Las casas del pueblo se habían quedado desiertas en la noche cálida de verano. Salvo unos pocos enfermos de guardar cama, todos los vecinos se hallaban arracimados en la plaza del Ayuntamiento, de bote en bote, donde un enjambre de mesas colocadas sin orden ni concierto dificultaban el movimiento y contribuían a agudizar el ingenio en los insultos e improperios de quienes recibían codazos y coletazos de los que se movían entre ellas. El ruido era ya ensordecedor y la gente se hablaba a gritos. Había serpentinas por todas partes, globos de colores atados con cordeles a las farolas, farolillos de papel. Los niños corrían por entre las mesas tirando confeti, haciendo sonar pitos y carracas, incordiando consus matasuegras al personal y recibiendo guantazos de los parroquianos, que en el pueblo siempre fueron poco proclives a la solidaridad con la tierna infancia. En un rincón de la plaza, parapetadas detrás de un improvisado mostrador, La Genara y La Esperanza se encargaban de vender botellas de cerveza y jarras de vino tinto a una hilera desordenada de hombres que se peleaban y se daban empujones para evitar que se les colaran los espabilados de turno. De vez en cuando, por encima del jolgorio generalizado de la plaza, se alzaba, potente, orgullosa, alguna voz estridente y mal afinada de una improvisada soprano, voluntariosa pero poco aventajada, que cantaba una copla, y todos coreaban con palmas y vivas. En general, los hombres se sentaban juntos en mesas separadas de las de sus mujeres, que sabido era que no estaban ellas hechas para participar en las sesudas conversaciones de los varones, ni éstos para desperdiciar su excelsa mollera con las tonterías que las hembras gustaban hablar. Salvo los mozos, claro, que esos sí se arrimaban a las mozas y se sentaban con ellas, cuanto más pegados mejor, a ver si conseguían algún rozamiento furtivo bajo la mesa, que sabido ha sido siempre que en la mocedad tienden los varones a ser muy pacientes con las tonterías de las que hablan las mozas mientras consientan éstas en alguna que otra licencia epidérmica.
El
Chato estaba afanado. Pequeño y patizambo, con unas enormes cejas que iban de
sien a sien sin discontinuidad alguna, sus orejas de soplador, una chaqueta
raída que le llegaba casi hasta las rodillas, el pantalón sujeto a la cintura
con una cuerda, y unos zapatos por los que asomaba, repulsivo, un dedo gordo
coronado por una enorme uña mugrienta, El Chato se sentía importante aquella
noche. Sus ojos parecían los de un pájaro, sin parar de dar vueltas a diestra y
siniestra, como si estuviera siempre temiendo que le atizaran por algún lado en
el momento menos pensado. Tenía una risita nerviosa que molestaba hasta al más
pintado, como una nota corta seguida de una larga, luego dos cortas y una larga
y luego otra vez una corta y una larga: ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii. A cambio
de una perra gorda por botella, o dos por jarra, iba a por las bebidas para los
que no querían hacer cola, y de esta forma, mientras los demás gastaban sus
cuartos, él aprovechaba la oportunidad, que raramente se le presentaba, de
obtener alguna ganancia.
En
una mesa pegada a un rincón de la plaza, jugaban al dominó los cuatro hermanos
Heredia, cuyas respectivas mujeres se sentaban en torno a otra mesa en la que
se habían reunido como una docena de hembras y de donde procedían grandes
risotadas.
―¡Eh,
Chato, ven pacá! ―gritó el mayor de los Heredia con su voz atronadora y
autoritaria.
El
patizambo se acercó presto, echando ya cuentas por el camino de las perras que
se iba a ganar a cuenta de los Heredia:
―Ji-jiii,
ji-ji-jiii, ji-jiii.
El
mayor de los Heredia era claramente quien llevaba la voz cantante, así que
ejerció sus innatas dotes de macho alfa organizador:
―A
ver, ¿qué vais a beber vosotros: cerveza o vino?
―Vino,
coño, que sale más barato ―no tuvo ni que pensárselo el hermano menor, que
tenía, de natural, una tendencia al ahorro.
―Vino
bebemos todos los días, joder. En un día así, hay que echar la casa por la
ventana. Yo quiero cerveza ―espetó el hermano que le precedía inmediatamente en
la jerarquía, poniendo en evidencia la disparidad de opiniones entre ellos
cuando se trataba de asuntos serios.
