La confesión
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Eh… Hum… Me he estado acostando con
el vecino.
Sabía que las cosas no se dicen así,
tan de sopetón; que la buena educación aconseja una pequeña introducción; que
la gente prepara el terreno y va diciendo lo que tenga que decir, pero
suavemente, para no sobresaltar al interlocutor. Pero había estado cavilando
sobre el asunto y, como le daba vergüenza contar sus intimidades a un extraño, por
más que éste, tras la rejilla del confesionario, no fuera más que una forma
anónima en la penumbra, sabía que se entrecortaría, que se embarullaría y que
haría el ridículo. Así que había decidido que lo mejor era soltarlo de golpe,
sin prolegómenos, y ya está: al grano. Una vez dicho, ya todo lo que viniera
detrás le resultaría más fácil.
—Vaya, hay que reconocer que no
tiene usted pelos en la lengua. Pero está muy bien, ¿eh? No se lo reprocho, que
hay gente que se va tanto por las ramas que no sabe uno lo que le están
contando. En fin, mujer, no se aflija, que la carne es débil y un desliz le
puede ocurrir a cualquiera. Porque habrá sido una cosa ocasional, ¿no?
—Bueno, verá… Muy ocasional, no, la
verdad. Llevo tres años acostándome con él por lo menos una vez todas las
semanas.
—Vaya… Tres años y todas las semanas…
Pues entonces no podemos decir que haya sido un desliz, ¿verdad?
—Bueno,
más o menos. No vaya a creer que soy una viciosa, tampoco es eso.
—No,
no, yo no creo nada. Pero ha tardado usted un poquillo en venir, reconózcalo. Bueno,
bueno, más vale tarde que nunca. Además, estas cosas pasan hasta en las mejores
familias. Dígame: ¿estará usted soltera, no?
—Pues…, pues no. Llevo casada veinte
años y tengo cuatro hijos. El mayor ni estudia ni trabaja, que es un vago; va a
pasar más hambre que un ratón de iglesia ¡Uy, perdón, vaya cosa he dicho! No se
me ofenda, ¿eh?; es un decir nada más. La segunda está estudiando en Santander,
¡es más lista! Y además…
—Pare, pare, señora, por favor, que a
mí lo que hagan sus hijos me tiene sin cuidado. Así que está usted casada… ¿Y lo
sabe su marido? ¿Se lo ha dicho usted ya?
—¿Mi marido? ¡Huy no! Si se entera
mi marido, me mata a palos. Usted no sabe lo bestia que es. Y es que, además,
mi vecino es su hermano.
—A ver, a ver si lo entiendo: ¿me
está usted diciendo que lleva tres años acostándose con el hermano de su marido?
—Pues… sí. Es que mi marido viaja
mucho, ¿sabe?, y a veces me siento muy sola, y como su hermano es tan atento y
me trata tan bien… Y cuando me ve se pone tan contento…
—No, no, si ya me imagino que se
debe de poner la mar de contento… Hasta ahí llego. Y que la debe de tratar muy
bien también lo entiendo. Pero dígame: después de tres años, ¿qué la ha
decidido a dar este paso? ¿Le ha entrado el arrepentimiento así, sin más, como
por arte de magia?
—¡Qué va! Lo que ha pasado es que
nos ha pillado su mujer y, aparte de llamarme furcia, zorra y todo lo que se
pueda usted imaginar, me ha traído aquí a la fuerza y me ha amenazado con que,
si no, se lo cuenta todo a mi marido. Mire, mire, ¿la ve? Ahí está sentada,
vigilándome para asegurarse de que no me escaqueo.
—¿Y está usted arrepentida?
—Pues sí, visto el resultado… Pero
de los otros, no tanto.
—¿Los otros? ¿Qué otros?
—Bueno, es que, verá… También me
acuesto con el director de la oficina del banco y con el técnico que viene a
revisar la caldera del gas. Pero de esos dos nadie se ha enterado, ¿eh?, ni
siquiera mi cuñada.
Notaba que estaba más calmada y hasta
le gustaba poder sincerarse. No, si al final resultaría que tendría que venir a
confesarse más a menudo. Había pensado contar sólo lo del vecino, que es a lo
que la obligaba la bruja de su cuñada, pero, por alguna razón, se sentía bien
sacándolo todo. Ya puestos… Pero eso sí: lo de Adela no se lo iba a contar. Lo
de los hombres, al fin y al cabo, era ya una cosa tan habitual que, vaya, que
no creía que le fuera a poner ni penitencia. O quizás le pusiera alguna, pero
poca cosa. Pero si le contaba lo de Adela… No, no, lo de Adela se lo guardaba
para ella; quizás en otra ocasión.
