Toshihiro
Desde el aciago día en que doña Olga, plegándose a las
fantasías sexuales de su amante enano, descargó sus 93 kilos de cuerpo serrano
sobre él y lo mandó al otro barrio como si por encima del pobre León hubiera
transitado una locomotora, la vida de la ciclópea mujer no volvió a ser la
misma. Nunca encontró a un sustituto de su menudo pero fogoso y osado León y se
encerró de nuevo en su mundo solitario. Fantaseaba y le gustaba imaginarse a sí
misma en la situación inversa, ella como el pequeño juguete de un enorme amante
que la hiciera sentir como barruntaba
que debió de sentirse su pequeño León cuando retozaban juntos y ella lo
manejaba como si fuera un osito de peluche. Claro que encontrar un hombre que
la hiciera sentir así a ella, que era maciza y poderosa como un tanque, se le
antojaba una tarea a todas luces imposible.
Doña Olga encontró refugio en la lectura y se pasaba horas y
más horas tragándose toda clase de libros con el fin de evadirse de sus
recuerdos. Un día le daba por leer sobre la apasionante vida de los primeros
habitantes de La Alpujarra; otro, sobre la depurada técnica de la araña errante
brasileña ―también conocida como araña del banano― para tejer sus telarañas
orbiculares; aún otro, se interesaba por los fascinantes conocimientos
radiestésicos de los zahoríes para detectar corrientes subterráneas de agua
usando un palo bifurcado; incluso, cuando le asaltaba la necesidad de bucear en
temas verdaderamente trascendentes, leía sobre la dieta de los esquimales
―también llamados inuit―, tan rica ella en grasa de focas y ballenas. Y así,
continuamente, muchos otros libros de temas igualmente sugerentes. Todo le
interesaba, mientras no fueran historias de amor, que la ponían triste.
Un día cayó en sus manos un pequeño ejemplar, con profusión
de fotografías, que trataba sobre el cautivante tema de la vida de los luchadores
japoneses de sumo. Doña Olga no daba
crédito a lo que tenía ante sus ojos: un luchador de sumo corrientillo, de
andar por casa, podía pesar 160 o 170 kilos y ser alto como una torre, y un
ejemplar ya con un poco de pedigrí se iba tranquilamente a los 200 kilos. Para
un hombre así, los otrora sobrecogedores 93 kilos de ella no serían más que un
chiste. En manos de un espécimen desmesurado como cualquiera de aquellos
luchadores de sumo, se sentiría ella, finalmente, felizmente, como una frágil
muñequita; podría él cogerla en brazos y voltearla y juguetear con ella como si
nada, como ella misma hacía con su pequeño León, y la haría sentir grácil,
ingrávida, volátil, ligera como una pluma. Doña Olga lloró de la emoción y tuvo
al instante una revelación: supo que la sabia Naturaleza la había creado para
que se entregara a un luchador de sumo japonés.
Con la determinación inquebrantable que caracteriza a las
mujeres que han encontrado finalmente su destino ―sobre todo en cuestiones
tocantes al amor y sus diversas variantes psicosomáticas―, se plantó en Tokio y
comenzó a merodear por las escuelas de sumo y los locales donde se practicaba
tan noble arte marcial. Descubrió, como una inesperada a la vez que agradable
sorpresa, que aquellos mastodontes se sentían también atraídos por ella, ya que
con las pequeñas japonesas tenían que andarse con un cuidado que la gran
envergadura de doña Olga hacía menos necesario, con lo que se veían ellos como
con más cancha para dar rienda suelta a los ríos de testosterona que albergaban
oculta entre sus grandes masas adiposas. Fue así, pues, como conoció al hombre
que cambiaría su vida.
