Cuatrocientos
años
Anselmo miró a su
alrededor, desconcertado. Los campos, enormes, inacabables, se extendían,
planos como una hoja de papel, hasta donde le alcanzaba la vista, sin más
variaciones que el correr de las ondas que la brisa levantaba sobre la
superficie verde del trigo y, como desperdigados sin ton ni son, algunos
pequeños oasis de amapolas. El cielo, de un azul inmaculado, resplandecía con
el sol del mediodía y le obligada a mantener los ojos casi cerrados para otear
el horizonte sin cegarse. La reverberación del calor levantaba hilachos de aire
caliente sobre los campos, formando una casi imperceptible cortina etérea que
daba a la lejanía la apariencia de un espejismo. La soledad era total. Sentía
sed y hambre, y no llevaba consigo nada con que aliviar ni la una ni el otro,
ni veía por lado alguno a dónde dirigir sus pasos para pedir ayuda. Buscó en
los bolsillos de su pantalón vaquero y sacó un billete de veinte euros y unas
cuantas monedas. “No mucho” ―pensó―, “pero podría comprar algo para comer y
beber, si no fuera porque no se ve una maldita casa por ningún sitio”.
Trató de decidir en qué
dirección encaminar sus pasos, pero cualquiera se le antojaba igual de buena o
igual de mala que las demás, pues todas presentaban la misma uniformidad. En
esas estaba cuando, sobre la línea del horizonte, distinguió las siluetas de
dos personas, a caballo la una y sobre un asno la otra, que parecían no haberle
visto. Comenzó a saltar y agitar los brazos y a gritar tan fuerte como podía,
para llamar su atención. Consiguió, efectivamente, que le oyeran y vieran, y se
tranquilizó cuando constató que los dos jinetes cambiaban la dirección de su
travesía y se encaminaban lentamente hacia él.
A medida que se fueron
aproximando, Anselmo comenzó a inquietarse un poco y a no estar ya seguro de si
había hecho bien o mal llamando la atención de aquellos dos individuos. El uno,
el que montaba a caballo, era un tipo estrafalario, alto y espigado, delgado,
de unos cincuenta y tantos años, que llevaba puesta una armadura incompleta,
grotesca, formada por cacharros de diversa procedencia, con lanza al ristre y
espada al cinto, una adarga en su brazo izquierdo y cubierta la cabeza, a modo
de casco, con una bacía de barbero. El otro, el que montaba un asno, resultaba
igualmente extraño: de edad algo menor, bajo de estatura, gordinflón, tocado
con un sombrero de ala muy amplia que le sumía la cara en una conveniente
sombra, emanaba un aire de campesino sencillo y bonachón.
Cuando estuvieron frente a
frente, el uno de pie, y los otros dos sin apearse de sus monturas, se
observaron mutuamente con interés, y pensaba Anselmo que probablemente fuera
él, plantado allí con su camiseta de manga corta, sus pentalones vaqueros y sus
zapatillas de deporte, quien, de los tres, más desentonaba.
―Joder, troncos, vaya pinta
que os gastáis. ¿Qué pasa, vais a algún carnaval o qué? Jo, qué suerte que
habéis pasado, tíos, porque necesito una birra y un bocata ya mismo.
El largo y espigado miró al
bajo y gordinflón:
―¿Entiendes tú algo de lo
que dice éste? Extraño personaje, vive Dios.
―Entiendo lo que vos; o
sea, casi nada. Debe de ser catalán.
Volvió a hablar el de la
armadura, esta vez dirigiéndose a Anselmo y desenvainando la espada:
―Decidme presto quién sois,
que tan raras ropas vestís y tan extraña lengua habláis. ¿Sois acaso catalán,
como piensa mi escudero, o de tierras de Portugal, o aún peor si cabe? Declarad
vuestras intenciones o no tardará en correr vuestra cabeza por los campos,
cercenada por mi espada.
