María echó otro vistazo a su
pequeño hijo enfermo bajo el pequeño manzano del pequeño jardín y del pequeño huerto. El niño
estaba tranquilo, en la sombra y sin
salirse de la manta, y el perrito de orejas largas estaba junto a él como
de costumbre. Siguió en sus quehaceres, galletas y bizcochos para vender en el
mercadillo junto a los quesucos frescos, que su marido hacía con la
leche de unas pocas vacas que a esas horas estarían pastando en una pradera que
tenían a las afueras del pueblo, cerca de una leprosería, que se
estaba haciendo muy famosa. Había que bajar la cuesta de la Iglesia, pasar el
pueblo junto al mar, pasar por un gran convento y seguir y seguir junto al marjal,
(ese terreno bajo y pantanoso que se cubría con el agua cuando subía la marea).
Estaba intranquila, su marido hacía tiempo que tenía que
haber llegado. Pensó en sus hijos, esos diablillos de diez y once años, que la y
tenían en ascuas, solo se llevaban un año y estaban todo el día picándose.
Tendría que decirles que se acercasen al establo y ver qué pasaba. Subió las
empinadas escaleras y salió a la
calle. Por una vez estaban tranquilos con trozos de madera y piedras pulidas de
la playa.
-Hijos, estoy intranquila, quiero que vayáis a la finca y ved
que le pasa a padre.
Arrinconaron todo junto a la puerta. El pequeño entró un
momento a la casa y al pronto volvió a salir.
-Cogeros algo de abrigo, la marea está subiendo y arrecia al nordeste.
-¡Que no madre, que somos fuertes! –dijo el mayor.
Los vio marchar y se sintió henchida de orgullo. Esos sí
estaban sanos y fuertes. Dos diablillos en época de descubrir el mundo.
Los dos hermanos se fueron haciendo carreras.-¡A ver si me
coges! ¡A ver quién llega antes! Ya iban orillando el marjal y el pequeño se
bajó entre las brañas a la arena.
-¿A dónde vas? –dijo el mayor.
-He cogido un poco de sal, quiero coger unas navajas.
-¡Pero estás loco! No podemos perder el tiempo, madre está
preocupada; además la marea está subiendo.
- ¡Solo un puñadito, te lo prometo! Y se fue echando la sal
por los agujeritos y viendo como subían
de golpe a la superficie. No se daba cuenta que cada vez se le hundían más y más los pies en la
arena fangosa. Ya no podía moverse. Se
asustó y llamó a su hermano a gritos.
-¡No puedo moverme!
Su hermano cogió una rama que estaba en el suelo, se acercó
lo que pudo, pero no alcanzaba y no tenía suficiente fuerza para romper una
rama más larga.
-¡Aguanta un poco, tengo que traer a padre!
La marea seguía subiendo. Voló más que corrió hasta el
establo de la finca que ya no quedaba lejos. Llegó congestionado. El establo
estaba abierto y vio a padre con una vaca que estaba pariendo, al
parecer con problemas.
-¡Padre, padre, mi hermano está en el marjal y no puede mover
las piernas!
Su padre dejó la vaca a su suerte, cogió un hacha anclada en
la pared y fueron corriendo a socorrer al niño.
Con el hacha cortó una gran rama y se acercó cuanto pudo. El
niño muy asustado, veía como el agua ya la lamía las piernas; pero allí estaba su padre para salvarlo. Se agarró fuerte a la rama y
poco a poco sus piernecitas fueron subiendo a la superficie. ¡Estaba salvado!
Se abrazaron los tres y fueron a ver si el ternero había
nacido; y sí, allí estaba junto a su madre.
Se sintieron felices y decidieron regresar cuanto antes con
madre, tan preocupada y la lección aprendida. ¡Cuidado!
M. EULALIA
DELGADO GONZÁLEZ ©
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