(Escrito para el Taller de Escritura
de la Biblioteca Municipal, como
tema “Libre”).
La
edad avanzada tiene varias ventajas; pero hay una que es primordial: Llegar.
Porque miro hacia atrás, y de mi quinta como se decía en aquellos tiempos de la
mili, quedamos muy pocos.
Pero
estoy convencido de que si aguanto catorce o quince años más, ya no me muero.
Lo digo porque suelo leer las necrológicas de los periódicos, y no veo ninguna
de más de cien años. Digo yo que será porque llegado a esa edad, uno vive
eternamente.
Lo
que no sé es si compensará vivir tanto tiempo. Nietos, biznietos, tataranietos…
Se hará tan grande la familia y se desparramará tanto, que habrá que tener un
libro de contabilidad donde anotar las altas y bajas con los correspondientes
recordatorios de nombres, cumpleaños,
santorales, y demás acontecimientos dignos de tenerse en cuenta. Otra preocupación del eternamente vivo, será
la sucesión de amigos; porque como no des con otro eterno como tú, eso de cada
ochenta u ochenta y cuatro años tener por narices que hacer nuevas amistades,
no dejará de ser un trabajo añadido a lo habitual…
Mientras
no pasen esos años, los amigos no son un trabajo. Son una bendición que te cae
encima sin saber cuándo ni en dónde. Lo único que se sabe es que sin buscarlo,
te encuentras con cualquier desconocido,
y surge una comunión de ideas y
pensamientos, (que aunque lo parezca, no es la misma cosa), que hace que en su
compañía te sientas mucho más realizado. Pero claro, cuando esta selección de
amigos “la palme”, ¿qué? A mí, hasta
ahora, unos se han ido y han llegado otros, así, por las buenas. Sin buscarlos, y hasta sin
darme cuenta. Pero claro, en cuanto pase
de los cien o ciento veinte años, será más difícil encontrarlos a mi medida por aquello de la
edad descompensada…
Otra
ventaja de los muchos años, es que dejas de preocuparte por cantidad de
cosas; por ejemplo: Como ya no estás en
edad de presumir, te olvidas de las modas, que al fin y al cabo no son más que un invento de cuatro vivillos para
sacarle el dinero a cuatrocientos
tontillos. Con tal de ir mediamente aseado,
(que tampoco somos la patena, para que tengamos que ir relucientes), ¡ya está
bien! Esto no quiere decir que tengamos
que oler a carne sudada, que para algo se inventaron en su día las duchas. Pero vamos, que tampoco
es cosa de gastarse la pensión en
perfumes de alto voltaje.
Otra
cosa muy importante que te enseñan los
muchos años es a no hacer caso de las
murmuraciones. “Dicen por ahí…” “Oí decir a no sé quien…” No. No lo dicen por ahí. A mí, me lo estás diciendo tú. Y si no estás seguro, y encima, lo que me vas
a contar es algo malo del vecino, es mejor que no lo cuentes. Pero como tu interlocutor disfruta contándolo, al fin lo cuenta. Y a mí, los
muchos años, me enseñaron en dejarlo en “cuarentena” por aquello de que la
mayor parte de las veces, la cosa no era así exactamente…
Las
locuras de la juventud, (¡Benditas locuras!),
pues eso: eran de la juventud. Y aunque de vez en cuando no te
importaría repetir una de aquellas locuras, pues eso, también: Que los muchos
años son tan sabios, que aunque los ojos
y las intenciones te digan “Palante, muchacho”, el cuerpo responde, “¿pero
cómo, y con qué?” Y el cuerpo viejo se te relaja, y hasta te dan ganas de
fumar un cigarrillo como en los tiempos
en que sabías “cómo” y tenías “con qué”.
Créeme,
que estoy encantado con los años que tengo. No sé si seguiré pensando del mismo
modo en día que sea viejo de verdad. Total, hasta hoy, no más que ochenta y
cinco. Anímate, y al menos cumple tú otros tantos como yo. Y hasta puede que
pasemos de los cien, y seamos amigos por
toda una eternidad…
Jesús González ©
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