Olga era una mujer grande, muy
grande. Su metro ochenta y cinco de estatura y sus noventa y tres kilos de peso
la hacían un ejemplar imponente. Desde los tiempos de su adolescencia, cuando
ya sacaba casi una cabeza a todas sus amigas, había tenido que acostumbrarse a
que su presencia intimidaba a los hombres. A los varones les acomplejaba tener
que mirarla de abajo arriba. Cuando todas sus amigas tuvieron novio, ella salió
sólo una vez con un chico alto y espigado, que aún así se veía un lechuguino a
su lado, pero que le salió algo alelado y no le duró ni dos semanas. Sus
amigas, llegadas a edades casaderas, fueron formando sus propias familias,
tuvieron hijos, y ella cada vez se encontró más sola. Era una mujer agraciada,
culta, simpática; pero era demasiado grande y nunca encontró la horma de su
zapato.
Un día cayó en la cuenta de que a
todas sus amigas seguían llamándolas Ana, Isabel, Ángeles, Eulalia… pero ella
era ya doña Olga. Decidió que debía
tomar las riendas de la situación antes de que fuera demasiado tarde, así que
se hizo socia de varios clubes de baloncesto masculino y asistía a todos los
partidos que podía, en un afán por relacionarse con hombres de su estatura.
Llegó a ser bien conocida y querida entre las aficiones. Se la echaba de menos
cuando no asistía a un partido. Pero, para entonces, los jugadores eran todos
ya más jóvenes que ella y, en cualquier caso, no era fácil conseguir conocerlos
personalmente.
Su vida transcurría, cada vez
más, en solitario. Asistía a conciertos, visitaba museos, iba al gimnasio…,
además de cumplir con su trabajo en una oficina y sus labores domésticas. Iba
al cine una vez por semana, siempre los lunes, porque era el día que estaban
las salas más vacías y no tenía problema para escoger el asiento donde quería.
Como era una mujer educada y considerada con los demás, siempre se sentaba en
la última fila, a fin de no amargar a nadie la película por impedirle ver la
pantalla con su voluminoso cuerpo.
Pocas cosas ponían a doña Olga de
tan mal humor como llegar a una película ya empezada, pero aquel lunes entró en
la sala diez minutos tarde. Cuando iba de camino, una manifestación había
obligado a la policía a cortar el paso y no pudo hacer nada para llegar a
tiempo. Entró a toda prisa y, aunque había muy poca gente y hubiera podido
sentarse donde hubiera querido, se dirigió a la localidad que tenía asignada en
la última fila. Una vez en su butaca, con un humor de perros, despotricando y
maldiciendo entre dientes, se quitó el abrigo y lo lanzó con fuerza, como si le
quemara en las manos, sobre el respaldo de la butaca que tenía enfrente.
―¡Joder, a ver si tenemos más
cuidado! ¡Un respeto para los demás, coño!
Como el periscopio de un
submarino emergiendo sobre la superficie del mar, la cabeza de un irritado
pequeño varón asomó por encima del respaldo de la butaca y sus ojos brillaron
con rabia en la oscuridad. Sus cortos brazos se agitaban en el aire con gesto
amenazador. Doña Olga, atónita, se disculpó:
―Cuánto lo siento. Perdone usted.
No le he visto. Por favor, disculpe.
―¡Pues fíjese más, joder, que el
mundo no es sólo para los altos!
―Perdón, perdón.
Hubo quejas de otros espectadores
que les conminaban a que se callaran de una vez, así que el pequeño hombre,
haciendo aspavientos, volvió a desaparecer tras el respaldo. Doña Olga se
reclinó en su asiento y fue incapaz de concentrarse en la película, con un
sentimiento mixto de culpa, vergüenza y comicidad.
Al acabar la proyección, decidió
que, para evitar otra situación embarazosa, esperaría a que se marchara antes
el menudo e iracundo sujeto. Pasaron unos instantes, pero el hombre no se
marchaba. Empezó a ponerse nerviosa, dudando sobre si estaba también él
esperando a que se marchara ella antes o si la estaba provocando para seguir
con la gresca.
Con las luces de la sala ya
encendidas, de pronto aparecieron tras el respaldo de la butaca de enfrente la
cabeza y hombros del pequeño personaje, que se había puesto de rodillas sobre
su asiento y la miraba con una sonrisa.
―Le debo una disculpa. Me he
portado muy groseramente con usted, que no tenía ninguna culpa. Estoy
avergonzado y le ruego que me perdone.―Su tono era cortés y sincero.
―Por favor, soy yo quien tiene
que disculparse de nuevo. Debía haber mirado, pero es que he entrado sofocada
porque he llegado tarde y estaba furiosa. ―Doña Olga no salía de su asombro.
―La invito a tomar algo.
Doña Olga, ahora sí, estaba
estupefacta. Se lo quedó mirando sin saber si se estaba burlando de ella, si la
estaba provocando o si lo había entendido mal. El chocante personaje seguía sonriéndola
y apremiándola con la mirada.
