PUDO OCURRIR EN
EL MONTE CORONA
En aquel tiempo, el Monte Corona era un
bosque sin fin. Desde las cumbres más altas, solo alcanzabas a ver lomas y
hondonadas perdiéndose en el horizonte, y allá, a lo lejos, la frondosidad del
monte se fundía con las brumas grises que difuminaban la unión del cielo y la
tierra. Solo hacia el norte, y en días limpios y despejados, las aguas del mar
Cantábrico ponían pinceladas de azul en la estampa inmensa.
Batallones de robles gigantes pregonaban
con su ancianidad el señorío del lugar, y hayas de esbelto talle agrupadas
junto a ellos parecían seducirlos. Castaños y laureles trepaban por las
laderas, mientras que los abedules y alisos buscaban canales y profundos
riachuelos. Entre ellos, tilos y nogales, y servales, y cajigas, y acebos
cargados de bolas rojas… Y salpicando el monte, en las simas y barrancos, pero
siempre en solitario, el tejo mágico y sagrado, junto al cual hacían los
cántabros de entonces sus conjuros.
El suelo, de espesa alfombra
confeccionada con hojas secas de muchos años, con helechos y tímidas
flores silvestres que ocultaban la belleza de sus pétalos tras
musgos siempre húmedos, y líquenes de cien colores donde habitaban legiones de
invertebrados, daba al bosque el olor acre y penetrante de su naturaleza
salvaje.
Arriba, justo donde inicia su descenso la
Canal de la Biércola, y como si fuera una calva del robledal, estaba la
braña. Eran cuatro carros de tierra mal contados y, casi en el mismo
centro de ellos, una vieja casuca mostraba al sol cuando lucía, y al
agua cuando llovía, sus paredes de piedra, sujetas unas a otras con
cal y barro. La viga maestra del tejado dejaba sentir el peso de sus años
hundiéndose en el centro, y las tejas de barro cocido, quebradas
a causa de ello, obligaban a la mujer de la casa a poner un par de
cacharros donde recoger las goteras que de otro modo mojarían el jergón
de hojas secas de maíz donde dormían. El camastro en un rincón y, sobre el
jergón, dos mantas de pura lana donde dormitaban los gatos de la casa durante
el día.
María cuidaba celosamente de que al menos
uno de los dos cirios que tenía sobre un cajón de madera ardiera de
continuo para ahuyentar a los malignos núberos, esos genios diminutos y
malévolos que conducían hasta allí las nubes y las tormentas. Tanto como tenían
de pequeños, tenían de obstinados y caprichosos, y cuando, a pesar de
estar las dos velas encendidas, seguían arreciando las tormentas, a la pobre
mujer no le quedaba más remedio que quemar en la lumbre del llar alguna de las
pocas hojas de laurel bendito que para tales ocasiones guardaba. Cuando el olor
de laurel quemado inundaba la cocina, huían de allí los núberos, llevándose con ellos los rayos y las centellas a
lugares menos defendidos.
El suelo de la casa era de barro
apisonado, y una pared, hecha de zarzo revocado de boñiga, separaba a los
humanos de las bestias. La puerta de la casa era angosta, y un solo
ventanuco dejaba pasar un tímido rayo de luz sobre el fogón, donde unas astillas
de roble ardiendo daban calor a la única olla de hierro.
Tasio era partidario de que, mientras no
llegaran los días fríos, la puerta debía permanecer abierta para que se
ventilara el interior; pero María la cerraba de continuo por miedo a que
volvieran los núberos de las
tormentas. Y si no eran ellos, podían entrar los trentis, que las mujeres del pueblo decían que iban siempre
vestidos con hojas y musgos, que comían endrinas del monte y panojas y que,
cuando ya no las había en las tierras, se metían en las casas para robarlas y
para levantar las sayas a las muchachas… Aseguraban aquellas mujeres que los trentis tenían la cara negra, que los
ojos eran verdes como el musgo con que se cubrían, que en verano dormían bajo
los abedules del bosque y en el invierno buscaban cobijo entre las peñas de las
hondonadas.
La mesa donde comían separaba la cocina
del dormitorio, y bajo ella buscaba el perro los mendrugos caídos a mediodía.
Después de olfatear todos los rincones de la cocina, salía al sol de la calle,
se enroscaba ante la puerta y, con mucha paciencia y finísimas dentelladas, iba
matando alguna de las muchas pulgas que acribillaban su cuerpo escuálido.
Durante las noches de invierno, María y
Tasio pasaban horas interminables sentados al calor de las brasas y, para
entretenerse, asaban castañas, que pelaban y comían con parsimonia, mientras
que de cuando en cuando sorbían, del tanque que estaba sobre la mesa,
leche recién ordeñada.
