LA ISLA
¡Su
despacho de casa era un caos! Aquel fin de semana se propuso, sin obsesionarse,
tirar todo lo innecesario. Ahora, con las nuevas tecnologías, sobraban muchos
papelorios.
Llevaba
ya dos horas. Al abrir uno de los cajones se dio cuenta de que ese estaba muy
ordenado y que casi no había nada en él. Una revista, como guardada con sumo
cuidado, lo que más sobresalía. Era de viajes y, en la portada, se podía leer,
en letras grandes, “ISLA DE CAPRI”. Su corazón dio un vuelco y el dolor se
abatió sobre él, mezclado con pensamientos voluptuosos que no se cumplieron. ¡El
viaje de sus sueños! “En cuanto podamos, hacemos el viaje” ―le decía su mujer―,
“nos lo tenemos ganado y más que merecido, nuestros hijos ya han volado y tú ya
estás jubilado”.
Cogió
la revista y la abrió con manos trémulas. Allí aparecían las fotos del golfo de
Nápoles, en el mar Tirreno, y su isla de Capri, tan soñada; el gran peñón,
imponente, y sus casas diseminadas por los acantilados; la Piarella, en el
centro; la Villa S. Michele, museo con edificios de artistas; el parque Monte
Barbarrosa, protección de aves migratorias; la Gruta Azul, tan maravillosa; las
casas de colores, junto al puerto, y los peñones en el mar, emergiendo bravíos.
Cerró la revista. ¿Y
si se la enseño? ―pensó―. Decidido, fue hacia el salón. Ella estaba allí,
todavía hermosa a pesar de la zarpa de los años. Lo miró, y siguió mirando
después como hacia el infinito ―¡maldito Alzehimer!
Pero
estaba dispuesto y quería saber si aquello provocaría en ella alguna reacción ―no
en vano, a veces tenía pequeños momentos lúcidos. La enfermedad todavía no era
demasiado profunda.
Vacilante,
le acercó la revista, poniéndola en su regazo. La tocó y sus dedos resbalaron
por ella. Luis la alzó para que pudiese ver la portada y, en ese momento, el
rostro de Luisa se transformó. Hizo ademán de querer abrirla y luego la apretó
contra su pecho. Le miró y en sus ojos apareció un brillo especial. Su boca
dibujó una leve sonrisa y dijo, con voz desfallecida: “¡Vamos, vamos!”
Aquella
noche no durmió. ¿Sería capaz de arriesgarse a llevarla en ese estado? Por la
mañana, lo consultó con sus hijos, que pusieron el grito en el cielo: “¡Como te
vas a llevar a mamá a semejante viaje, estando así!”
Pero estaba decidido y
no iba a hacer caso de sus sugerencias. Había pensado en un crucero, pero eso
serían muchos días, así que decidió que cogerían un avión hasta Nápoles y desde
allí cruzarían en un barco turístico. También hizo reserva en un hotelito caro,
pero enclavado en un sitio estratégico en la zona alta, con unas vistas de
ensueño y una gran terraza desde donde podrían disfrutarlas mientras
desayunaban ―¡merecía la pena un poco de despilfarro!―. Divisarían el mar, con
las estelas de los barcos, grandes y pequeños, que lo surcaban sin cesar. Alquilarían
un coche y la llevaría a recorrer la isla, llena de chalecitos blancos con sus
jardines llenos de flores, subiendo por la carretera hasta lo alto del
acantilado. Pasearían por el centro, entre los demás turistas, por sus
callejuelas, llenas de colorido, con comercios y bares. Comprarían algún
recuerdo y se reirían como niños juguetones. Por la noche, en alguna terraza
junto al puerto, cenarían pescado fresco y sabroso y luego irían a alguna boîte y se tomarían la típica bebida de
Nápoles, el limoncello. Y la cogería
en sus brazos y bailaría con ella cuando notase en sus ojos uno de esos
momentos lúcidos.
Ya
tenía en sus manos los billetes de avión. ¡Mañana, sería mañana!
Se fueron a la cama.
Quería estar sereno, pero no podía. Tenía el ánimo sobreexcitado; no sabía cómo
salir airoso de semejante aventura en la que se había embarcado, pero iba a
intentarlo. Una inesperada serenidad lo invadió. Junto a él, estaba Luisa,
despierta. Lo miraba y miraba. La besó y notó que su cuerpo reaccionaba a sus
caricias. ¿Sería el comienzo de unos días bellos que la vida parecía querer
regalarles?
Mª
Eulalia Delgado González ©
Noviembre
2016
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