―Venga, vamos. Como, por lo
visto, tenemos que aclarar quién ha de disculparse más, nos tomamos algo juntos
y así lo hablamos con calma. Si no, nos van a echar de aquí.
O sea, que iba en serio. Estuvo a
punto de decirle que no, pero no pudo. Tantas veces se había sentido rechazada
por su físico que pensó que ahora ella no podía hacer lo mismo con aquel hombre
por las mismas razones, aunque estuvieran en el otro extremo de la escala de
estaturas. Además, su osadía le hacía gracia. Así que, sin saber del todo lo
que hacía, se encontró sentada a una mesa de una cafetería con aquel hombre
que, cuando estaban de pié, no le llegaba ni a la altura de los pechos.
El singular varón resultó ser de
lo más simpático, culto y jovial y, aunque doña Olga había comprobado en el
cine que podía tener muy mal genio, se mostraba muy respetuoso y tenía un trato
agradable y modales educados. Su conversación era interesante y, además, sabía
hacerla reír. No aparentaba tener el más mínimo complejo por su corta estatura.
Tras una media hora de conversación, se percataron de que aún no sabían sus
respectivos nombres.
―Yo me llamo Olga.
―Pues encantado, Olga. Yo soy
León.
Doña Olga no consiguió impedir
que se le escapara una risita, que sofocó enseguida.
―No se preocupe, estoy
acostumbrado. Humor negro de mis padres.
A León le tenían sin cuidado las
miradas de la gente, a la que era imposible que pasara inadvertida aquella
pareja tan grotescamente desproporcionada, ella desbordándose, majestuosa,
sobre la silla y él con sus piernecillas que no le llegaban al suelo. Doña Olga
estaba incómoda, pero hacía todo lo posible para que él no lo notara. Y así,
entre una cosa y la otra y, sobre todo, por la total ausencia de complejos por
parte de León, se encontró saliendo cada vez más a menudo en compañía de aquel
pequeño hombre.
León siempre había sentido que su
vida estaba predestinada a realizar grandes empresas. Su gran sueño de juventud
fue pertenecer a las fuerzas especiales de élite del Ejército. Soñaba con
lanzarse en paracaídas con uniforme de combate, la cara pintada de camuflaje,
metralleta a la espalda, pistola al cinto y una gran navaja de supervivencia
capaz de abrir en canal a cualquier enemigo que se le pusiera por delante.
Cuando le dijeron que no daba la talla, estuvo varios meses con depresión.
Cuando se repuso, pensó en hacerse camionero y conducir por las autopistas de
Europa un súper camión Mack americano de cuatro ejes y enormes ruedas, y una
potentísima bocina que haría palidecer a los automovilistas que se le pusieran
tontos. Pero también fue rechazado, y estuvo otros cuatro meses deprimido.
Al fin, encontró su actual
trabajo, con el que se sentía plenamente realizado y en el que había acumulado
ya una considerable experiencia. Suspendido a treinta metros del suelo en la
cabina de una grúa torre portuaria, accionando palancas y botones, con el mundo
a sus pies, cargaba y descargaba enormes contenedores, de varias toneladas cada
uno, en gigantescos barcos llegados de todos los rincones del mundo. Allí
arriba, solo, en su pequeño habitáculo colgado en las alturas, miraba a los
trabajadores que se movían por los muelles… y le parecían muy pequeños. Se
sentía poderoso. A León siempre le habían fascinado las cosas grandes. Y doña
Olga era muy grande.
Un día, en el cine, León le cogió
la mano. Ella hizo un gesto instintivo de apartarla. Pero León no era hombre
que se rindiera fácilmente, así que apretó la presa y la miró fijamente desde las
profundidades de su asiento… y ella cedió. A partir de entonces, ya siempre
iban de la mano.
Otro día, al acabar la película,
saltó cual felino poniéndose de pié sobre el asiento y la besó en los labios.
Doña Olga, de nuevo, se vio superada por la situación y no supo o no se atrevió
a reaccionar. El caso es que el atrevido y desinhibido León ya la besó con
frecuencia a partir de entonces. Hombre de recursos, aprovechaba todas las
ocasiones que se le presentaban. Las escaleras eran su mejor aliado. Siempre
que se encontraban junto a una escalera, él saltaba ágilmente dos o tres
peldaños para ponerse a la altura y se lanzaba al ataque sin preocuparle quién
pudiera verles o reírse de ellos.
―Podrías invitarme a tomar un
café en tu casa. Te llevaría a la mía, pero es que los muebles son a medida.
Era difícil decirle que no a
León, por aquello de que no se le escapara otra vez aquel genio, así que se
encontraron en casa de ella tomando un café y charlando. En un momento dado, la
conversación pareció apagarse como una vela y doña Olga vio cómo León la miraba
con una expresión nueva y enigmática.
―¿Por qué no me enseñas tu
habitación?