—¡Ah, vaya, también con el director
del banco y con el técnico del gas! No, si yo entiendo que, con estas cosas,
todo es empezar. Pero, dígame: ¿no siente usted remordimientos cuando su marido
llega a casa y ha estado usted por ahí poniéndole los cuernos? Perdone que se
lo diga tan directamente.
—Pues sí, un poquito sí. Además, es
que es tan bueno… Pero es que yo siempre he sido muy fogosa, ¿sabe? Y si no le
doy una alegría al cuerpo, es que me pongo de los nervios y se me caen los
platos al suelo, y me dan palpitaciones, y estoy que le sacaría los ojos a todo
el mundo, y me sudan las axilas, y…
—Pare, pare, hija mía, que ya me ha
quedado claro. Pero reconozca que una cosa es darle una alegría al cuerpo y
otra es estar todos los días en la feria de abril. Pero, la entiendo, ¿eh?
Claro, si le dan las palpitaciones…
—Y los picores, oiga. Es que usted
no se hace a la idea. Mire, me empiezan por aquí…
—Señora, que se calle, por favor.
Que no hace falta que me dé usted todos los detalles, que uno tampoco es de
piedra. ¿No ve que yo también soy un hombre? Pues tenga un poco de
consideración, caramba. Bueno, ¿y qué piensa usted hacer?
—¿Qué pienso hacer de qué?
—Pues eso, ¿qué piensa hacer con
todos esos fuegos artificiales que se tiene montados? ¿Con esos tres rollos
—disculpe la franqueza— que tiene usted por ahí?
—¡Uy, uy, uy! A partir de ahora, esa
marimandona que está ahí sentada va a controlar a su marido hasta cuando vaya
al váter. O sea, que eso se ha acabado, ¡menuda es mi cuñada! Mire, una vez ya estuvo
a punto de pescarnos cuando…
—¡Señora…!
—Es verdad, es verdad, que no me
tengo que enrollar. Pues nada: que a partir de ahora, con mi vecino: jiji jaja,
buenos días, buenas tardes, y si te he visto no me acuerdo. Capítulo cerrado.
Se acabó.
—¿Y los otros dos?
—No, no, con esos no hay problema.
Lo de esos no lo sabe nadie. Además, el del gas sólo viene un par de veces al
año. Es una máquina, ¿eh? Ya sé que no está bien decirlo, pero es que me deja
el cuerpo nuevo. Mire, ¿sabe usted como cuando…?
—Oiga, señora, ¿pero cuántas veces
se lo tengo que decir?
—Vale, vale. Pero la verdad es que a
veces me invento que el gas no quema bien para que venga a echarle un vistazo
y, en cuanto entra en casa, ¡zas!, ya estamos dando guerra.
—O sea que con ése no piensa usted
hacer nada…
—¡Cómo que nada! Hacemos de todo.
—Digo que si no piensa cortar el
rollo con él.
—Pues, la verdad, no se me ha pasado
por la cabeza.
—Y con el del banco…, ¿tampoco?
—Hombre, es que el del banco me
viene muy bien, porque casi todos los días, en la hora del desayuno, sale y se
viene a casa. Y el desayuno ya se lo doy yo… Usted ya me entiende.
—Ya, ya... Si desayunar, desayunará
bien, ya lo entiendo. ¿Casi todos los días, dice usted?
—Es que, mire, yo siempre he sido
muy fogosa y, si no me cuido el cuerpo, ya sabe usted: las palpitaciones, los
sudores. Además, si le digo cómo se me ponen los…
—Oiga, que ya está bien. Mire, haga
el favor de marcharse ya, que esto está llegando a un punto en que ya no sé ni
lo que voy a decirle. Hala, haga usted el favor: levántese y váyase.
—Bueno, oiga, tampoco se ponga así,
ya me voy. Pero me dará antes la absolución, ¿no?
—¿La absolución? Pero señora, que yo
soy el carpintero; que estoy arreglando el techo del confesionario, que se le
ha caído encima al cura y está en Urgencias.
¡Qué vergüenza pasó la pobrecilla!
Menos mal que la cuñada no se enteró y se quedó tranquila con la supuesta confesión. Y el vecino… Bah, la
verdad es que había perdido mucho físicamente: llevaba la cara siempre
hinchada, llena de cardenales, como si alguien le atizara cada día con el palo
de la fregona.
Y ella…, pues tirando. El del banco
y el del gas: bien, gracias a Dios. Y además, estaba de suerte: en las próximas
semanas, no pararon de llegarle por correo ofertas increíbles de carpintería
para remodelar el piso. De ganga, vamos.
José-Pedro
Cladera ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario