¡Ese monstruo de los ojos verdes!
CELOS
Sofía llegó al convento con una maleta pequeña, temblorosa y algo
asustada. Casi anochecía. Sabía que, cuando la puerta se cerrara tras ella,
podría estar dando portazo a la vida que hasta ahora conocía. Pero el amor a su
vocación era grande, muy grande. Entre esos muros y junto a esas benditas
mujeres, encontraría lo que ella tanto ansiaba.
Nadie conocía sus intenciones, era su historia. Su familia, su
novio, quedaban afuera. Sabía que no estaba haciendo lo correcto, que así no se
hacían las cosas, pero no encontraba más caminos.
Fue acogida con cariño y respeto. Su celda le pareció pequeña,
pero menos austera de lo que esperaba (claro que su única referencia eran las
películas). Su hábito de postulante le resultó cómodo; era blanco y sencillo,
¡qué placer olvidar que cada día tendría que pensar en su vestuario! Sólo siete
hermanas había en el convento. Fue presentada antes de la cena, en el humilde
refectorio. Las contempló en silencio; eran ellas, las mejores. Dos de ellas
eran bastante más mayores; desprendían serenidad y experiencia, de mirada
inteligente, ojos oscuros, inescrutables.
El duermevela de esa noche apenas la tranquilizó. Después de
la leche y el bizcocho del desayuno, le fue mostrado todo el convento. La
clausura tampoco tenía mucho que enseñar: unas cocinas limpísimas, un huerto
grande y soleado —donde imaginó muchos ratos cuidando de la vida—, una sala
acogedora donde se reunía la comunidad. Al fin, le mostraron el "santa sanctorum",
el corazón que hacía latir al convento: los dos talleres de restauración
de obras de arte.
Su novio se extrañó de que hacía dos días que no tenía noticias de
Sofía. No se llegó a preocupar, porque conocía sus costumbres y a menudo
reclamaba espacios y tiempos solo para ella.
Poco a poco, la vida de Sofía se fue adaptando a la del convento.
Junto a ella, había otra postulante y cuatro novicias de la India, además de
las siete monjas. Pasada una semana, se sintió mejor de lo que nunca creyó. Hacía
lo que más amaba: restaurar. Al precio que fuese, ella iba a ser una de las
mejores. Para ello, tenía magníficas maestras, el mejor material y todo el
tiempo, tranquilidad y silencio del mundo.
Sin pretenderlo ella, la vida monacal estaba entrando en su
espíritu, y en su cuerpo. Sólo sentía el cosquilleo de la culpa por no haberle
contado sus planes a Luis. Aunque confiaba en él, no sabía si esto podría
entenderlo y, mucho menos, apoyarlo. Decidió enviarle una carta. Hacía siglos
que no escribía cartas, no sabía cómo empezar. Al cabo de algunas semanas de
aislamiento, se confió a él y le contó sus planes. A Luis, al principio, le
hizo hasta gracia: a menudo tenía ideas descabelladas. Pero, con el paso de los
días, comenzó a angustiarse. Aquello era peligroso y él la amaba demasiado,
adoraba a aquella mujer menuda con voluntad de hierro.
Mientras, Sofía era feliz. Había conseguido su propósito: estaba
restaurando, recomponiendo, devolviendo la vida a auténticas obras de arte.
Pasaba en el huerto alrededor de una hora al día; ver crecer sus hortalizas era
otro motivo de orgullo. Y aprender a cocinar sencillas delicias en la cocina
con aquellas monjas que había empezado a venerar. Pero lo más sorprendente eran
las horas dedicadas a la oración. Nunca fue especialmente practicante. En esos
tiempos comenzó a sentir la comunión con Dios, ¿sería posible que su sitio
estuviese en esa sencilla comunidad religiosa? No entendía. ¿Y Luis? ¿Y el
profundo amor que sentía por él? Luis acudía, día sí y día también, a los muros
de lo que para él era una cárcel. Clamaba y dejaba cartas y notas en el torno.
Lo que al principio le pareció arriesgado, ahora se le antojaba peligroso y
trágico. Sentía que perdía al amor de su vida. ¡Malditas! ¡Malditas sean!
En un sinvivir para Luis y una serenidad y dulce vivir para Sofía,
pasó casi un año. Hasta el día que recibió la fatídica carta: Sofía había
decidido profesar los votos y tomar los hábitos. Lo que para ella había
comenzado como una aventura, entrando con engaños al convento con la única
intención de aprender a restaurar con las mejores maestras, se convirtió en una
auténtica vocación. Permanecería en aquella clausura el resto de su vida, que
presumía larga y feliz.
Lo que nunca pudo prever, pasó a los pocos días: una novicia que
madrugaba más que las demás para encender la lumbre, comenzó a dar gritos
despertando a las moradoras de las celdas. Cuando todas salieron asustadas,
pudieron ver, iluminada por el sol del amanecer, la sombra de un cuerpo
reflejada en la blanquísima pared del gallinero, mecida por el aire. Una rama
de la gran mimosa, orgullo del convento, se veía doblada por el peso.
¡Silencio! ¡Silencio!
(Basado en hechos reales).
Remedios Llano Pinna
Mayo 2017
COMILLAS
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