El desayuno
Bajamos a desayunar. Las caras, un poco abotargadas, cansadas;
pero parecían felices después de una buena noche de fiesta, baile, y
seguramente de buen sexo... Todos habíamos descansado muy poco...
Pudimos darnos el capricho, ahora que teníamos dinero. Queríamos a
nuestros amigos y deseábamos agasajarles: a los de la infancia, con los que
habíamos jugado a las canicas y a las muñecas; a los de juventud, con los que
compartimos aula, estudios, instituto y, con otros, la universidad; a los
amigos que van quedando en nuestras cunetas pero a los que guardamos un cariñoso
espacio en el recuerdo; a los que vamos encontrando por el camino de la vida y
también hacen nido en el corazón, algunos en el alma por siempre jamás.
Eran nuestros amigos y amigas, nuestra vida vista en
caleidoscopio: vi a la frágil y delicada niña, a la adolescente buena
estudiante y ansiosa por aprender, a la moza que conoció el amor, a la joven de
las noches en vela ante los libros y apuntes, nervios por los exámenes, por las
oposiciones (no superadas), a la joven madre y a la madre madura; a la mujer
que, muy joven, se enfrentó a la muerte y al encuentro de un nuevo amor.
Todo eso vi en las caras esperando el desayuno. Y cuando, dos días
antes, recibíamos en la puerta de aquella vieja casa a toda esta gente, la
mayoría desconocida entre ellos, a los que no pretendíamos mezclar, era un acto
de puro y absoluto egoísmo, de recuperar y disfrutar de nuevo trocitos de vida
pasada, como si eso fuera posible.
Habíamos alquilado la casa dos meses antes, una de esas posadas
rurales tan de moda, vieja pero con todas las comodidades, a la vera de un
pueblín, en cualquier sitio. La dueña, una mujer de unos 70 años, menuda,
hermosa y segura de sí misma, sería esos días nuestra cocinera; dos chicas la
ayudarían en la limpieza unas horas al día.
Saludos, presentaciones, abrazos. Unas 25 personas: algunas, con
sus parejas; otras, solas.
Distribución de dormitorios, visita a la impresionante biblioteca
(la mayoría compartíamos el amor por la lectura y además fue uno de los motivos
para elegir esa casona), paseo por los alrededores... Libertad y también
impunidad. Se apreciaron las primeras miradas cómplices; algunas, clandestinas;
todos lejos de sus vidas y, al fin y al cabo, después de tres días no nos
volveríamos a ver...
Cena opípara y divertida fiesta de disfraces, era la última noche.
La dueña de la posada no perdía detalle, pendiente de todo y de todos; no hubo
una sola queja. En la fiesta, solo había una condición: llevar máscara. Después
de tres días compartiendo cada minuto, deberíamos conocer a la persona que
teníamos al lado... y dejarse llevar...
Era casi de día cuando el baile, la fiesta, las risas y el alcohol
se terminaron. Por eso, en el último desayuno, las caras se veían raras,
cansadas, dichosas, culpables... Terminaba el paréntesis en la monotonía
diaria, se avecinaba la avalancha de intercambios de teléfonos, de buenos
deseos, la promesa de repetir...
Aunque ya estábamos casi todos, sentados y hambrientos, el
desayuno no llegaba. Tampoco olía a pan tierno y café, ¿habría algún problema
en la cocina? Al cabo de un buen rato, nos desperdigamos por la casa buscando y
llamando a Rosalía, la dueña. Al fin, alguien la encontró. Estaba en la
biblioteca, sentada en una butaca frente a un ventanal, con la cabeza abierta,
muy blanca y seguramente muy fría; un hierro de la chimenea, manchado de
sangre, cabello y algo blancuzco y repugnante, estaba cerca en el suelo; los
lomos de los libros más cercanos brillaban con las salpicaduras de la sangre…
Rápidamente, recorrí con la mirada todas las caras, que reflejaban las
más variadas emociones.
¡Estábamos en una ratonera!
Remedios LLano Pinna ©
Febrero de 2017
COMILLAS
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