Ya en el colegio, donde el
maestro del pueblo batallaba con doce o trece niños a cual más bestia,
Gumersindo daba muestras de ser diferente. Mientras sus compañeros hacían
pequeños proyectiles de papel que se disparaban unos a otros con gomas
elásticas, Gumersindo se escondía bajo el pupitre y lloriqueaba para que
tuvieran compasión de él. En el patio, mientras los demás jugaban con una
pelota de goma medio desinflada que ya se negaba a rebotar, Gumersindo buscaba
un rincón apartado, extraía de uno de sus bolsillos aguja e hilo y se remendaba
algún descosido, o sacaba una lima y se arreglaba las uñas.
La vida no era fácil para
Gumersindo, o Gumersinda, como le llamaban cruelmente en el colegio. Le
pegaban, le insultaban, le excluían de todos los juegos de los que no se
hubiera apartado ya por sí mismo. Pero él no podía hacer nada contra su
naturaleza, así que iba a lo suyo y, de vez en cuando, si le sorprendían
acariciando a algún amigo, le propinaban unas palizas que a veces le dejaban un
par de días sin poder asistir a las clases.
Cuando tenía ya doce años, la
situación era tan insostenible que el maestro convenció a los padres para lo
enviaran a vivir con unos parientes que habían emigrado a Francia, y que allí,
como estaban más adelantados, podría llevar una vida normal. Los parientes
accedieron, a cambio de que no les faltara cada mes un envío de embutidos y
queso. Y fue así como, un buen día, Gumersindo desapareció del pueblo, sin
preaviso y sin pena ni gloria.
Pasaron tres décadas. Corrían los
años setenta. El mundo había cambiado mucho; España, un poco; Cantalejos del
Cruce, nada. Y no porque el alcalde no se esforzara. El cartel rezaba:
Se hace saber por el señor alcalde que el domingo que
viene recibiremos a una comisión del ayuntamiento francés de Pont Neuf, que nos
visitará para celebrar juntos el
hermanamiento de su pueblo con el nuestro. Que haga todo el mundo el favor de
asearse un poco y mostrarse educados con los visitantes.
No se dejó cabo suelto. El
maestro se ocupó de ensayar con la banda del pueblo la música para el
recibimiento y la despedida. El cura, de hacerlo con las niñas del pueblo, que
cantarían cuando los visitantes se aproximaran a la tarima dispuesta en la
plaza para los discursos. La Sixta y la Adolfina organizaron un grupo de
mujeres para que no faltara manduca. La expectación iba en aumento a medida que
se acercaba el domingo.
Y llegó. Bien avanzada la mañana,
tres automóviles, grandes como nadie había visto antes por Cantalejos del
Cruce, se aproximaban por el camino, después de un largo viaje desde Madrid,
donde habían pernoctado. El primero, iba limpísimo; el segundo, hecho un
desastre por el polvo que levantaba el primero; el tercero, se intuía más que
se veía. Hicieron sonar sus bocinas desde lejos, para asegurarse de que todo el
pueblo acudiera a recibirles. El alcalde y sus concejales, en el centro,
vestían chaquetas que ya no había forma de que abrocharan y, como la
singularidad de la ocasión exigía, también corbata, que la Herminia, que aún se
acordaba de cuando le hacía el nudo a su difunto marido, había anudado a todos
ellos. A la derecha, la banda de música, compuesta por cuatro vecinos que
habían tocado en el cuartel cuando hicieron la mili y que aún se suponía que se
acordaban, para lo cual estuvieron practicando con un par de cornetas, un
tambor y, a falta de otros instrumentos y para no desaprovechar las innatas
dotes rítmicas del Eufrasio, una botella vacía de Anís del Mono, que el
precario percusionista rasparía con un palo. A la izquierda, todas las niñas del
pueblo, vestiditas de blanco y llevando ramos de flores, formaban un pasillo
por el cual desfilarían los visitantes en su acercamiento a la tarima, mientras
las angelitas cantarían con sus voces puras.
Los tres coches se detuvieron
frente a la entrada del bar, en una esquina de la plaza, y de ellos
descendieron varios hombres elegantemente vestidos. Destacando sobre todos, el
alcalde de Pont Neuf, con traje de hilo blanco y corbata de color miel,
sombrero blanco de paja con una banda a juego con la corbata y refinados
zapatos también blancos, con puntera y talón marrones y pequeños agujeritos.
