martes, 1 de noviembre de 2016

ADIOS

Cuatrocientos años
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Anselmo miró a su alrededor, desconcertado. Los campos, enormes, inacabables, se extendían, planos como una hoja de papel, hasta donde le alcanzaba la vista, sin más variaciones que el correr de las ondas que la brisa levantaba sobre la superficie verde del trigo y, como desperdigados sin ton ni son, algunos pequeños oasis de amapolas. El cielo, de un azul inmaculado, resplandecía con el sol del mediodía y le obligada a mantener los ojos casi cerrados para otear el horizonte sin cegarse. La reverberación del calor levantaba hilachos de aire caliente sobre los campos, formando una casi imperceptible cortina etérea que daba a la lejanía la apariencia de un espejismo. La soledad era total. Sentía sed y hambre, y no llevaba consigo nada con que aliviar ni la una ni el otro, ni veía por lado alguno a dónde dirigir sus pasos para pedir ayuda. Buscó en los bolsillos de su pantalón vaquero y sacó un billete de veinte euros y unas cuantas monedas. “No mucho” ―pensó―, “pero podría comprar algo para comer y beber, si no fuera porque no se ve una maldita casa por ningún sitio”.

Trató de decidir en qué dirección encaminar sus pasos, pero cualquiera se le antojaba igual de buena o igual de mala que las demás, pues todas presentaban la misma uniformidad. En esas estaba cuando, sobre la línea del horizonte, distinguió las siluetas de dos personas, a caballo la una y sobre un asno la otra, que parecían no haberle visto. Comenzó a saltar y agitar los brazos y a gritar tan fuerte como podía, para llamar su atención. Consiguió, efectivamente, que le oyeran y vieran, y se tranquilizó cuando constató que los dos jinetes cambiaban la dirección de su travesía y se encaminaban lentamente hacia él.

A medida que se fueron aproximando, Anselmo comenzó a inquietarse un poco y a no estar ya seguro de si había hecho bien o mal llamando la atención de aquellos dos individuos. El uno, el que montaba a caballo, era un tipo estrafalario, alto y espigado, delgado, de unos cincuenta y tantos años, que llevaba puesta una armadura incompleta, grotesca, formada por cacharros de diversa procedencia, con lanza al ristre y espada al cinto, una adarga en su brazo izquierdo y cubierta la cabeza, a modo de casco, con una bacía de barbero. El otro, el que montaba un asno, resultaba igualmente extraño: de edad algo menor, bajo de estatura, gordinflón, tocado con un sombrero de ala muy amplia que le sumía la cara en una conveniente sombra, emanaba un aire de campesino sencillo y bonachón.
Cuando estuvieron frente a frente, el uno de pie, y los otros dos sin apearse de sus monturas, se observaron mutuamente con interés, y pensaba Anselmo que probablemente fuera él, plantado allí con su camiseta de manga corta, sus pentalones vaqueros y sus zapatillas de deporte, quien, de los tres, más desentonaba.

―Joder, troncos, vaya pinta que os gastáis. ¿Qué pasa, vais a algún carnaval o qué? Jo, qué suerte que habéis pasado, tíos, porque necesito una birra y un bocata ya mismo.

El largo y espigado miró al bajo y gordinflón:

―¿Entiendes tú algo de lo que dice éste? Extraño personaje, vive Dios.
―Entiendo lo que vos; o sea, casi nada. Debe de ser catalán.

Volvió a hablar el de la armadura, esta vez dirigiéndose a Anselmo y desenvainando la espada:

―Decidme presto quién sois, que tan raras ropas vestís y tan extraña lengua habláis. ¿Sois acaso catalán, como piensa mi escudero, o de tierras de Portugal, o aún peor si cabe? Declarad vuestras intenciones o no tardará en correr vuestra cabeza por los campos, cercenada por mi espada.