Toshihiro no era gran cosa, dadas las circunstancias. Su
mirada tenía algo como de melancólico, porque, a pesar de consumir 20.000
calorías diarias, dormir más horas que un bebé ―que los bebés japoneses también
duermen mucho― y llevar una vida cuasi ascético monacal, no había forma de que
ganara más peso y no acababa de dar la talla, lo cual le angustiaba
considerablemente. El pobre sólo medía un metro noventa y no pesaba más allá de
unos exiguos 180 kilos: una mediocridad. Su cara parecía una sandía amarilla
que contuviera más pulpa de la que podía albergar, por lo que parecía a punto
de reventar en cualquier momento; pero tenía una sonrisa muy atractiva, a la
que contribuían sus ojos, tan rasgados que se diría que nunca se habían
recuperado de una risa incontrolada. Su barriga parecía un saco lleno de
manteca que alguien hubiera atado a su cintura, y a doña Olga le daba como un
cosquilleo que la hacía ruborizarse cuando veía aquel tremolante cargamento de
grasa bambolearse de un lado a otro, arriba y abajo, con los violentos
movimientos de la lucha. Sobre todo, lo que más causaba que doña Olga sintiera
como un hormigueo por todo su cuerpo y que tuviera que morderse con fuerza el
labio inferior para contenerse era cuando aquel adonis amondongado se plantaba,
con los pies firmes en el suelo, con sus piernas, rollizas como sendas columnas
de Hércules, bien abiertas, cubierto su descomunal cuerpo únicamente por un
desproporcionadamente pequeño taparrabos, y lentamente, muy lentamente,
decantaba todo su peso hacia un lado, elevaba una pierna hasta alcanzar la
horizontalidad y entonces, súbitamente y al grito de Eeee-yah!, la dejaba caer violentamente, dando un gran patadón, y
todo el suelo temblaba como sacudido por un terremoto de un grado nada
despreciable en la escala de Richter. Aquello tenía un efecto demoledor sobre
el equilibrio hormonal de doña Olga, y unas perlitas de sudor afloraban inmediatamente
en sus sienes. Y era feliz… A Toshihiro todo aquello no le pasaba inadvertido y
se dijo para sus adentros ―en japonés― que a aquella hembra europea, de tamaño
algo más satisfactorio que las pequeñas niponas a las que hasta entonces había
tenido acceso, la tenía en el bote.
El día que finalmente Toshihiro se la llevó al futón ―o sea,
al catre, en versión japonesa―, doña Olga ardía en deseos de dar rienda suelta
a sus tan largamente contenidas fantasías, y el mastodóntico Toshihiro empezó a
pensar que aquella europea estaba como una cabra. El hombre no había salido
nunca de Japón y era consciente de que las costumbres de alcoba podían variar
considerablemente de un continente a otro, pero aquello de tener que cogerla en
brazos y mecerla como si fuera una muñeca, darle volteretas en el aire y
tonterías por el estilo se le antojaba fuera de lugar hasta para una mujer tan
primitiva como una europea. Además, qué diantres, él no la había llevado allí
para eso. Así que Toshihiro, cuando se hartó de pamplinas con aquella muñequita
de 93 kilos, se dejó de monsergas y procedió.
A doña Olga lo primero que le sorprendió fue que, plantado
frente a ella en porretas, no veía ninguna diferencia entre que Toshihiro
llevara su taparrabos o no. Sin la sujeción de dicha prenda ―a todas luces,
innecesaria a efectos de ocultar a la vista lo que de todos modos resultaba
invisible, pero útil no obstante para sujetar en cierta medida la ingente bolsa
de sebo―, la mantecosa barriga del japonés le caía hasta casi las rodillas. Parecía
obvio, dada la gigantesca masa del nipón comparada con la de doña Olga, pese a
ser ésta nada despreciable, que la prudencia aconsejaba optar por la postura
que tiempo atrás comenzó ella a usar con su pequeño León, consistente en que
quien de los dos menor masa corporal tuviera fuera quien ocupara la posición
del jinete, y el más voluminoso de los dos fuera quien hiciera las veces de
cabalgadura. Descuidar tan prudente precaución era jugar con fuego, como en
aquella ocasión, cuando su pequeño León se empeñó en ir contra natura y el
pobre acabó triturado como una cáscara de nuez saliendo del cascanueces, pero
obviamente no era lo mismo subirse a un enano que a un luchador de sumo. Así
que lo juicioso era que doña Olga hiciera de amazona. El problema era el
equilibrio. Subida en lo alto de aquella masa de sebo que no paraba de moverse
como un colchón de agua, doña Olga era de fácil descabalgar y tuvo que pegarse
un par de batacazos contra el suelo hasta que se convencieron de que así la
cosa no iba a funcionar.
Decidida ya a apechugar con lo que fuera, descubrió doña Olga
que, al revés, el asunto tampoco se presentaba fácil. Aparte de enfrentarse a
serios problemas respiratorios al tener encima aquella enorme masa de grasa, la
forma cuasi esférica de la gran barriga sebácea de Toshihiro ocasionaba, que,
cuando éste bajaba su cara para depositar sobre la de ella un tierno ósculo
amatorio, las piernas del nipón, por el efecto basculante de su barrigón, se
elevaran hasta aproximarse a la vertical, arrastrando con ellas los
indispensables atributos para los menesteres en los que se hallaban empeñados,
y así era imposible. Y cuando bajaba las piernas, y con ellas los susodichos
atributos, la parte superior del cuerpo, por el mismo efecto basculante antes
mencionado, salía despedida hacia arriba, le desequilibraba y acababa el pobre
Toshihiro con sus 180 kilos dando tumbos por el suelo y farfullando muchas
palabras incomprensibles para doña Olga, pero que, por lo monosílabas y
contundentes que eran, le sonaban a ella como que se estaba cagando en todo en
japonés.
