LOS CELOS
Felisa era una mujer casada con un
pescador. Tenían dos hijos ya casados y llevaba una vida sencilla y normal,
llegando siempre justa a fin de mes pero tratando de ser feliz y disfrutando de
su familia, que era su más preciado tesoro.
Como todas las mañanas, como había
hecho toda su vida, acudió a la panadería del pueblo. La casualidad hizo que se
encontrara con Maruchi, su amiga de la infancia y con quien tantas cosas y
penalidades había vivido. Después de abrazarse y contarse cosas de sus hijos y
nietos y de cómo les había tratado la vida, Maruchi le preguntó:
—Pero Felisa, hija, ¿no te aburres
en este pueblo? ¡Si aquí no hay nada! Yo, para unos días en verano, lo aguanto;
pero si estoy aquí en invierno, me muero. Esto es como vivir en un desierto.
Chica, con lo que yo viajo…, ¡pero si es que no paro! Imagínate: El perfume…
¡cojo un avión y a París! Y la vajilla… ¡a Londres! Porque eso sí, la cambio
cada año; ¡porque menudo aburrimiento, comer toda la vida en los mismos platos!
Y mi casa… ¡ay, mi casa! Entera de mármol. Bueno, y la piscina, gigante; no te
imaginas la gente tan importante que nos visita. Y los coches… tenemos cuatro.
En fin, que no me puedo quejar. Pero bueno, Felisa, cuenta tú algo, que te has
quedado muy callada.
—Pues mira, mi pisito —con mucha
falta de arreglo, eso sí—, lo tengo pagado. Pero estoy loca por meter el gas
ciudad, pues con la bombona de butano me ocurre siempre lo mismo, que, cuando
estoy en la ducha, con todo el pelo lleno de jabón, se acaba el gas, ¡y sal a
cambiar la bombona! Y no veas lo mal que me sienta. Los baños, como siempre: en
verano y en la playa. Lo de viajar, pues en La Cantábrica: a Santander, a
Torrelavega, etc. Bueno, hace poco estuve en Oviedo, pues mi marido se lesionó en
el barco un ojo y fuimos a los Vega. Olvidaba la excursión parroquial: no me la
pierdo, pues lo pasamos en grande; porque suele haber baile y disfrutamos de lo
lindo. Cine: en verano, en la plaza. Y, de vez en cuando, al auditorio, aunque
llevamos una racha de películas raras que no las acabo de coger o de entender.
Estaban en esa exposición de sus
vidas cuando apareció el marido de Maruchi a recogerla. ¡Caramba, qué hombre
tan guapo! ¡Y qué elegante! ¡Si hasta me ha besado la mano en la presentación!
Esto es el colmo: siempre presumiendo que yo, de envidia, nada de nada…, ¡pero si
estoy supercelosa de lo bien que la vida ha tratado a mi amiga! Y para más
rabia, me pregunta si aún existe La Cantábrica, que qué paliza viajar con tanta
parada.
Ya en casa, sobre mi tabla de
madera, picando perejil, estoy refunfuñando sola. Yo, de su vida, ¿celos? Para
nada. Porque algo le tiene que faltar. Su cara está arrugada, y el cuerpo… bien
gordita que está. ¿Celosa? Para nada.
P.D. – Ya quisiera su
marido tener los ojitos del mío, ja, ja, ja.
Mari Carmen
Bengochea Santovenia ©
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