Cogida de su mano, una hermosa mujer, con unas formas que tenían babeando a los
vecinos del pueblo, y cinco hijos, ninguno de los cuales pasaría de los diez
años de edad. Como un reguero de pólvora, corrió la voz de que era nada menos
que Gumersindo. El alcalde de Cantalejos hizo un gesto al maestro y éste,
encarando a sus cuatro músicos de ocasión, alzó la vara de avellano que hacía
las veces de batuta y, cual torero clavando las banderillas a un toro bravo,
hizo un gesto decidido para que comenzara la música.
El Genaro lanzó las baquetas con
furia española sobre la membrana del tambor y arrancó un frenético redoble con
el que comenzaba la España Cañí,
versión Cantalejos del Cruce. El Florencio y el Bienvenido, con los carrillos
hinchados, enrojecieron soplando en sus respectivas cornetas, los ojos a punto
de saltarles de las cuencas, en un arrebato por ver quién tocaba más fuerte. El
Eufrasio rascaba con fruición la botella de Anís del Mono, en infructuosa
porfía por que se le oyera. El maestro agitaba frenéticamente los brazos,
dibujando arabescos en el aire con la tosca batuta, sin que ninguno de los
cuatro músicos le mirara, porque bastante trabajo tenían con lo suyo. Florencio
tocaba su corneta en do mayor; Bienvenido tocaba la suya en mi menor. Pero como
ninguno de los dos tenía ni idea de lo que era un do o un mí, ya les iba bien.
El resultado, con las cornetas disonantes, el tambor marcando un ritmo del que
nadie hacía caso y el de la botella de anís en su inútil guerra de
raspamientos, era un caos atonal y apocalíptico que concluyó con una larga nota
desafinada que supuso el clímax musical. El maestro indicó a sus músicos que
saludaran, se volvió e hizo una reverencia al público, sin acabar de entender
por qué no aplaudían.
El público masculino de
Cantalejos del Cruce no estaba por la labor musical. Estaban todos pendientes,
con la boca abierta, de la mujer francesa de su antiguo convecino Gumersindo.
La hembra transpirenaica llevaba un vestido de flores muy ceñido, muy ceñido…,
sin mangas, generosamente escotado y que, para asombro de la jauría
carpetovetónica, mostraba las piernas hasta por encima de la rodilla. Un largo
cabello castaño claro le caía en cascada a ambos lados de la cara, enmarcando
unos labios sensuales y unos grandes ojos de color caramelo, que nadie vio
porque nadie miraba tan alto.
Acosada por alguna urgencia
biológica tras el largo viaje, la apetecible hembra se acercó a la entrada del
bar y preguntó a los vecinos que se apiñaban a su alrededor:
―¿El tocadog de señogas, pog
favog?
―¿Ca disho?
―¿Arguien entiende fransé?
―Dise que onde ehtá er tocadó de
señora, joé.
Una marea de manos viriles, con
uñas negrísimas, se alzó en hispana solidaridad:
―¡Yo mimmo, señora!
―Yo, yo, yo lo toco tóo.
La mujer se asustó ante aquel
revuelo y buscó ayuda con la mirada. La multitud de machos ibéricos la rodeaba
y estrechaba el cerco, deseosos todos de prestar sus servicios de tocaduría.
―¡Saparten, coño! ―La voz
atronadora sonó bajo el tupido mostacho que, a su vez, asomaba bajo el lustroso
tricornio acharolado.
La masa de carne ibérica pata
negra masculina conocía bien aquella voz. Como un solo hombre, calló y se
apartó para dejar paso a la pareja de la Benemérita. El del bigote hizo un
gesto a su subordinado para que no perdiera de vista a ninguno de los
facinerosos y se disculpó ante la forastera.
―Saggento Heredia, pa sehvil-le a
uhté. Venga aquí pa entro, que yo lindico.
Mientras tanto, concluida la
brillante actuación de la banda municipal, Gumersindo y sus concejales
avanzaban ya por entre el pasillo de niñas vestiditas de blanco y con ramos de
flores. A un gesto del cura, el voluntarioso coro de dentaduras inconclusas
arrancó, a capela:
Banderita tú ereh roja,
banderita tú ereh guarda,
llevah sangre, llevah
oro
en er fondo de tu arma…
Todas las madres miraban,
embelesadas, a sus hijas ―es decir, cada madre miraba a la suya, que las demás
les importaban un carajo―, pensando, cada una, que su angelita era la que mejor
voz tenía, la que mejor afinaba y la más mona. Los padres hubieran pensado lo
mismo, pero estaban más pendientes de la puerta del bar y de por qué tardaba
tanto en salir el sargento, porque, vaya, que para indicarle a la francesa
dónde estaba el retrete tampoco hacía falta tanto tiempo.