―Tranqui, tío, tranqui, no
te pongas nervioso. ¡Qué coño catalán ni portugués ni qué leches! Yo soy de
Ponferrada, ebanista de profesión y llevo dos años en el puto paro. Una empresa
de por allí me propuso que me prestara a un experimento de una máquina del
tiempo. Me dijeron que pasaría dos o tres días en otro lugar y en otro siglo y
que luego volvería como si nada. Me pareció una chorrada como un piano, pero,
tío, me pagan cuatrocientos pavos a la vuelta y, como comprenderás, había que
trincarlos. No me pensé yo que iba a ser verdad, ¡la madre que los parió!
―En verdad te digo, Sancho,
que creo que este hombre ha escapado de algún loquero. Mejor será prendello,
maniatallo y entregallo a la Santa Hermandad para que le den tormento y
confiese cuáles son las malas intenciones que le traen a esta nuestra tierra,
para él extranjera, puesto que ni como nosotros hablar sabe. Y de lugar muy
bárbaro ha de proceder, cuando ni tan siquiera pagan con doblones o maravedís,
como está mandado en tierras de cristianos, sino que aún van al trueque y se
pagan unos a otros con pavos. Mal de la sesera ha de andar quien acepta en pago
cuatrocientos de esos animales, de los que, ten por seguro, poco o nulo
beneficio ha de sacar.
Habló ahora el gordinflas:
―Yo más bien creo, mi
señor, que lo inapropiado de sus ropas y el no llevar cubierta la cabeza con
estos calores, sumado a la sed y el hambre, le hacen sufrir alucinaciones. Creo
que más acorde con las reglas de la caballería sería que vuestra merced le
proporcionara alojamiento y le diera comida y bebida unos días, hasta que,
recuperado de su insolación, nos contara la verdad de su procedencia e
intenciones. Que, de no hacello o no quedar satisfecha vuestra merced con lo
que nos haya de relatar, siempre habrá tiempo de entregallo a la Santa
Hermandad para que le hagan confesar con las tenazas, el brasero o algún que
otro descoyuntamiento.
―Dices bien. Pero, puesto
que nos hallamos lejos de mi hacienda y a tan sólo dos leguas de la de mi señora
Dulcinea, llevémosle a ésta y allí podrá recuperarse en los dos o tres días que
tú y yo tardaremos en regresar de la aventura que habíamos iniciado cuando le
hemos encontrado en nuestro camino. Entonces dispondremos qué hacer con él.
Sin saber muy bien si debía
alegrarse o preocuparse de ir en la compañía de aquellos dos locos de remate,
Anselmo pensó que, al menos, parecían estar dispuestos a proporcionarle comida
y bebida y un sitio donde quedarse mientras se aclaraba su situación, así que
se mostró conforme en ir con ellos hasta la hacienda de quien aquellos dos
llamaban Dulcinea y que, a juzgar por los comentarios que hacían, debía de
estar de muy buen ver, porque el de la armadura estaba loco por ella y no
paraba de elogiarla con palabras de lo más cursi.
Así que llegaron a la
citada hacienda, salió a recibirles una campesina, ante quien, para asombro de
Anselmo, los dos jinetes descabalgaron y el de la armadura puso rodilla en
tierra y empezó a hablarle como si ella fuera una princesa. Ahora sí Anselmo se
convenció de que aquélla era una panda de locos, y que sólo el gordinflón
parecía tener algo de cordura y se diría que les seguía la tontería con tal de
que no se irritara el de la armadura, que cuando sacaba el mal genio no había
quien le parara y era capaz de hacer una escabechina.
Quedó la tal Dulcinea de
acuerdo en lo que el caballero de la bacía en la cabeza le propuso, así que
quedó dispuesto que Anselmo se alojaría allí hasta que los dos jinetes
regresaran, y que no le faltaría comida y vino y un camastro donde dormir
cuanto quisiera. Y con esas disposiciones hechas, se alejaron nuevamente
aquellos dos, el uno sobre su rocín, y el otro sobre su jumento, en busca de no
supo Anselmo qué fantásticas quimeras. Anselmo, bien comido y bien bebido, algo
aturdido por lo insólito de su situación pero tranquilizado al ver que aquellos
dos orates estarían alejados un par de días, se echó sobre el camastro y pronto
se sumió en un largo sueño reparador.
