OLVIDO
Estábamos recién casados, éramos parejas jóvenes todos los
habitantes del edificio de modernos pisos dúplex, en una ciudad del sur. Por
cercanía al hospital, la mayoría eran profesionales sanitarios, médicos, ATS;
como nuestros vecinos de rellano: Kiko, médico; su mujer, Mila, ATS. Nada más
conocernos, surgió una gran amistad que, con los años, aún perdura.
Mila quedó embarazada y tuvieron una preciosa niña, Milita. Kiko y
su mujer tenían turnos en el hospital, a veces complicados de compaginar con el
cuidado de la niña, por lo que decidieron traer a casa a Esperanza, que fue la
Tata de Kiko y sus hermanos. Era una señora de setenta y cinco años, bajita,
regordeta, que peinaba canas, recogidas en un moño, vestía de negro, y en sus
orejas colgaban unos largos pendientes de azabache.
Cuando me la presentaron mis amigos, me acerqué a ella a darle un
beso, pero rehusó. Me tendió tímidamente su mano y, con un cerrado acento del sur,
dijo;
―Para lo que guste mandar, señorita.
―Encantada de conocerle, Esperanza ―respondí, estrechándole la
mano.
Como era muy mayor, Kiko me dijo que estuviera un poco pendiente
de ella cuando alguno de los dos se ausentara de casa. Le dije que no había
problema alguno, ya que, en esa época, yo trabajaba, haciendo pequeños proyectos
de decoración desde casa. Una noche, a eso de las once, llamaron a nuestra
puerta. Abrí. Era Esperanza, muy preocupada. Dijo que creía que la niña tenía
fiebre y no quería avisar a sus padres, ya que le habían dicho que podía contar
conmigo.
―¿Cuánto tiene de fiebre, Milita?
―No sé, señorita, no me atrevo a ponerle el termómetro ¡ahí, en el
culito! ¡En mis tiempos, no se les ponía ahí!
Pasé a la casa a ver a la niña. Yo no tenía ninguna experiencia,
la encontré normal. No obstante, me armé de valor y le puse el termómetro,
temblándome la mano. Todo estaba bien. Tranquilicé a Esperanza y la niña se
durmió plácidamente en su cuna.
―Muchas gracias, señorita. ¿Quiere un café?
―Me llamo Ana, Esperanza, ¿cuántas veces se lo he dicho? Y sí,
acepto ese café.
Nos sentamos a tomarlo y me dijo:
―Señori... Ana, ¿no has visto que la niña tiene una mancha en la
nalguita?
―Sí ―respondí―, es de nacimiento.
―No ―dijo―, esa mancha es del “uso del matrimonio” durante “la
preñez”.
Me quedé perpleja.
―¿Uso del matrimonio? ¿Qué quiere decir, Esperanza? ―se sonrojó y
creo que yo también, ya que no fui capaz de sacarla de su error dándole alguna
explicación que pudiera entender.
A esa noche se sumaron mañanas, tardes… Ella buscaba disculpas
para hablar conmigo y yo encantada de escuchar lo que me iba contando de su
vida.
Esperanza era soltera. Huyó de los que la pretendían, ya que nunca
podría tener hijos. Pregunté el por qué y me narró lo siguiente:
―En la casa del señor (el abuelo de Kiko), éramos tres sirvientas,
Lucía, Josefa y yo, Olvido; pero el señor nos cambió los nombres, porque tenía
mala memoria, y nos puso Fe, Caridad y Esperanza.
―O sea ―dije―, te llamas Olvido.
―Sí, pero ya no es mi nombre.
―¿Por qué renunciaste a los pretendientes?
Se puso seria y me contó que una mañana estaba en el salón
principal del cortijo de los abuelos de mi amigo Kiko, limpiando, y tras las
cortinas de un ventanal apareció una sábana moviéndose, un fantasma.
―Del susto se me quitó la regla ―ella dijo “el menstruo”―, no lo
volví a tener. Eso me pasó con dieciséis años y ¿cómo me iba a “ennoviar”, si
no podía tener nunca hijos? ―fue tal su convencimiento que no supe qué decir.
Continuó diciendo que después supo que fue el señor, para gastarle una broma.
También me contó que, en su pueblo, era costumbre comprar el ataúd
en vida y guardarlo debajo de la cama, ya que eran camas altas. Sus charlas
entre café y café me enriquecieron. La escuchaba respetando su cerrado mundo.
Pero un día se fue. Al despedirse, me regaló un bonito sombrero de
paja con una cinta azul, típico de su pueblo. Después de darle las gracias, le pregunté
la razón de su partida. Su respuesta fue:
―Me voy porque ya no quiero estar lejos de lo que tengo debajo de
mi cama.
Ana Pérez Urquiza ©
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