El
macho alfa tomó inmediatamente las riendas, captando de inmediato, con su fino
olfato para identificar las soluciones a los problemas, qué era lo que el
momento exigía de él:
―A
ver, Chato: ¿a cómo van las bebidas?
El
Chato adoptó una pose formal y se puso tieso, como siempre veía hacer al
centinela que hacía guardia frente al cuartelillo de la Guardia Civil cuando
entraba o salía el sargento. Cuando recitaba los precios, siempre se ponía
grave, sintiendo el peso de la responsabilidad.
―Seis
reales cada cerveza y cuatro pesetas cada jarra de litro de vino. Ji-jiii,
ji-ji-jiii, ji-jiii.
―¡Me
cago en la leche, qué ladronas! ―no pudo contenerse el Heredia benjamín, que
siempre fue un hombre sensible ante las injusticias sociales.
―Ya
se sabe, hombre. Es fiesta mayor, ¿qué esperabas? ―volvió a mediar el hermano precedente, que
parecía obstinado en llevarle siempre la contraria.
El
segundogénito aún no había abierto la boca. El segundogénito de los Heredia era
hombre de pocas palabras. Lo suyo era observar, sopesar, meditar, reflexionar.
Sólo después de un riguroso proceso mental, dejaba escapar una sentencia. Era
hombre de mucho pensar y poco hablar. Con la cabeza gacha, sus ojos escrutaban
a sus tres hermanos y a El Chato. Sacaba conclusiones.
―Bueno,
va, no nos hagamos mala sangre ―resolvió, dando una vez más muestras de quién
llevaba allí la voz cantante, el hermano mayor, que no estaba dispuesto a que
nadie le amargara una noche así por cuatro cuartos de nada.―Que sean cuatro
cervezas y no se hable más. Le dices a La Genara que me apunte los veinte
reales en la cuenta.
El
Chato se quedó pensativo, rascándose la cabeza. Algo no le acababa de encajar
en su limitada, pero no del todo estéril, sesera.
―¿Veinte…
reales? ―preguntó, inseguro.
―¡Pero
qué burro eres, coño! ¿Cómo van a ser veinte reales? ―recriminó al primogénito
su hermano pequeño, que obviamente había salido con más luces.
―¿Y
pues? ―no acababa de entender el de las cuentas.
―Pues
que si fueran cinco reales por cerveza sí que serían veinte en total, digo yo;
pero es que son seis reales por cerveza, la madre que te parió. ¿Pero es que se
te ha olvidado todo lo que aprendiste en la escuela?
El
otro cayó en la cuenta:
―Ah,
sí, es verdad, joder. Es la falta de práctica. Ya me acuerdo, claro: de los
veinte reales, llevamos dos; así que en total son veinte, más los dos que
llevamos: veintidós.
―Eso,
hombre, si es que tampoco cuesta tanto, leches. Hay que pensar antes de hablar.
―Vale,
vale, ya lo he pillado. Hala, Chato: que sean cuatro cervezas y que me apunten
los veintidós reales en mi cuenta ―ordenó, generoso en la invitación, el
Heredia mayor.
El
Chato hizo un saludo que había copiado del que hacían los civiles y desapareció
a por las bebidas. Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.
El
hermano segundogénito hizo ademán de que iba a decir algo y todos callaron. Sus
tres hermanos siempre callaban cuando el segundo de los Heredia iba a abrir la
boca, genuflexos ante su superioridad intelectual. Y, finalmente, sentenció:
―¡Cacho
burros sois todos, cagondiez! ¡La madre que os parió!
En
el centro de la plaza había un grupo de mozos y mozas bailando y algunas
mujeres, ya más mayores, que lo hacían entre ellas y reían. De pronto, las
mesas de los hombres enmudecieron y todas las miradas se concentraron en La
Tomasa, que había salido a mostrar su pericia en el arte de la danza. Ninguna
moza del pueblo se movía como La Tomasa. Su cuerpo se cimbreaba, insinuante y
sensual, a los compases de la música del tocadiscos del alcalde, que
generosamente prestaba para estas ocasiones. Los hombres acompañaban las
evoluciones de La Tomasa con expresiones de júbilo, y las mujeres, con
comentarios mordaces. A veces, en alguna girada del baile, el vestido
revoloteaba y se alzaba por encima de las rodillas, exacerbando las
exclamaciones de admiración entre los varones, que pedían más brío en los
giros, dando con ello buena muestra de que, aún sin saberlo, conocían bien los
principios de la física. Sólo uno, el Heredia segundogénito, se hallaba, de
nuevo, absorto en sus pensamientos, aunque con la mirada siguiendo los
arabescos de la falda de La Tomasa, en profunda reflexión
filosófico-nutricionista:
―Buenas
carnes, la jodía.
