LA GOLONDRINA
Herb
y sus amigos van finalizando su jira por
Orlando. Las últimas actuaciones apenas exigen ensayos. Los aplausos requieren
su presencia bajo las tenues luces del
escenario.
Las golondrinas, en cambio, aletean
a porfía interminables horas antes de emprender su migración. ¡Están muy
inquietas! ¡La próxima luna llena está tan cerca…! Las más experimentadas, las
más recias, las que tienen en sus alas el peso de tantos kilómetros, son las
maestras de las más novatas, de las más débiles. El éxodo desde el sur del
Sahara hasta el norte de España les supondrá cientos de kilómetros.
Luego
llegan los trinos para que las más cercanas acudan; después, las voces agudas
para aquellas que viven más lejos. Llega el frenesí del encuentro general. Se
saludan y van colocándose cerca de las conocidas; se rozan sus picos, se
acicalan unas a otras. Y suena una especie de pitido. Todas vuelan en círculos,
el aleteo es nervioso. Por fin, llegan las guías, que ocupan los primeros
puestos. Vuelan durante la dulce luz de las estrellas, vuelan bajo la tenue luz
del alba. Y avanzan, avanzan; despiertas o en duermevela. Se aparean durante el
vuelo, se cuentan sus cuitas; sus
gorjeos son sones para las parejas. Aminoran o aceleran el vuelo al compás de
su pareja. Van reconociendo el paisaje y luego avistan sus frescas casas de
veraneo.
Herb es un aerófobo. Siente con todo
su corazón declinar la propuesta de su esposa; negarse a las pocas solicitudes
de Theresa le produce un gran sinsabor, pero Herb teme más al avión que al mal que le carcome
las entrañas.
Al
despedirse de sus amigos vecinos, las lágrimas mojan las mejillas sonrosadas de
Herb. Sus abrazos son todavía fuertes como los de Hércules. Los de Theresa, sin
embargo, son ligeros como el roce de una pluma; más, sentidos como los de una
hija. Les cuesta separarse, parece que los dedos se han pegado por el contacto
con los ojos, como si se hubieran convertido, de pronto, en pegamento.
El
matrimonio se pone en marcha. Theresa ha dispuesto lo imprescindible: seis
botes de aceitunas, verdes y negras; seis tabletas de chocolate, blanco y
negro; y la nevera portátil, con agua fresquita. Durante muchos años han hecho
el recorrido desde Florida a Hoosick, a ochenta kilómetros de Nueva York: mil
cien kilómetros, sin pararse a pernoctar.
Herb
ya ha disfrutado de dos botes de aceitunas y de mucho chocolate. Mientras, va
rememorando las horas pasadas en su tractor verde y cantando a pleno pulmón su
música preferida. Nadie interrumpe sus actuaciones; su perro Brown da sus tonos
de soprano… Su esposa ya se ve abrazando a su hija Karla. Sus manos se han
asedado y dorado con la kresala
durante los cuatro meses que han pasado en el litoral. De pronto, interrumpe sus recuerdos, algo
extraño sucede: su esposo está estacionando el coche ante un restaurante Inn.
Theresa protege la cara con las manos.
No se atreve a mirarle. Hoy es el aniversario de su primer encuentro. Él, emigrante polaco; ella, procedente de Suecia.
Su vida ha sido la de una pareja de enamorados; ninguna voz altisonante, ningún
improperio. Y ahora… Le va mirando desde las ventanillas de sus manos. Las
lágrimas le impiden ver con claridad la silueta de su querido esposo. Su
corazón late como el plumón de las golondrinas… Llega un botones y, sin
pronunciar palabra, saca la maleta del portamaletas. Luego, un suave “Hello” y
le abre la puerta con amabilidad. Theresa camina a cámara lenta hacia el hotel.
Herb
va a su encuentro. Parece fatigado, algo le va a decir, pero le da un beso y le
coloca algo metálico en su mano derecha. Theresa le mira a los ojos azules que
se abren como una parcelita en la galaxia. Es el destello de la llave de la
habitación. Ambos se funden en un
abrazo.
San
Vicente de la Barquera, a 20 de marzo de 2017
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