GOLONDRINAS
Sin querer que sea así, el pensar en ellas
me retrotrae a los años de mi más tierna infancia, porque posiblemente
las golondrinas sean los primeros pájaros que conocí en mi vida. Y te
explico el porqué: Nací en una vieja casa ubicada en medio de cuatro casas
más, unidas una a la otra lo mismo que se unían del brazo las muchachas de mi
pueblo cuando los domingos por las tardes, después del rosario, salían a pasear
cantando por la carretera. Aunque remozadas, las casas de mi barrio siguen
conservando aquellos largos corredores con barandillas y tornos de
madera, donde yo descubrí por vez primera las golondrinas:
De dos en dos. Negras y blancas, como las
monjas. Su presencia anunciaba la primavera. Las recuerdo de espalda,
agarradas sus finísimas patas a cualquiera de los dos largos
alambres donde mi madre colgaba a secar ropa de la colada. Juntas.
Mirando siempre hacia afuera; al resto de las casas del pueblo que se extendían
a lo largo del panorama. Emitían entre ellas dos un leve gorjeo, que siempre me
dio la impresión de que era un parloteo, una crítica que hacían sobre mi
persona cada vez que me veían salir al balcón. Los días
soleados estaban como más contentas. Los gorjeos se transformaban en
trinos encadenados con un final alargado al que los críos de mi pueblo le
inventamos una letra, que decía: “Fui por mar, vine por mar, hice una
casa como un pilar, y tú, te quedaste en casa, ¿y no hiciste ‘naaaaaaa’…?”
En el techo del corredor de mi casa había
no menos de media docena de nidos, donde criaban. Trabajadoras meticulosas, con
tierra amasada y largas yerbas que sirvieran como nervios de acero,
reconstruían poco a poco alguno de aquellos nidos que mis hermanas habían
roto en invierno, con la esperanza de que a la primavera siguiente buscaran
otro lugar. Porque la realidad era que las dichosas golondrinas ponían el piso
del corredor hecho una pena con la tierra que caía y los excrementos que
dejaban. Cartones ponían en el suelo, pero siempre eran un incordio.
Respetábamos a las golondrinas, porque
desde niños nos las mostraron nuestros mayores como aves protegidas por el
cielo. Nos aseguraban que las golondrinas fueron quienes le arrancaron a Cristo
las espinas que de su corona le habían quedado incrustadas en la cabeza, y
nos aseguraron que si alguno les prohibía anidar en el techo de su casa, se le
moriría la mejor vaca que tuviera en la cuadra. Y nada mejor que la mejor vaca
poseía nadie en el pueblo.
Es curiosa la actitud de las golondrinas,
que siempre les gustó vivir cerca de los humanos, sin ser excesivamente amigas
de ellos. Gorriones y pisonderas se dejaron acercar mucho más a ellos y,
sin embargo, siempre anidaron más lejos.
Todavía hoy me sigue alegrando la presencia
de las golondrinas, porque, entre otras cosas, son un certificado de buen
tiempo. Y decoran el espacio vacío, con sus alas y colas horquilladas,
sus vuelos raudos y sus picos chicos de anchas bocas con las que
atrapan mil insectos que pululan en el espacio…
Jesús González ©
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