PLUMAS
Nunca me han gustado las golondrinas. No me gustan los pájaros
negros. No solo es la nociva influencia del Sr. Alfred Hitchcock, es desde niña
chica. Yo pensaba: si los pájaros pueden ser de mil colores, ¿por qué muchos
tienen que ser negros? Eso no puede ser bueno...
Tengo una relación amor-odio con los pájaros. Mi padre siempre tuvo
en casa jaulas con canarios. Eran amarillos y verdes, magníficos, cantaban muy
bonito, literalmente obedecían sus órdenes. Conocía muy bien a los pajaritos,
hasta les operaba de las patucas. Siempre recuerdo jaulas sobre mi cabeza ―a veces
lograban enganchar mi pelo―, a mi madre quejándose de lo que manchaba el
alpiste. Me recuerdo fascinada observando sus baños ―sus abluciones, decía mi
padre―. Yo admiraba aquella diligencia, pluma a pluma; que tampoco entendía,
porque a mí me llevaban a rastras a la bañera.
Mi padre era muy feliz con sus pájaros, y eso que tenían la vida
corta; pero al día siguiente de una muerte, ya había otro canario en la jaula.
Hasta muy mayor, creí que eran el mismo; por eso yo le quería. A la vez, no
entendía el concepto "jaula", era aterrador. Yo decía a mi padre que
tenían alas, que debían volar. Me contestaba que no sabían y que ahí afuera
morirían, y yo eso no lo entendía, ¡pobrecillos!
En primavera, me decía: ya vienen las golondrinas. Y yo las veía
tan grandes y oscuras que temía mucho por los gorriones, me parecía que se los
comerían...
Yo, confieso, he asesinado a dos pájaros (bueno, homicidio
involuntario). El primero era uno de los canarios más longevos y queridos por
mi padre. Tendría yo alrededor de 9 o 10 años. Estaba en eso que os cuento de
la libertad pajaril y en ese agobio que tenía, que un día que mi hermano (y
secuaz) y yo nos quedamos solos en casa, decidimos darle una alegría al
pajarín. La jaula estaba al lado de la ventana. Cerramos ventana y puerta y decidimos
que se merecía un paseo. Abrimos la jaula y el pajarillo revoloteó, torpe, por
la cocina, hasta caer en el hervidor de la leche (recuerdo que entonces la leche
se hervía, se dejaba enfriar y se cubría al final de una capa de deliciosa nata,
y en este caso estaba casi helada). Lo cogimos como pudimos y, debajo del grifo,
lo lavamos cuidadosamente, y de vuelta a la jaula. Fuimos dos santos cenando y
durmiendo. Al día siguiente, por la tarde, escuchamos a mi padre decirle a mi
madre: este pájaro tiene pulmonía (juro que lo dijo), ¿qué le habrá pasado?
Murió a los dos días. Me sentí mala, malísima.
El segundo homicidio fue hace pocos años. Era un pájaro negro y no
recuerdo si era un vencejo o un estornino. Se coló en mi despensa. Oí unos
golpes fuertes y siniestros contra la puerta de madera. Abrí, asustada, y solo
vi alas negras voltear locas buscando la rendija por la que entró. Cerré de
golpe y cogí el teléfono y, a grito pelado, llamé a mi padre ―vivía a 200
metros― pidiendo socorro, auxilio (sic). Cuando el hombre llegó aterrado y sin
aliento, yo, ¡osada de mí!, había abierto la puerta tras un silencio repentino
y, al ver al pajarraco mirarme fijamente, empecé a saltar de miedo. Lo asusté a
él más, voló y cayó a mis pies y, en uno de los ridículos saltos, le reventé la
cabeza contra el suelo. Mi pobre padre recogió la escabechina y calmó a una
hija loca. Fue mi segundo asesinato.
Después, recuerdo algo muy curioso: una pareja de pájaros negros revoloteaban
cerca de la celosía. Son los padres que se van sin su hijo, dijo mi padre. ¡Lo terminó
de arreglar, el hombre!
No, no me gustan las golondrinas. Son negras.
Remedios Llano Pinna ©
Marzo de 2017
COMILLAS
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