y veo que el chico de
las dos tablas en los brazos, al que educadamente he dejado pasar, empieza a
abrir las piernas intentando sujetar la toalla que se le ha soltado de la
cintura y que irremediablemente cae al suelo. No tiene manos, las tablas no se
pueden soltar, valen una fortuna. Y así se queda, con todo el culo peludo de
ojáncano al aire, una tabla en cada mano, y yo, detrás. Silencio. Gritos.
Risas. Apoya las tablas despacio, coge la toalla, se la vuelve a enroscar
dignamente, se gira y me mira, hace un gesto subiendo lo hombros y retoma el
camino. Me río y me oye, se ríe y me río más. ¡Qué mal rato! ¡Qué buen rato!
Almudena
Pascual©
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