Al final, el hombre se puso serio con ella y le hizo entender
que se había acabado la historia y que había que ir por la vía de lo
convencional, y que le dejara a él con sus tradiciones niponas, que eso de los
luchadores de sumo era una cosa muy antigua y que ya estaba todo inventado. El
truco consistía ―le explicó como pudo a doña Olga― en que la barriga adiposa
cayera sobre el cuerpo de ella con vigorosa determinación, con lo que se
lograba que la grasa se desplazara hacia ambos lados, quedando en medio una
hendidura gracias a la cual se conseguía la total aproximación de los cuerpos y
la consiguiente consumación del objeto de toda aquella parafernalia. Todo tenía
que hacerse según los cánones secularmente contrastados para que la cosa
funcionara bien. Y si la artimaña daba buenos resultados con las pequeñas
japonesas ―al menos eso le contó a doña Olga; o al menos eso creyó ella
entender―, tanto mejor funcionaría con ella, que era de un tamaño más acorde con
las circunstancias.
Así que allí estaba ella, sumisa, expectante, ansiosa, a la
vez que algo preocupada. Ante ella, Toshihiro comenzó su ritual: se plantó, en
cueros, firme frente al futón ―catre en versión nipona, como ha quedado dicho―,
con las rollizas piernas bien abiertas ―sin que ello tuviera efecto alguno con
la posibilidad de que quedara a la vista cualquier atributo, como también ha
quedado explicado antes― y, completamente concentrado, comenzó a oscilar
lentamente de un lado a otro mientras emitía unos sonidos guturales que debían
de tener algún efecto sobre la acumulación de energía sobre aquellas zonas
corporales que a Toshihiro más le interesaban en aquel trance. Al cabo de un
rato, que a doña Olga se le hizo interminable, todo el cuerpo de Toshihiro se
decantó a un lado y comenzó a elevar la pierna del lado opuesto hasta que le
quedó casi a la altura de la cara, en ese gesto que a doña Olga tanto turbaba
pero que siempre pensaba ―y se recriminaba a sí misma por ocurrírsele tal
vulgaridad― que parecía más propio de quien estuviera ayudándose a evacuar una
contumaz ventosidad que de un amante a punto de proyectarla hacia el éxtasis.
Permaneció el amador pseudoventoso inmóvil unos segundos, con la citada
extremidad inferior en alto y los brazos extendidos para ayudarse a mantener el
equilibrio. Doña Olga lo miraba con inquietud y pensó que así debió de sentirse
otrora su pequeño León, cuando ella estaba a punto de precipitarse sobre él.
Al grito de Banzai!,
Toshihiro descargó su elefantiásica pierna sobre el suelo, provocando el
tronchado de varios listones de madera, la rotura de los vidrios de las
ventanas y la caída de la lámpara de la mesita de noche sobre el futón ―catre,
modelo sol naciente―, que prendió con rapidez. Doña Olga sintió el calor de las
llamas al tiempo que le caían encima los 180 kilos de Toshihiro, y emitió un
sofocado quejido que el amante nipón malinterpretó. Su cara estaba oculta entre
enormes masas de sebo, que se desparramaban a ambos lados de su cuerpo,
oprimiéndola, aprisionándola, asfixiándola, mientras un desbocado luchador de
sumo retorcía su grandeza corporal al tiempo que su inexperiencia amatoria.
Doña Olga se debatía como podía entre las llamas que ya les envolvían y el
aplastamiento que la aprisionaba, mientras aquella masa sebácea se molificaba
con el fuego, se convulsionaba, manoteaba y pataleaba, emitiendo
incomprensibles gemidos, mezcla de dolor y placer. Entre el crepitar del
achicharramiento y los estertores de aquel monstruo encima de ella que agitaba
brazos y piernas debatiéndose inútilmente por levantarse, sintió el siniestro
crujido de sus costillas cediendo ante el descomunal tonelaje que la cubría, y
comprendió por fin cómo se había sentido su difunto amante enano y se sintió en
mística comunión con él. Doña Olga sabía que finalmente había ascendido al
clímax de la felicidad.
A lo lejos, entre tanto barullo, le pareció oír la sirena del
supereficiente cuerpo de bomberos de Tokio que se aproximaba a toda velocidad
y, mientras se sentía desvanecer, pensó que su gozo sólo sería completo si
aquellos inoportunos bomberos nipones fueran menos diligentes y llegaran tarde.
Y cayó hacia el eterno pozo negro sin fondo, diciéndose que eso de hacer el
amor con un luchador de sumo era una cosa muy bestia.
José-Pedro Cladera ©
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