EL ENCUENTRO
Luis y Margarita salieron a pasear con su
niño pequeño un domingo caluroso de principios de verano, sin rumbo fijo.
Montaron en el coche y corrieron kilómetros y kilómetros sin saber a ciencia
cierta a dónde dirigirse. La autovía tenía eso. De pronto Margarita vio un
paisaje que le resultó familiar.
-Espera, estamos pasando cerca del pueblo
de mis abuelos. Y la vino a la memoria los veranos de cuando era una chiquilla
adolescente
-¡Habrá algún medio de salir de la autovía
digo yo!
-¡Vale, donde tú quieras cariño, pero
piensa que te vas a llevar una desilusión. Todo cambia y no conocerás a nadie!
Encontraron la rotonda de acceso y
discurrieron por la carretera que iba hacia el centro del pueblo.
-¡Para, para! Había reconocido la casa de
sus amigas hermanas, en cuyo jardín tanto había jugado.
Cuando salió del coche su corazón latía con
fuerza. ¿Seguiría alguna Allí? Abrió la cancela. Los mismos manzanos a ambos
lados de la casa y el briñonero enorme, en medio, casi tapándola, y de pronto
dio un grito. ¡Allí estaban sentadas a la sombra del árbol, como si el tiempo
no hubiese transcurrido!
Se reconocieron y se abrazaron. Se sentamos
y comenzaron a rememorar sus juegos. Se acordó del día en que se les ocurrió
hacer una caseta entre dos manzanos con ramas y helechos. -Éramos unas cuantas
y queríamos merendar. Yo me levanté más de la cuenta, aquello se vino abajo y
me di con una rama en la nariz, sangré todo lo que quise y se me puso morada
como una berenjena,-dijo-
En cuanto a su vida personal, una se había
quedado soltera, su novio había muerto. La otra estaba casada, con varios hijos,
y vivía en el pueblo, pero todos los días se veían un rato.
Se despidieron después de hacerse unas fotos para el recuerdo, y siguieron ruta. Un
poco más allá se encontraba la casita que había sido de sus abuelos, y el
recuerdo volvió a ella cuando vio que la higuera seguía allí y era enorme.
¡Cuántos higos había comido de ella! Y seguían las hortensias y las margaritas
al borde de las escalerillas que subían hacia la casa.¡Y también se acordó de
la lata donde su abuela metía las galletas de mantequilla que hacía tan ricas!
Parecía estar viéndola a la entrada de la puerta como en una fotografía del
álbum familiar.
Ya era la hora de comer y fueron a la fonda,
cerca de la casa, donde su abuelo tantas partidas de cartas jugó. Resultó que
ahora era de una familiar y también se reconocieron. Comieron de maravilla y se
llevaron tarjetas para la propaganda del local.
Después de comer se fueron paseando por el
pueblo. Estaba muy bonito y cuidado, se veía que era más turístico que
entonces. Ya había más chalets y algunos apartamentos.
Pero la playa seguía igual de preciosa y
acogedora, con sus árboles gigantes a la entrada, la Iglesia y la explanada
donde se hacían las fiestas. Se la llevaron de recuerdo en una fotografía
preciosa que les hizo el niño sentados en una roca, y salió bien.
Subieron por los caminos de piedra hasta la
Atalaya desde donde se divisaba el mar abierto. Eso seguía igual, y Margarita
se emocionó y le explicaba a su hijo pequeño sus correrías por allí.
-¿Contenta? –le dijo su marido.
–Mucho, -le contestó, y se abrazaron.
_¿No va siendo hora de volver?.
–Sí, respondió.
Bajaron hasta donde tenían el coche
aparcado y se volvieron. Margarita con un recuerdo precioso en su corazón.
Mª
EULALIA DELGADO GONZÁLEZ ©
Febrero
2016
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