LA MUJER
En
aquel verano, a mi abuela, la mujer más maravillosa del mundo, se le quedó el
cerebro frito, electrocutado, a cuenta del okupa. Nos dejaron a cargo de ella,
una semana, a mi hermano, a nuestro primo, a Eladito sin hache y a mí, en la
casa de la playa.
Después
del desayuno que nos preparaba la abuela, a base de bizcocho, mermelada de
frambuesa ―elaborada por ella, en unos bonitos tarros de cristal con tapas de
cuadros, rojos y blancos― y enormes vasos de leche y de zumo de naranja de
litro, íbamos a la playa a darnos un baño y a buscar conchas de mar. Esto le
gustaba mucho a la Abu ,
que se inventó un juego:
―Quien
encuentre la concha más bonita tendrá un premio ―dijo, y así nos tenía
entretenidos durante unas horas.
―Mira,
Abu ―dijo el okupa― ¡gallinas voladoras!
―No,
Guillermo, son gaviotas.
―¿Gaviolas? ―dijo mi hermano―. No, Abu, ¡son
gallinas voladoras!
Cuando
se empecina, es mejor dejarle e ignorarle, es lo que hago yo. Excepto Eladito
sin hache, que le sigue la corriente en todo, no sé si por pelota o porque para
él es su héroe, pues dijo:
―No,
Guillermo, no son gaviolas. Son
gallinas voladoras.
¡Qué
semanita, me espera! ―pensé―. Con el okupa ya tengo bastante y ahora, con éste,
dos frentes abiertos.
La
abuela, nos llamó:
―Venga
chicos, vaciad vuestros cubos en esta toalla. A ver vuestras conchas. ¿Cuál
será la más bonita?
Así
lo hicimos. A ella le producía emoción, escogiendo una a una nuestras conchas.
―Ésta
sí puede valer. Y aquélla, ¡qué bonita, Eladito! La tuya tampoco está nada mal,
Cris. Pero ¡mirad esta de Guillermo! Sin duda, es la ganadora. Enhorabuena,
Guillermo, la tuya es la ganadora.
Mi
hermano se puso a saltar, dando palmaditas. Me recordó a un pájaro bobo ―perdón
por el pingüino fraile, ¿en qué estaría yo pensando?― Ya atardecía y Abu nos
dijo:
―Bueno,
recojamos todo, que ya hace frío y estáis mojados aún.
―No
tengo ni frío ni calor, Abu, estoy del tiempo ―respondió mi hermano.
―Yo
también estoy del tiempo ―dijo el pelota de mi primo.
Pregunté
a la abuela cuál era el premio a la concha más bonita. Respondió que mañana nos
llevaría al nuevo centro comercial de juguetes.
―¡Bien!
―gritamos los tres. Okupa, volvió a hacer el pingüinito.
Al
día siguiente, por la mañana, después de desayunar el litro de leche y el de
zumo de naranja de mi abuela, nos ayudó a vestirnos a los tres, con ropas tan
bien planchadas que, al movernos, crujíamos. Yo tuve rozaduras en las corvas y
Guillermo, en las ingles, creo; y Eladito, a lo mejor, en el cerebro. Y lo que
es peor, ¡nos hacía raya en los tejanos! De esta pinta, llegamos al centro comercial,
empapados de colonia. La abuela nos recomendó que nos mantuviésemos juntos en
todo momento y que, si por un casual nos perdiéramos, acudiésemos a un guardia
de seguridad del centro.
Nos
volvimos locos viendo tantos juguetes, los podíamos probar todos. Había robots
que hablaban, decían tu nombre; pequeños castillos hinchables, repletos de
bolas de colores; disfraces de princesas, máquinas de palomitas, y hasta un
mini tren rojo. Con tanta emoción, se nos despistaron. Okupa-pingüino y el
pelota sin hache se perdieron y acudieron a un guardia de seguridad. Mi hermano
le dijo:
―Perdone,
señor guardia de seguridad del centro comercial, se han perdido mi Abu y mi
hermana.
―¿No
os habréis perdido vosotros? ―preguntó el guardia.
―No,
no, yo estaba viendo los juguetes con éste. Es mi primo carnívoro (por carnal),
¿sabe?
Una
planta más abajo, la abuela y yo escuchamos por megafonía:
―Atención,
atención. Tenemos en perfecto estado a dos niños que son primos carnívoros (risa
del guardia, contenida): uno de cuatro años, moreno, y el otro, pelirrojo, con
gafas. Rogamos a los familiares que acudan a la planta de entrada. Gracias.
Ana
Pérez Urquiza ©
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