No acababa de entender cómo
aquella persona tan pequeña podía tenerla allí en ascuas, sin saber cómo
reaccionar, ¡a ella, ante quien se habían arrugado siempre los hombres! León
era todo seguridad y atrevimiento, ni asomo de sentirse intimidado. De nuevo, los
acontecimientos se precipitaron. León se quitó los zapatos y, de un salto, se
puso de pié sobre la cama, le echó los brazos al cuello y la besuqueó. Sus
pequeñas manos desabrocharon la blusa de doña Olga, que una vez más, sin
preguntarse por qué, le dejó hacer. Y León, buen estratega, supo que tenía la
situación controlada. Y le desabrochó el sujetador.
Doña Olga, por primera vez en su
vida, estaba haciendo el amor. Desnuda boca arriba sobre la cama, tenía a aquel
pequeño pero fiero león por ahí abajo haciendo de las suyas. Por aquellas cosas
de la geometría, la cabeza de León, mientras el resto de su cuerpo estaba a lo
suyo, quedaba hundida entre los generosos pechos de doña Olga, por lo que, a
sus esfuerzos amatorios, tenía el hombre que añadir considerables dificultades
respiratorias que le hacían resoplar como una antigua locomotora de vapor.
―Pfffff… Pfffff…
Doña Olga pensó que la
experiencia no era exactamente como tantas veces había fantaseado que sería su
primera vez. No obstante, comprensiva ella, se dijo que maniobrar un gran
transatlántico con un pequeño remolcador exigía paciencia, así que, como la
mujer era de buen conformar, dejó escapar un suspiro de resignación:
―¡Ay, Dios mío, qué cosas…!
León siempre fue, por encima de
cualquier otra consideración, un caballero:
―¿Te estoy haciendo daño, cariño?
―La cara congestionada del afanado amante emergió por un momento sobre la
sinuosa cordillera pectoral de doña Olga y, sin esperar respuesta y con
expresión de orgullo, volvió a hundirse en sus profundidades.
―Pfffff… Pfffff…
Las relaciones sexuales pasaron a
ser cosa habitual desde aquel día, siguiendo, más o menos, la misma pauta. No
es que doña Olga lo pasara particularmente bien, y además le fastidiaba, dados
los condicionantes anatómicos, no poder hablar un poco sobre la marcha, pero
como él se lo pasaba tan bien… Pero su León no era hombre conformista. Por sus
venas corría ―según le había confesado― la sangre de antiguos intrépidos
conquistadores y descubridores extremeños. Era un hombre valiente, atrevido,
siempre buscando nuevos retos. Así que un día, tras dormir en casa de ella, se
despertó por la mañana decidido a explorar nuevos territorios.
―Hoy quiero que te pongas tú
encima.
León no dejaba de sorprenderla
con su audacia; pero aquello, pensó, rozaba ya la temeridad.
―Cariño, mira, la verdad…, no me
parece buena idea. ―Objetó, juiciosa, doña Olga, olvidando que no hay nada peor
que despertar a un león dormido.
―¡He dicho que quiero que hoy te
pongas tú encima, coño! ¡A ver si te voy a tener que recordar quién lleva aquí
los pantalones! ―Sus ojos brillaban con la misma ira que aquel primer día en el
cine cuando ella le sacudió en la cabeza con el abrigo.
Ella sabía que no había nada que
hacer cuando León se ponía así. Como siempre, se doblegó a las exigencias de su
temible descendiente de aguerridos conquistadores.
Doña Olga jamás olvidaría aquella
mañana cuando entró apresuradamente en el hospital llevando a León en brazos y
pidiendo ayuda a gritos. Una enfermera, desde detrás de un mostrador, la
informó, solícita:
―Pediatría, primer piso, señora.
―¡Váyase a la mierda! ¿Dónde está
Urgencias? ¡Que se me muere!
El parte médico certificó la
muerte de León por aplastamiento de la caja torácica, con rotura de todas las
costillas y perforación múltiple de los pulmones.
En el juicio, entre el público,
la abundante familia de León seguía con interés el desarrollo de las
exposiciones. Ante el alegato del abogado defensor, una docena de pequeñas
figuras humanas se levantaron y, agitando los brazos amenazadoramente,
abuchearon a gritos al letrado que osaba defender a la asesina del pobre León.
El juez tuvo que llamar al orden:
―Alguacil, ¿cómo le tengo que
decir que no se admiten niños en la sala? ¡Desalójelos inmediatamente!
Vista la avalancha de zapatos,
bolígrafos, mecheros y llaveros que le llovieron, aderezados con todo tipo de
insultos, el juez se dejó convencer por los argumentos del defensor de doña
Olga de que aquella gente era realmente intratable y que, con aquel león en casa,
a ella no le había quedado más remedio que doblegarse a sus imprudentes
fantasías. Así que la absolvió.
Doña Olga nunca volvió a ser la
misma. Se sentía vacía, yerma como un marjal. Se volvió rara. Le cogieron
manías, como darse de baja de los clubes de baloncesto, y en cambio iba como
loca de un lado para otro siguiendo, ¡sabrá Dios por qué!, a todos los circos
que actuaban por el país.
José-Pedro Cladera ©
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