―Lo
que yo te diga: a esa la alimentan con bellotas ―asintió su hermano tercero, a
quien, en esta ocasión, no le costó coincidir con el parecer del otro.
―Cagondiez.
Los mozos de ahora ya no son como en nuestros tiempos. A nosotros nos enseñaban
carnes y nos poníamos como toros ―el segundogénito, contrariamente a lo que
solía ser su natural proceder, parecía haberse vuelto insólitamente locuaz,
espoleado por las fugaces visiones de los muslos de La Tomasa.
―Ahora
los mozos están amariconaos, hombre. No reaccionan a nada.
―¿Y
de las mozas de ahora qué me decís, eh? Pedazo golfas, me cagontó. Un poco más
y nos enseña el culo, no te jode. Así pasan las cosas que pasan. Que no somos
de piedra, coño.
―Si
a mi hija la veo yo hacer eso, le parto el cayado en la cabeza y se le quitan
las ganas de enseñar ni el tobillo. ¡Por éstas! ―Espetó el Heredia primogénito,
que, por eso de tener más años, era más tradicional en materia de relaciones
entre hombres y mujeres.
―Ji-jiii,
ji-ji-jiii, ji-jiii.
El
Chato estaba de vuelta; pero traía las manos vacías, lo que sumió a los cuatro
hermanos en la inquietud.
―¿Qué
pasa con las cervezas? ¿Se han acabado o qué?
El
Chato habló como a la defensiva, sabiendo que, con esos paisanos, los
contratiempos solían acabar en algún que otro coscorrón que casi siempre recaía
sobre él.
―Que
dice la Genara que no se fía. Que hay que llevar la pasta o no hay bebidas. Y
además, que son veinticuatro reales, no veintidós. Ji-jiii, ji-ji-jiii,
ji-jiii.
―¡La
madre que parió a la Genara y a toda su familia! Encima de no fiarme, dos
reales más. Seguro que uno es para el alcalde y otro para el cura.
―Venga,
¡qué más da! Dale los veinticuatro reales y que nos traiga las cervezas de una
vez.
―¿Que
yo le dé los veinticuatro reales? ¡Y una mierda! Aquí soltamos cada uno seis
reales y si no, a beber agua del botijo.
―¿Pero
no querías que te lo apuntaran en tu cuenta? Pues entonces, ¡qué más te da!
―Eso
es diferente. Una cosa es que te lo apunten en la cuenta y otra es pagarlo. No
me jodas, no me jodas, que vas tú muy listo.
A
regañadientes, sacaron todos sus seis reales y se los entregaron a El Chato,
que volvió otra vez a la cola de las bebidas.
―Es
que no sé a dónde vamos a llegar. Ahora resulta que no te fían ni en tu propio
pueblo.
―Hombre,
tampoco es que sea tan raro, la verdad ―barruntó el benjamín.― ¿Cuándo es la
última vez que pagaste la cuenta del bar, eh?
―Anda,
anda, vamos a seguir jugando al dominó, que aquí se está rifando una hostia y
tú tienes todos los números.
En
el rincón opuesto de la plaza, donde un par de escalones alzaban el nivel un
poco sobre el resto, en torno a una mesa un poco aislada de todas las demás, se
sentaban, dominantes, las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, su mujer, el
sargento de la Guardia Civil y el cura. Con gesto severo y sin apenas cruzarse
palabra, miraban con distancia a la multitud sintiendo el peso de sus
respectivos altos magisterios, asumiendo estoicamente la soledad del mando y
tomando buena nota mental de los cabrones que a veces los miraban y se reían
con algún chistecillo que debían de contarse a cuenta de ellos.
El
Chato volvió con dos cervezas metidas en cada bolsillo de la chaqueta, siendo
recibido con entusiasmo por los cuatro hermanos sedientos.
