Carmelita era tonta. En el
colegio, no había forma de que le entraran las cosas en la cabeza, así que,
como veía que sus compañeras avanzaban y ella no, se ponía a llorar. La
pobrecilla dejaba caer su carita sobre el pupitre y miraba a la profesora con sus
ojitos enrojecidos e inundados de lágrimas. ¡Sus amigas sentían por ella una
penita…!
No tenía sentido ser con ella
igual de exigente que con las demás ―se decía la profesora―, ¡si la pobre
criatura no daba más de sí…! ¿Qué culpa tenía la chiquilla? ¿Para qué hacer que
se encontrara mal, si la cosa no tenía remedio? Bastante desgracia le había
caído encima con haber nacido tan cortita de entendederas… Así que la
profesora, conmovida, acababa pasándole por alto los errores en los exámenes
para que no se considerara inferior a sus compañeras. La cosa es que fuera
pasando los cursos como pudiera y, después, Dios dispondría.
Y así las cosas, llegó Carmelita
al instituto. La pobrecilla iba más perdida que calzón en luna de miel. Lo que
se explicaba en clase le entraba por un oído y le salía por el otro, sin que en
el tránsito intracraneal quedara ni rastro retenido en la mollera. Los deberes,
no sabía ni por dónde cogerlos. Todas sus amigas iban avanzando y ella, como
era tonta, se iba quedando atrás. ¿Qué podía hacer?
Un día se dio cuenta de que
Leopoldo, el empollón de la clase, la miraba de manera distinta a como la
miraban los otros chicos. A la salida, Leopoldo se hizo el encontradizo y,
charla que te charla, acabaron paseando por el parque y se sentaron en el
césped. “¡Huy! ¿Qué es esto?”, pensó, desconcertada, cuando notó la mano de
Leopoldo bajo la falda. Y, como la pobrecilla era tan tonta, se dejó hacer. Y,
como le gustó, se dejó hacer casi todas las tardes. Y, como Leopoldo era
agradecido, le hacía los ejercicios y la ayudaba a preparar los exámenes. Y
así, tira que te va tirando, a trancas y barrancas y con algún que otro
escozor, se fue sacando los cursos. ¡Y qué iba a hacer si no, si era tan
tonta…!
Para los estudios, como ha
quedado dicho, no servía. Para trabajar, otro tanto: no le había llamado Dios
por el camino del sudor. En cambio, como no tenía nada en la cabeza, era
despreocupada, divertida; y, como era monilla, siempre llevaba una cohorte de
moscones alrededor. Un día, con dieciocho añitos recién cumplidos, en una
fiesta, conoció a don Blas, treinta años mayor que ella. El hombre se sintió
atraído por aquella monada con la cabeza hueca y Carmelita, como era tan tonta
ella, se quedó embarazada a la primera de turno.
El escándalo fue descomunal. Los
padres le echaban en cara que, mientras sus amigas empezaban a ir a la
universidad o estaban ganándose el pan en distintos trabajos, ella iba a ser
una desgraciada toda la vida por crearse esas ataduras a edad tan temprana.
Pero Carmelita, al ser tan limitada, la pobre, lejos de sentirse abrumada por
la responsabilidad, estaba la mar de contenta. Y don Blas, que era un
caballero, se casó con ella. (Don Blas ―digámoslo de pasada― era riquísimo.)
La vida tiene extraños
mecanismos, así que, lo que parecía que tuviera que desembocar en tragedia,
resultó todo lo contrario. Don Blas estaba encantado con su joven y guapa
esposa. Entre ellos dos, muy interesantes las conversaciones, la verdad, no
eran. Ella, muy culta, muy culta, la verdad, tampoco era. Pero don Blas, con
tantos negocios, estaba poco en casa durante el día y, por las noches, todo eso
se le olvidaba entre las sábanas.
Carmelita, por su parte, se
pasaba el día comprando ropa, jugando al golf, yendo al cine, bañándose en la
playa y demás ocupaciones de alta exigencia intelectual. Como la pobre era
tonta y no tenía más aspiraciones… Y como tenía una criada fija en casa que le
hacía todo el trabajo y no tenía que ir a la compra, ni cocinar, ni limpiar…
¡qué iba a hacer, la pobrecilla!
La fogosidad de don Blas hizo
que, en un visto y no visto, se encontrara Carmelita madre de tres preciosas
hijitas, a cabeza por año. Con el paso del tiempo, la mayor, que les había
salido listísima, estudió y estudió hasta quemarse las pestañas y acabó dos carreras.
Como el asunto laboral estaba tan mal, no le sirvieron para encontrar trabajo,
así que se sacó unas oposiciones para una plaza de funcionaria que le daba
―eran tiempos de crisis― justillo para ir tirando.
La segunda, que les salió un
lince para los negocios, trabajó y trabajó sin descanso año tras año hasta
conseguir, ella solita, levantar un negocio de tintorería que ―recuérdese que
eran tiempos de crisis― la tenía sujeta al trabajo catorce horas diarias para
conseguir pagar la hipoteca y poco más.
La tercera, en cambio, les salió
rana. A todas luces, ¡vaya por Dios!, subía tonta…
José-Pedro Cladera ©
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