Finalmente, apareció y la
muchedumbre retrocedió ante su mirada siempre amenazadora. Su subordinado se
adelantó un paso:
―Sin novedá, mi saggento, tóo
controlao. Con er debío rehpeto, señó, lleva uhté er tricornio ar revé y la
bragueta abierta.
―¿De qué cohone su reí? ¡Un
rehpeto a la autoridá, joé! Y tú, Morale, no le quitel ojo a lo ehtranjero, que
pué habé argún rojo suversivo.
Se sucedieron los discursos de
ambos alcaldes. Cuando habló monsieur Gumersindo ―que, desde que se casó con la
francesa y adquirió la doble nacionalidad, se hacía llamar así―, la gente se
asombró de que aquel muchachillo tan rarillo y sarasa que salió del pueblo
hacía tantos años se hubiera convertido en un maestro en darle al pico, en todo
un personaje, y además casado con una mujer tan guapa, y nada menos que con
cinco hijos. ¡Pues sí que había cambiado! ¡Y lo elegante que iba! ¡Si eso sólo
se veía en las revistas de la peluquería!
Luego llegó el momento más
esperado, cuando sacaron los jamones, los chorizos, los quesos, las pancetas
chirriantes, las hogazas recién horneadas y las botellas de vino. Y todo
gratis.
La turbamulta estaba eufórica por
esta su primera experiencia en política internacional:
―Si eh que ehto de la política eh
cohonúo. Si ehto tendriamo casel-lo cada semana.
Sinforoso y Conrado habían
esperado la ocasión de saludar a su antiguo compañero de colegio, devenido en
alcalde de Pont Neuf. Cuando lo tuvieron a tiro, el cambio de estatus les
echaba para atrás y ninguno se atrevía a ser el primero en hablarle. Iban a
perder la oportunidad de hacerlo, porque ya se iba haciendo tarde y la comitiva
gala se disponía a retomar sus vehículos y marcharse del pueblo. Conrado
insistió en que fuera su amigo Sinforoso quien lo hiciera, porque, como
últimamente hasta componía poesías, estaba más acostumbrado a escoger las
palabras correctas.
Finalmente, Sinforoso accedió.
Caviló un momento y se dijo a sí mismo que la ocasión exigía entrarle con
tacto:
―¿Pero tú no era maricón perdío?
A Gumersindo, hay que
reconocerlo, le chocó un poco la pregunta, no porque la esencia de la misma le
resultara extraña, sino porque, de tanto vivir fuera, había olvidado esa
sutileza y ese gusto por el mensaje matizado que caracterizan al macho bravo
que mora por la piel de toro. No obstante, no perdió la compostura y, a punto
se subirse al coche, se dirigió a sus ex compañeros de colegio:
―¡A ver si salís de la prehistoria
de una vez! Yo aprendí en Francia que lo importante en la vida es ser
pragmático.
―A nosotro no noh hablen fransé,
coño, que no sabemo.
Gumersindo tenía ya un pié en el
coche y otro en tierra.
―Pragmático, tíos, pragmático. A
ver si os enteráis: un día se enamoró locamente de mí el padre de este pedazo
de hembra que os tiene a todos babeando y que resulta que es dueño de dos
concesionarios de Renault y es el tío más rico de Pont Neuf. En cuanto pude, me
casé con su hija, y ahí viene lo bueno: ella, contenta, porque dice que soy una
máquina en la cama y, encima, me pone los cuernos con todos los concejales y yo
me hago el loco; yo, contentísimo, porque el suegro me suelta una pasta que no
sabía ni que existía y, encima, me ha hecho alcalde; y él, más feliz que unas
Pascuas, porque no para de darme pol…
La última frase de Gumersindo
quedó ahogada por el rugido del motor y el chirriar de los neumáticos.
Los dos amigos se rascaron la
cabeza, desconcertados.
―¿Pero tú tanterao qué eh eso de
pramático? ―Inquirió Conrado, repentinamente interesado por la cuestión
semántica.
―Yo creo que quiere desí que, en
engordando, lo mimmo le da comé canne que pehcao.
―Joé, pué nosotro hasemo lo
mimmo.
―¡Pero qué dise, Conrao, coño!
Aquí, mariconá, poca, ¿eh?
―Me refiero que nosotro, si no
noh podemo aviá una cordera, canda sobre doh pata, noh aviamo una oveja, canda
sobre cuatro, y noh quedamo iguá de pramático.
―Ohtia, pué tiene rasón. Entonse
también semo pramático, ¡como loh fransese!
―Po anda, tira pallá. A ve si aún
pillamo argún casho panseta ante que sacabe.
José-Pedro
Cladera ©
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