Amigo Pedro, a estas alturas ya me
habrías echado una bronca (delicada como todas las tuyas). Domingo y en
capilla.
Colores, nos dejas colores, como no podía
ser de otra forma. También nos podrías haber dejado “placeres”, muy en
consonancia contigo.
Cada emoción, cada
sensación, cada sentimiento, es de un color. No vivimos en blanco y negro. Te
voy a contar la historia de La Colorines.
Colorines tendría
alrededor de 85 años, y siempre lucía un clavel de plástico en el moño. Decía
que siempre se había pintado “el morro”, desde cría. Bien rojo.
Y un azul cobalto
en los ojos que te hacía pestañear al verlos. Sus ropajes no tenían edad, ni
época, no conocían moda ni usanza. Cuando largos de colores brillantes, cuando
cortos de tonos apagados y fulares multicolores. Esos todos de seda. Los días
de fiesta se colocaba sobre la oreja un ramillete de flores silvestres, de telas
de colorines. Entre las florecillas siempre relucían pequeños cristalitos.
Nadie conocía su
edad exacta. No había nacido en el pueblo, pero hacía muchos años que había
anidado allí. No tuvo marido, y su único hijo llevaba una vida en las américas.
Siempre lucía delantales hechos de retales de todos los colores que encontraba.
Vivía con la compañía de una gata, dos patos y un jilguero. Su casa relucía
como los chorros del oro. Nunca nadie cruzó su umbral, salvo el médico el día
aquél que casi se ahoga. El hombre nunca comentó nada, pero muchos notaron que
desde ese día la miraba con una especie de extraña veneración.
La Colorines lucía
un gran moño, donde las malas lenguas decían que podían anidar arañas, pero no
exento de cierta elegancia. Era persona amable y educada, lo que no evitaba que
algunos desalmados se burlaran de ella. Excéntrica y solitaria. Conocía las
hierbas y sus remedios. Sus brebajes, cremas y aceites le permitían una vida
digna. O eso se creía. Sólo el médico y su amiga Julia -la única que tenía,
propietaria de la floristería- se ocupaban y preocupaban de ella.
Un día no fue comprar el pan a su hora
habitual, no abrió las ventanas ni regó las flores. Julia y Don Ricardo se
acercaron temerosos a la hora de la siesta, la puerta no tenía la llave echada.
Los animales no estaban, y La Colorines descansaba en su cama, eternamente
dormida. Su cabeza coronada por pequeñas flores blancas.
Todo el pueblo
desfiló a verla, y pudo descubrir que Doña Leonor, que era su nombre, vivía en
una casa blanca, donde todo era blanco, su ropa blanca (que jamás mostró), con
flores blancas y su pelo blanco. El color del luto.
Un testamento a su
lado decía que su cuantiosa fortuna sirviese para crear una residencia de
ancianos y becas para los niños.
Todos los
“cristalitos” que tenía eran para su querida Julia, y Don Ricardo podría
renovar su consulta, y heredar su selecta y soberbia biblioteca.
Luto por el hijo;
emigrante con suerte, con mucha mucha suerte. Luto por su vida. Amor por su
gente. La Colorines era blanca, muy blanca.
Marzo 2023
COMILLAS.
1 comentario:
Gracias por dirigir el bonito relato a tu amigo Pedro. Recuerdos a "La Colorines" y un abrazo para ti.
Pedro
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