―Tranqui, tío, tranqui, no te pongas nervioso. ¡Qué coño catalán ni portugués ni qué leches! Yo soy de Ponferrada, ebanista de profesión y llevo dos años en el puto paro. Una empresa de por allí me propuso que me prestara a un experimento de una máquina del tiempo. Me dijeron que pasaría dos o tres días en otro lugar y en otro siglo y que luego volvería como si nada. Me pareció una chorrada como un piano, pero, tío, me pagan cuatrocientos pavos a la vuelta y, como comprenderás, había que trincarlos. No me pensé yo que iba a ser verdad, ¡la madre que los parió!

―En verdad te digo, Sancho, que creo que este hombre ha escapado de algún loquero. Mejor será prendello, maniatallo y entregallo a la Santa Hermandad para que le den tormento y confiese cuáles son las malas intenciones que le traen a esta nuestra tierra, para él extranjera, puesto que ni como nosotros hablar sabe. Y de lugar muy bárbaro ha de proceder, cuando ni tan siquiera pagan con doblones o maravedís, como está mandado en tierras de cristianos, sino que aún van al trueque y se pagan unos a otros con pavos. Mal de la sesera ha de andar quien acepta en pago cuatrocientos de esos animales, de los que, ten por seguro, poco o nulo beneficio ha de sacar.

Habló ahora el gordinflas:

―Yo más bien creo, mi señor, que lo inapropiado de sus ropas y el no llevar cubierta la cabeza con estos calores, sumado a la sed y el hambre, le hacen sufrir alucinaciones. Creo que más acorde con las reglas de la caballería sería que vuestra merced le proporcionara alojamiento y le diera comida y bebida unos días, hasta que, recuperado de su insolación, nos contara la verdad de su procedencia e intenciones. Que, de no hacello o no quedar satisfecha vuestra merced con lo que nos haya de relatar, siempre habrá tiempo de entregallo a la Santa Hermandad para que le hagan confesar con las tenazas, el brasero o algún que otro descoyuntamiento.

―Dices bien. Pero, puesto que nos hallamos lejos de mi hacienda y a tan sólo dos leguas de la de mi señora Dulcinea, llevémosle a ésta y allí podrá recuperarse en los dos o tres días que tú y yo tardaremos en regresar de la aventura que habíamos iniciado cuando le hemos encontrado en nuestro camino. Entonces dispondremos qué hacer con él.

Sin saber muy bien si debía alegrarse o preocuparse de ir en la compañía de aquellos dos locos de remate, Anselmo pensó que, al menos, parecían estar dispuestos a proporcionarle comida y bebida y un sitio donde quedarse mientras se aclaraba su situación, así que se mostró conforme en ir con ellos hasta la hacienda de quien aquellos dos llamaban Dulcinea y que, a juzgar por los comentarios que hacían, debía de estar de muy buen ver, porque el de la armadura estaba loco por ella y no paraba de elogiarla con palabras de lo más cursi.

Así que llegaron a la citada hacienda, salió a recibirles una campesina, ante quien, para asombro de Anselmo, los dos jinetes descabalgaron y el de la armadura puso rodilla en tierra y empezó a hablarle como si ella fuera una princesa. Ahora sí Anselmo se convenció de que aquélla era una panda de locos, y que sólo el gordinflón parecía tener algo de cordura y se diría que les seguía la tontería con tal de que no se irritara el de la armadura, que cuando sacaba el mal genio no había quien le parara y era capaz de hacer una escabechina.

Quedó la tal Dulcinea de acuerdo en lo que el caballero de la bacía en la cabeza le propuso, así que quedó dispuesto que Anselmo se alojaría allí hasta que los dos jinetes regresaran, y que no le faltaría comida y vino y un camastro donde dormir cuanto quisiera. Y con esas disposiciones hechas, se alejaron nuevamente aquellos dos, el uno sobre su rocín, y el otro sobre su jumento, en busca de no supo Anselmo qué fantásticas quimeras. Anselmo, bien comido y bien bebido, algo aturdido por lo insólito de su situación pero tranquilizado al ver que aquellos dos orates estarían alejados un par de días, se echó sobre el camastro y pronto se sumió en un largo sueño reparador.