Hablaban de los últimos comentarios de los
hombres del pueblo en la taberna de Blas: decían que, en unos riscos
cerca del mar de San Vicente de la Barquera, un cúlebre atacó a dos
hombres que pescaban percebes y mató a uno de ellos, mientras el otro, que
pudo escapar, contó la tragedia a la gente que le escuchaba asombrada.
María, que escuchaba con toda atención
cuanto Tasio le relataba, volvió los ojos a la puerta de entrada, y
después cerró el ventanuco. Cuando se le pasó el miedo que la historia de
Tasio le provocó, volvió la mirada al techo, donde el humo intentaba escapar
por entre las negras ripias del tejado, y se dio cuenta entonces de que los
chorizos colgados del techo estaban bastante curados. Los descolgaría al día
siguiente y los guardaría en el fondo del arca de castaño entre las
cáscaras secas de alubias, donde no pudieran alcanzarlos las uñas de aquellos
gatos tan ladrones que tenían en la casa.
En primavera, cató Tasio las colmenas que
estaban junto a la estacada, y apenas encontró miel. Aseguró María que le
robaron las ijanas que vivían en la cueva aquella que estaba en la falda de una
loma cercana; que sabía ella de muy buena tinta que eran unas glotonas y que
por eso tenían las tetas que tenían. Tan grandes y gordas como
maconas, que, para poder andar sin que el peso las hiciera caer de bruces, las
echaban al hombro al tiempo de caminar, y que si no eran tan malas como las ojáncanas,
que pegaban y pinchaban a los ojáncanos hasta hacerlos sangrar, poco les
faltaba.
Fue una pena que aquella primavera no
hubiera más miel en los dujos, porque no podría cocinarle al “lambión” de Tasio
tantos dulces como otras veces. Los pocos panales que cogieron tenía que
llevarlos a Gullanu como todos los años, porque se acercaba la “noche de
las anjanas” y de todo era capaz
María, menos de dejar sin miel a sus brujas protectoras.
En medio de la braña de Gullanu estaba “la
cajiga de los siete pernales”, y en torno a ella danzarían las anjanas aquella
noche, iniciando así sus ritos de primavera.
Aunque nunca las había visto, María
siempre estuvo segura de que irían hermosas y radiantes, vestidas de tul y
gasa de blancura deslumbrante, con flores y cintas de seda adornando sus largas
cabelleras. Deshojarían rosas mientras bailaban para que ningún transeúnte se
perdiera en el bosque, para que los animales del monte no sufrieran epidemias y
para que los árboles se libraran de los rayos con que los núberos los solían
azotar. Tocarían con sus báculos mágicos las zarzas para que produjeran buena
cosecha de moras, y al amanecer, antes de que nadie pudiera verlas,
desayunarían la miel que María les dejaba, junto con las perfumadas
”maétas” que crecían bajo los árboles…
A la mañana siguiente, María madrugó y
corrió a Gullanu con la esperanza de encontrar algún pétalo de las rosas
deshojadas, porque sabía que ser poseedora de alguno de ellos era garantía de
salud y felicidad para toda la familia. Se sorprendió cuando descubrió que los
panales de miel que tan primorosamente les había colocado en la escudilla de
barro, estaban intactos. Ni rosas, ni pétalos, ni flores, ni hierbas pisadas
que indicaran que las anjanas danzaron allí aquella noche.
María sabía que, antes de subir a Gullanu
para danzar, las anjanas se bañaban en la poza de “Salvieju”, y corrió a
comprobar si el agua olía a madreselvas, como olía todas las primaveras
después que ellas se bañaban.
Caminando canal abajo, la mujer descubrió
que los espinos y abedules habían perdido las hojas recién nacidas y que una
legión de pájaros negros volaba sobre la poza. De repente, percibió que
cuanta vegetación crecía en torno al agua se había secado, y era ensordecedor
el graznar de los cuervos y grajos junto a ella. Entonces las descubrió: blancas
como la cera, transparentes como el cristal, cubiertas por el agua de la poza.
La gasa de sus túnicas diluyéndose en el agua, y las flores de su pelo
arrastradas por la corriente.
Remangó la saya a la cintura y entró en el
agua tratando de socorrer a las anjanas. Cuatro, cinco, seis, siete… Como
siete princesas muertas.
―Pero, ¿cómo?, ¿qué ocurrió? ―y sin
esfuerzo alguno, levantó a la más próxima. Entonces la anjana se movió para
hacer el último de sus prodigios, y la muerta respondió:
―Nuestro mundo se acabó, María. La gente
ha dejado de creer en nosotras y ya no hay razón para seguir viviendo. Hoy
morimos las anjanas y nace la mitología. A partir de este momento, no seremos
más que leyenda de estos maravillosos montes cántabros…
Jesús González González ©
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