―¡Hombre,
ya era hora, trae pacá!
El
Chato retrocedió un paso:
―Primero
mis perras. Ya sabéis: a perra gorda por cerveza, cuatro perras gordas
―advirtió el patizambo, haciendo ostentación de sus habilidades para el
cálculo.― Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.
Entre
insultos y blasfemias, sacaron cada uno una perra gorda y se la dieron. El otro
―escarmentado por las no inhabituales maniobras de sus paisanos para recuperar
sus perras una vez obtenida la mercancía― las puso a buen recaudo antes de
sacar las cervezas de los bolsillos y dejarlas sobre la mesa.
―Anda,
vete a tomar pol saco, que te vas a hacer rico con tantas perras. ¡Abrase
visto! Y parece tonto.
La
mujer del Heredia mayor, que volvía del gallinero, pues la cola que se había
formado ante el baño del bar auguraba prematuros e indeseados alivios, se les
acercó.
―¿Qué
pasa, cómo va la juerga? ¿De qué habláis tan serios?
―Nada,
ya sabes: cosas de hombres. De política, de finanzas y cosas así. Vosotras, las
mujeres, ya se sabe que no entendéis de estas cosas ―la despachó su marido,
que, a su edad, ya era tarde para que absorbiera las modernas corrientes de la
igualdad de género.
―Sobre
todo de lo que roban aquí con las bebidas ―apostilló el benjamín―.
Cagonlaleche, ¿dónde se ha visto cobrar seis reales por una cerveza? Pues lo
que decimos, que una parte es para el alcalde y otra para el cura, eso fijo. Si
es que la política y las finanzas es eso, no hay más.
La
mujer los miraba con conmiseración.
―¿Y
quién coño os ha cobrado seis reales? Allí en la pizarra lo pone bien claro: a
peseta la cerveza.
Los
cuatro hermanos se miraron unos a otros con incredulidad. Luego, ya no con
incredulidad sino con expresión asesina, miraron a ver si daban con el
patizambo, que, a esas alturas de la noche y habiendo recogido ya su particular
cosecha, se hallaba en paradero desconocido.
―¡Me
cago en la madre que parió a El Chato! ¿Dónde se ha metido? ¡Que lo mato!
La
mujer, viendo el sofoco que le estaba cogiendo a su marido, no quiso perder la
oportunidad de mostrarle un poco de amor conyugal:
―Si
es que un poco más tonto y naces oveja. Hasta El Chato os ha timado, hay que
ser burros. ¿Pero es que no sabéis leer lo que pone en la pizarra?
―Si
es que desde aquí no se ve, leches ―se disculpó su amado cónyuge, previendo que
esa noche iba a dormir caliente. ¡Menuda era la parienta para dejarle perder
así los cuartos!
Las
mujeres de los otros tres, oliendo la ocasión de unirse a la demostración de
solidaridad con sus maridos, se apuntaron al revuelo y se mostraron apenas algo
más comprensivas:
―¡Imbécil!
¡Con lo que cuesta ganar el dinero!
―¡Desgraciado!
¡A caldo una semana entera! ¡A mí ni te me acerques!
El
Heredia segundogénito no abrió la boca hasta que las cuatro mujeres se hubieron
alejado. Entonces, dejó caer su sentencia, largo rato meditada:
―¡Zorras!
Las
existencias de cervezas y vino estaban ya acercándose a su fin. Las de dinero
en los bolsillos de los paisanos, ya habían llegado a ese punto crítico hacía
rato. Así que, como La Genara y La Esperanza, escarmentadas tiempo ha por las
enseñanzas que da la vida, no fiaban, la fiesta se fue acabando.
Poco
a poco, la gente fue abandonando la plaza y, dando bandazos de un lado a otro
por las callejuelas, se fue encerrando en sus casas. La noche engulló las
últimas risas y balbuceos de los embriagados concurrentes. Se apagaron los
faroles y el pueblo se sumió en un sueño etílico. Como todas las noches del
verano, sólo el sonido agudo y monótono de los grillos rasgaba el profundo
silencio.
Aunque
aquella noche, los grillos se veían de vez en cuando acompañados de otro sonido
que procedía de un pajar solitario en el arrabal del pueblo. Algo así como un
ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.
José-Pedro Cladera ©
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