EL DESAYUNO
Mi
hermano es como un Troll noruego. ¿Por su físico? Bueno, un poco sí. La nariz,
sobre todo: es prominente, larga y termina en una bolita gorda, redonda. Con
estas características, huele la comida a distancia, más que cualquier humano ―perdón,
no digo que no lo sea; humano, lo es―. Vi su primera ecografía, que ahí estaba
ese puntito dentro de mamá, y ya destacaba su nariz, lo único que pude
distinguir cuando me dijeron “tu hermano”. Bueno, esto ya es el pasado;
corramos un tupido velo; volvamos al presente.
Ayer
por la tarde tuvo dos cumpleaños, de unos compañeros del colegio; en ambos merendó
como si no hubiera mañana. Como buen Troll, olisquea y se tira en plancha sobre
cualquier cosa comestible, dulce o salada, carne o pescado. Mi abuela dice que
es un estómago muy agradecido. Cuando llegó a casa después de los dos
cumpleaños, quería cenar:
―Guillermo
tiene hambre ―dijo la criaturita, hablando en tercera persona; ahora le ha dado
por ahí.
Mamá
le dio un gran vaso de cacao. Lo tiene que tomar todas las noches; de lo
contrario, no duerme. Lo hace como un cachorrito, panza arriba, emitiendo
sonidos de placer.
Al
día siguiente, bien de mañana, se levantó diciendo:
―Guillermo
tiene hambre, quiere desayunar. Mami, caliéntame la leche en “tu croondas”.
Mamá,
se quedó extrañada y dijo:
―Guillermo:
será caliéntala en el microondas.
Y
respondió el okupa:
―Sí,
mamá, eso ha dicho Guillermo: en tu croondas.
Mamá
oculta la mente, digamos distraída, de mi hermano; se hace la loca, todo está
bien, perfecto. Yo miré a papá, arqueando mis cejas. Él me retiró su mirada,
aguantando la risa. Yo no le vi la gracia, la verdad.
Ana
Pérez Urquiza ©
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