Cuando se despertó, con el sol ya bastante alto, se sintió alegre y pletórico. Se levantó y se desperezó frente a la ventana que daba al huerto de la hacienda, donde la tal Dulcinea estaba ocupada con labores propias del campo. No pudo Anselmo por menos que reparar en las formas de la campesina, pues, agachada sobre los tomates, su blusa se descolgaba un poco, dejando entrever apetitosas viandas, y su falda se le colaba entre las piernas, ofreciendo un buen ver, y aún mejor imaginar, de unos suculentos muslos que, si bien, pensó Anselmo, no estarían todo lo limpios que un ebanista de Ponferrada pudiera desear, sí era bien cierto que, dadas las circunstancias y, sobre todo, la ausencia de cualquier otra fémina de mejor prometer por las cercanías, tampoco era como para hacer ascos ni marcarse demasiados melindres. Así que salió a su encuentro a mosconear.

La mujer mostraba curiosidad por la forma, para ella tan peculiar, de hablar de Anselmo; por la manera, para ella tan rara, que tenía de vestir, y por todo lo de extraño que tenía su modo de ser. Curiosidad que Anselmo interpretó como invitación al galanteo, así que, en cuanto se cansó de darle al pico, probó fortuna con la sutileza a la que estaba habituado en las fiestas de botellón y porros en las que había forjado sus artes amatorias:

―¿Qué, cordera? ¿Nos marcamos un coito?

La mujer lo miró sin saber si había entendido lo que entendía o si se trataba de algo incomprensible para ella en la extraña modalidad de castellano que hablaba aquel individuo.

―Me temo que no os comprendo, señor. Hacedme la merced de explicaros con un lenguaje más asequible a una modesta campesina como yo.

Anselmo se abalanzó sobre ella, todo él convertido en pulpo desenfrenado:

―Pues que estamos solos y hay que aprovechar, que en Ponferrada las tías van de estrechas este año y no se come uno un rosco.

La campesina trataba de deshacerse del fogoso extranjero y daba gritos pidiendo ayuda, aunque pensaba Anselmo que de poco habían de servirle, estando sólo ellos dos en las proximidades.

De pronto, al galope tendido, la lanza en ristre apuntando directamente hacia él, vio Anselmo aparecer sobre los campos al estrafalario caballero de la armadura, que, a juzgar por su expresión y por las cosas que gritaba, no parecía estar mucho por la labor de compartir a la campesina:

―¡Vive Dios que te he de atravesar con mi lanza y en este punto darte muerte, maldito traidor! Non fuyades, cobarde, que nadie en este mundo pondrá mano sobre mi señora Dulcinea y vivirá para contarlo. ¡Muere, gusano!

La punta de la lanza le entró por el pecho justo a la altura del corazón. Anselmo lanzó un quejido sordo mientras sentía como la vida se le escapaba a borbotones.

El tortazo le hizo regresar al mundo. La señora Colasa, con expresión amenazadora, con sus cabellos descolgados sobre la cara de Anselmo, le bombardeaba con proyecciones salivares mientras le voceaba.

―¡Las diez de la mañana y todavía en la cama, gandul! Otra vez borracho perdido de botellón hasta las seis de la mañana y luego todo el día en la cama, ¿no? ¡Venga, arriba y a buscar trabajo, que te voy a dar una somanta palos que no te va a conocer ni la jodía esa de la Dulcinea, quienquiera que sea!

Y con otro guantazo, para que no fuera a dormírsele otra vez, le dejó la señora Colasa para que se despejara y a ver si hacía algo de provecho durante el día, que ya estaba bien.

―¡Hala, me voy a la compra! Mejor será que no te encuentre en la cama cuando vuelva. ¡Adiós!
José-Pedro Cladera ©


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