LA
CONFESIÓN
Lucía
un día precioso, de esos que invitan a salir a pasear, por lo que decidimos
subir a los Lagos de Covadonga. Nos encontramos con bastantes parejas jóvenes
que, ataviadas con forros polares, botas de montaña y sus mochilas, se
disponían a recorrer los circuitos más largos. Nosotros optamos, sin embargo, por
el circuito de cinco kilómetros. En el recorrido, desoyendo la retahíla de mi
esposo, recogí unas florecillas blancas, frágiles —semejantes a las Edelweisse de los Alpes—, con su tierra
y sus raíces. Estaban resguardadas en las grietas de la roca, pero yo, adicta a
las flores y sobre todo a las extrañas, recogí unas con sumo cuidado y las
protegí en un tissue húmedo. Creo que
nadie me vio, excepto mi fiscal.
En
la tienda de souvenirs, compramos un
precioso libro sobre los bellísimos parajes de Asturias. Atraída por los
extensos lagos, me encaminé a verlos in
situ. La verdad es que me decepcionaron un poco; no contenían ni la mitad
de agua que mostraba el libro. Me descalcé, me enrollé el pantalón y entré en
el agua (infringí, de nuevo, la ley), pero salí en un pispás, con los dedos
amoratados y rígidos (un día de sol no había variado la temperatura invernal).
Sobre nuestras cabezas, huían las sombras de las nubes: era como si Eolo las
soplara con toda su furia, ya que pronto formó una capa espesa y baja. En
escasos minutos, la niebla nos envolvió como a momias y las retinas se
cubrieron de cataratas. Abrazados, con los pasos tanteando al unísono,
avanzamos como tortugas hasta que nos topamos con una cabaña de pastores. Entramos, las cataratas se tornaron
negruzcas. Fuimos absorbiendo el sabor agrio: una mezcla a queso fermentado, a las
ascuas no ha mucho extinguidas, y a las pellizas del pastor. Silenciosos, pensativos,
sentados sin remilgos en el catre, nos percatamos de la relatividad del tiempo…
Palpé mi alijo, los pétalos se sentían tersos, la tierra me humedeció los dedos:
sí, se mantenía vivita. De pronto se iluminó el ventanuco: las nubes ya habían
cesado su huida. La niebla se elevaba rauda. El coche se hallaba a tiro de
piedra. Disfrutando de nuestros bocadillos, admirando el “prodigioso” fenómeno
atmosférico, desperezamos nuestras piernas.
De
regreso, hicimos un alto para visitar el santuario. El oficiante celebraba la eucaristía
ante una decena de feligreses. Nos marchamos pronto, ya que el vocerío nos
incomodó: parecía un stand de feria.
Según llegábamos a la plaza, percibimos una música celestial que nos transportó
al interior de la basílica. Los ojos fueron acomodándose a la penumbra. Nos
sentamos y disfrutamos durante un buen rato de las angelicales melodías y deseé
quedarme allí para siempre, como aquellos monjes que se cobijaban en sus
confesonarios, ¿o eran figuras de cera? Me fijé en el más cercano: su
hábito era [en verdad] de cera; mantenía un breviario en la mano
izquierda, también amarillenta; su cara —cirio pascual— se asemejaba a “un
mimo”. Me levanté a solventar mi duda: la mano de Malcolm quiso detenerme de
otra locura. Cuando estuve cerca, extendí el brazo derecho, luego alargué el
índice —como hacen los niños sin dominio de vocabulario— para tocarle la cara.
En aquel instante cerró el libro, apagó la luz. Yo me hinqué de rodillas y le
saludé con el “ave María Purísima”. Él pronunció el “sin pecado concebida”.
De
reojo, me fijé en los ojos inquisitivos de mi marido.
“Padre,
confieso haber robado una flor protegida por la ley.”
Él,
a su vez, me preguntó si había quebrantado los Diez Mandamientos. Si había ofendido a Dios.
Y
entonces, comenzó la verdadera confesión.
San Vicente
de la Barquera, a 20 de abril de 2017
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