CELOS
Arturo
vivía con su padre en la casa familiar al cuidado de la finca y del ganado que
quedaba. Era el hijo pequeño; los demás ya estaban casados y viviendo en la
ciudad. Su padre se iba haciendo mayor y cada vez recaía más trabajo sobre él.
—Padre, tenemos que ir a la zona
alta de la finca a desbrozar y ver cómo están los robles; me parece que hay uno
más seco que un higo en Navidad.
—Pues llevamos la desbrozadora y la
cortadora entonces.
Subieron
todos los pertrechos necesarios al tractor, unos buenos bocadillos de filetes
de ternera, previamente pasados por la sartén, algo de fruta, agua y que no
faltase la bota de vino. Tendrían tajo hasta saber qué hora…
¡Aquello
parecía una selva! Las ramas de los avellanos habían crecido a lo bestia; tuvieron
que emplearse a fondo con la cortadora y la desbrozadora para los matorrales.
—¡Hijo! ¿Comemos ya algo? Estoy
cansado.
—Sí, padre; yo también lo estoy.
Se
sentaron debajo de uno de los robles a comerse los bocadillos. Se agradecía una
buena sombra; el sol ya estaba alto y el día seguía prometiendo…
—¿Ves
lo que yo veo? —dijo Arturo—. El roble de la derecha está sequito.
—Pues
habrá que darle caña —contestó su padre.
Arturo
siguió comiendo con ganas. Al ir a coger la bota de vino se fijó en que un pequeño
roble estaba creciendo debajo del seco y que éste tenía una rama grande y verde
extendida sobre él.
—¡Jo,
qué curioso, lo estaba protegiendo! Cómo es la naturaleza de imprevisible —pensó.
Pero
de pronto notó algo raro: el pequeño árbol no iba recto, su guía se doblaba
mucho hacia la luz. ¡Lo estaba ahogando! El roble grande se moría y era como si
tuviese celos del roble sano y lleno de vitalidad que crecía a su lado.
—Padre, ¿qué te parece esto? ¿Crees
que merece la pena sacarlo y trasplantarlo en otro lugar?
El
padre dudó un momento y, de repente, tuvo una idea:
—Sí,
ya sé lo que vamos a hacer: lo plantaré junto a la casa. Nunca quise tener árboles
grandes cerca de ella; solo arbustos y pocas flores.
Así
que, antes de meterse en faena, recogieron el arbolito con un buen cepellón de
raíces para dañarlo lo menos posible y lo subieron al tractor.
El
roble seco fue cayendo trozo a trozo. Tendrían buenos troncos para el invierno
al amor de la chimenea.
—¡Mañana lo bajo poco a poco, y a la
leñera! —dijo Arturo.
Al
día siguiente, su padre cavó un buen hoyo en la tierra y plantó aquel tierno
árbol de guía torcida. Mientras lo hacía, le hablaba:
—Ya
me estoy haciendo mayor, y sabes… quiero tenerte cerca, para que, cuando mis
piernas se cansen con cuatro pasos, sentarme a tu sombra a leer y a recordar…
Vio
a su hijo con el tractor bajar por la pradera entre las vacas que plácidamente
pastaban y dirigirse a la leñera con los primeros troncos. La vida seguía…
Mª EULALIA
DELGADO GONZÁLEZ
Mayo
2017
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