Cuando se despertó, con el
sol ya bastante alto, se sintió alegre y pletórico. Se levantó y se desperezó
frente a la ventana que daba al huerto de la hacienda, donde la tal Dulcinea
estaba ocupada con labores propias del campo. No pudo Anselmo por menos que
reparar en las formas de la campesina, pues, agachada sobre los tomates, su
blusa se descolgaba un poco, dejando entrever apetitosas viandas, y su falda se
le colaba entre las piernas, ofreciendo un buen ver, y aún mejor imaginar, de
unos suculentos muslos que, si bien, pensó Anselmo, no estarían todo lo limpios
que un ebanista de Ponferrada pudiera desear, sí era bien cierto que, dadas las
circunstancias y, sobre todo, la ausencia de cualquier otra fémina de mejor
prometer por las cercanías, tampoco era como para hacer ascos ni marcarse
demasiados melindres. Así que salió a su encuentro a mosconear.
La mujer mostraba
curiosidad por la forma, para ella tan peculiar, de hablar de Anselmo; por la
manera, para ella tan rara, que tenía de vestir, y por todo lo de extraño que
tenía su modo de ser. Curiosidad que Anselmo interpretó como invitación al
galanteo, así que, en cuanto se cansó de darle al pico, probó fortuna con la
sutileza a la que estaba habituado en las fiestas de botellón y porros en las
que había forjado sus artes amatorias:
―¿Qué, cordera? ¿Nos marcamos
un coito?
La mujer lo miró sin saber
si había entendido lo que entendía o si se trataba de algo incomprensible para
ella en la extraña modalidad de castellano que hablaba aquel individuo.
―Me temo que no os
comprendo, señor. Hacedme la merced de explicaros con un lenguaje más asequible
a una modesta campesina como yo.
Anselmo se abalanzó sobre
ella, todo él convertido en pulpo desenfrenado:
―Pues que estamos solos y
hay que aprovechar, que en Ponferrada las tías van de estrechas este año y no se
come uno un rosco.
La campesina trataba de
deshacerse del fogoso extranjero y daba gritos pidiendo ayuda, aunque pensaba
Anselmo que de poco habían de servirle, estando sólo ellos dos en las
proximidades.
De pronto, al galope
tendido, la lanza en ristre apuntando directamente hacia él, vio Anselmo
aparecer sobre los campos al estrafalario caballero de la armadura, que, a
juzgar por su expresión y por las cosas que gritaba, no parecía estar mucho por
la labor de compartir a la campesina:
―¡Vive Dios que te he de
atravesar con mi lanza y en este punto darte muerte, maldito traidor! Non
fuyades, cobarde, que nadie en este mundo pondrá mano sobre mi señora Dulcinea
y vivirá para contarlo. ¡Muere, gusano!
La punta de la lanza le
entró por el pecho justo a la altura del corazón. Anselmo lanzó un quejido
sordo mientras sentía como la vida se le escapaba a borbotones.
El tortazo le hizo regresar
al mundo. La señora Colasa, con expresión amenazadora, con sus cabellos
descolgados sobre la cara de Anselmo, le bombardeaba con proyecciones salivares
mientras le voceaba.
―¡Las diez de la mañana y
todavía en la cama, gandul! Otra vez borracho perdido de botellón hasta las
seis de la mañana y luego todo el día en la cama, ¿no? ¡Venga, arriba y a
buscar trabajo, que te voy a dar una somanta palos que no te va a conocer ni la
jodía esa de la Dulcinea, quienquiera que sea!
Y con otro guantazo, para
que no fuera a dormírsele otra vez, le dejó la señora Colasa para que se
despejara y a ver si hacía algo de provecho durante el día, que ya estaba bien.
―¡Hala, me voy a la compra!
Mejor será que no te encuentre en la cama cuando vuelva. ¡Adiós!
José-Pedro
Cladera ©
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