Olvidar
El hombre y la mujer, altos, rubios, con los ojos azules y la piel
blanca, muy blanca, que le habían estado haciendo preguntas sin que consiguiera
entender nada de lo que le decían, hicieron un gesto para que se aproximara una
mujer joven, morena, a la que no había visto hasta ese momento. Él siguió con
la mirada inexpresiva, resignada, esperando más preguntas en esa lengua
desconocida, otra más. La mujer morena le miró unos instantes, le sonrió y le
saludó en su idioma. La miró sorprendido. El hombre y la mujer rubios
suspiraron aliviados.
Yusuf estaba sentado en una silla, con las manos descansando sobre
sus piernas y los ojos clavados en el suelo, mirando sólo de soslayo a sus
interlocutores como un animal acorralado. Estaba en los huesos, aunque en los
últimos dos días, desde que llegó, le habían alimentado bien, había podido
ducharse cada día, le habían afeitado la cabeza para deshacerse del enjambre de
piojos que llevaba encima y le habían proporcionado ropa limpia.
No había sido fácil encontrar a alguien que hablara su extraño
idioma, pero ahora, al fin, podían comunicarse con él. No era fácil hacerlo, a
pesar de todo. Yusuf entendía ahora las preguntas, pero parecía no procesar lo
que le decían sino muy lentamente, y sólo después de largas pausas parecía
escapar de sus demonios y contestaba con frases muy cortas, la mayoría de las
veces con simples monosílabos. Con paciencia, fueron reconstruyendo su
peripecia.
Llevaba meses deambulando desde que la embarcación que le llevaba
naufragó cerca de la costa y consiguió sobrevivir nadando hasta alcanzar tierra
firme. No volvió a ver a nadie de los que iban con él en la embarcación. Anduvo
sin rumbo durante días, temiendo que le encontraran y le devolvieran a su país,
hasta que, agotado y hambriento, se unió a una columna de seres humanos de
diversas procedencias que, como él, buscaban un lugar a donde ir huyendo del
horror.
Le cayeron lágrimas y sus labios se apretaron para contener el
aleteo de dolor. La mujer rubia dijo algo y la morena le tradujo que estuviera
tranquilo, que todo había pasado y que ahora tendría que esforzarse por
olvidar.
¿Olvidar…? ¿Cómo podría olvidar aquel éxodo interminable, aquellos
días y noches a la intemperie, aguantando la lluvia, el frío, el hambre, el
agotamiento, la desesperación? ¿Cómo podría olvidar aquellas esperas
angustiosas en las fronteras, buscando sin cesar un día y otro un resquicio por
el que colarse en otro país que se mostrase dispuesto a dejar que se quedaran?
¿Cómo olvidar aquellas jaurías humanas que se daban golpes entre ellos por
hacerse con un paquete de ayuda humanitaria, que se arrebataban lo poco que
tenían? El barro, el cansancio, las llagas en los pies descalzos hasta que
consiguió robar una botas… ¿Olvidar…?
Desplazándose principalmente a pie, aunque a veces en tren que
algún país había habilitado para que lo cruzaran con mayor celeridad para
dejarlos en otra frontera, alguna vez en una embarcación puesta a disposición
de ellos con el mismo fin de que alcanzaran otro destino, Yusuf parecía llevar
entre cuatro y seis meses deambulando a través de Europa y habría pasado por
Turquía, Grecia, Serbia, Hungría, Austria, Alemania y Suecia, hasta llegar a
Noruega. No podían precisarlo con exactitud, porque él no sabía dónde estaba la
mayor parte de las veces, ni entendía qué idiomas hablaban, ni tenía a nadie a
quien preguntar porque nadie le entendía a él. Se dejaba llevar a donde le
condujera la marea humana, escapándose una y otra vez en cuanto intuía que
había el más mínimo peligro de que le quisieran devolver y escondiéndose y
andando sin rumbo de nuevo hasta dar con otra columna de gente errante a la que
unirse.
La primera vez que pudo darse un baño, que le dieron comida y
bebida normales y que tuvo una cama limpia donde dormir a resguardo, Yusuf
lloró largamente antes de sumirse, agotado, en un sueño como no recordaba haber
tenido desde hacía tantísimo tiempo. “Pasará”, le dijo el hombre rubio de piel
blanca y ojos azules, “olvidarás”.
El día siguiente le llevaron a un centro donde había algunas
personas más de su país, y Yusuf se encontró extraño entendiendo todo lo que
hablaban entre ellos y lo que le decían y le preguntaban. Llevaba tanto tiempo
sin poder apenas hablar con nadie que ahora le costaba un esfuerzo articular
frases, pero se sentía aliviado de comprender lo que hablaban a su alrededor.
Durante varios días, el hombre y la mujer rubios los visitaban a
todos y les hablaban a través de la intérprete y les decían que enseguida
empezarían a recibir clases de noruego y poco a poco les irían integrando en la
vida de su nuevo país. Yusuf pensó que seguramente debería sonreír agradecido,
pero ya no se acordaba de sonreír. Mientras le decían aquellas cosas, él, ahora,
sin la presión de tener que padecer por su propia subsistencia, veía
insistentemente la imagen de la pequeña Fath desapareciendo bajo las aguas, con
su mano aún asomando sobre las olas en un intento desesperado y vano de que
alguien la asiera y la salvara de morir ahogada. Y la de su amigo Ishâq, que
nadaba detrás de él y de repente, cuando se volvió, ya no estaba. Y la cabeza
de Yusuf se hundía entre sus rodillas y todo su cuerpo se convulsionaba. Y
entonces una mano amiga se le posaba en el hombro y le decía: “Yusuf, hay que
olvidar”. Y él asentía con la cabeza, pero sabía que no podría.
A los dos meses, Yusuf chapurreaba algunas palabras de noruego y
tenía algunas amistades de gente de su país que se hallaba en su misma
situación. De vez en cuando, alguna broma le hacía ya sonreír. Iba limpio,
había engordado y tenía un aspecto saludable, vestía ropa adecuada y no sentía
frío. Aprendía rápido y todo presagiaba que su integración no presentaría
problemas más allá de los que cabía esperar por los traumas vividos en los
meses vagando por Europa medio muerto de hambre y frío. El futuro, finalmente,
parecía ofrecérsele prometedor.
Y un día Yusuf se despertó como con una expresión nueva en la
cara. Pensó en ese nuevo país y en toda esa gente que parecía no estar en
contra de él, que parecían empeñados en ayudarle en lugar de quitárselo de
encima, toda esa gente con la que algún día podría comunicarse y entre la que
todo parecía indicar que podría vivir en paz. Se sintió, por primera vez,
optimista.
Quizás tuvieran razón cuando le decían que había que olvidar.
Miró, pensativo, un calendario que había en la pared y pensó que, por duro que
fuera, olvidaría; que tenía mucho tiempo por delante para olvidar. A fin de
cuentas, pensó Yusuf, dentro de dos días cumpliría ocho años.
José-Pedro Cladera ©
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